Hay maneras de contar un hecho histórico que huelen a fondo de armario reviejo desde que se ve la primera imagen y otras en que, ya con la primera escena, descubres que hay otra intención, la más básica en el mundo del cine, jugar con las imágenes, con los dobles sentidos, con los colores, con el fuera de campo, con los silencios, con la mirada a través de un ojo de pez. Así, en “1976” no hay necesidad de hacer referencias expresas a hechos y lugares, estos van saliendo solos, van impregnando la vida cotidiana y desde sectores de la burguesía acomodada del país se acepta como algo necesario la presencia de la dictadura, “el chileno es mediocre, es flojo, el chileno es persona para ser manejado con mano dura”, si las dictaduras son sanguinarias e irrespetuosas mucho más si cuentan con un apoyo social no testimonial. Con su escena de apertura “1976” establece un juego de colores que van a ir apareciendo a lo largo de la película de manera muy firme y muy ingenua por parte de su protagonista. Rojo, azul y blanco se convierten en los colores básicos mediante los que Carmen quiere demostrar su intención de mezcla, que las diferencias pueden solventarse sobre la base del diálogo y no de la imposición. Ingenuidad que el fuera de campo rompe en dos ocasiones. Unas voces y un grito de mujer apagan la máquina que mezcla pinturas hasta dar con el tono asalmonado que la protagonista quiere para pintar su casa en la playa, la detención de la máquina deja restos de pintura azul sin mezclar, el azul del poder frente al rojo de esas “manzanas rojas, comunistas, parásitos a exterminar” sobresale y deja claro que la mezcla no es posible. Más adelante la confección de una tarta también detiene el amasado en el que se vierte un producto rojizo sobre el preponderante blanco, también responde a una interpelación, en este caso directa a Carmen, y la mezcla vuelve a quedar interrumpida en un “horror de país”.
Aline Küppenheim en el papel de Carmen dirige su mirada hacia donde nadie quiere, si tras los gritos y con un breve travelling frontal inverso, el personaje se dirige hacia la calle para saber qué pasó, el comerciante rápidamente ordena bajar la verja; si paseando por la playa con sus nietos ve cómo un cuerpo de mujer yace entre las piedras, Carmen no desvía la mirada (inevitable pensar que ese cuerpo de mujer no sea el mismo que es “desaparecido” al inicio de la película y cuyo zapato se encuentra la protagonista debajo de su coche); si se interrumpe la proyección de una película en televisión para que Pinochet se dirija a la nación ella no desvía la mirada porque intuye que el mensaje “antisubversivo” va dirigido hacia ella; si mira a izquierda y derecha en la colonia San Antonio o en el bosque que rodea la playa cercana a su casa no quiere ocultarse sino prevenir un peligro que, en su ingenuidad, cree que amenaza a su familia. Martelli en su primera película como directora no muestra la violencia directamente, ha optado por el fuera de campo porque ninguno de los protagonistas de la oligarquía chilena (esa llegada a la misa dominical de los desplazados desde Santiago a su segunda residencia es sintomática del entorno en que se mueve) puede haber presenciado el mal trato o la ejecución sumaria tras la tortura, salvo los que pertenecen a las fuerzas armadas o la policía; pero todos son conscientes de su existencia. Si Carmen empieza a ayudar a un herido refugiado en una parroquia no lo hace por convicción política ni por afinidad ideológica, sino por ignorancia, por creer la palabra de un sacerdote que, sabiendo de sus contactos médicos, hará más sencillo conseguir los medicamentos que el herido de bala necesita, “un Cristo muerto de hambre” dice el sacerdote para conseguir la ayuda de la mujer, y aunque ésta rápidamente se dé cuenta de que aquel hombre no es un delincuente común ya no habrá posibilidad de abandonar la tarea, ahora sí por una cierta conciencia social, en la que sin renunciar a su clase ni a su ideología, le hace ver que nada justifica la represión en esa magnitud e inhumanidad, “qué oscuros somos los chilenos”.
“1976” entronca así con esa línea presente del cine chileno que se desmarca del Larraín de “No”, producto diseñado para gustar y copiando modelos hollywoodienses, y acercarse al Larraín de “Post mortem” o “El club”, a “Los perros” de Marcela Said, “Algunas bestias” de Jorge Riquelme, a los ambientes dictatoriales de Alejandro Fernández Almendras con sus personajes salidos de un sistema corrupto e inmoral como los de “Matar a un hombre” o “Aquí no ha pasado nada”, sutiles representaciones de la dictadura o de la herencia dejada por ésta, que hurgan más en las consecuencias colectivas de un hecho dramático que en la narración convencional del hecho mismo. La protagonista de “1976” es asimétrica a la Mariana de “Los perros”, ambas comparten clase social, ambas viven en una burbuja de seguridad e ignorancia deliberada, y un acontecimiento personal las hace posicionarse. Todo su entorno es prodictatorial y pese a ello una desvía su atención hacia el sector perseguido mientras la otra mantiene una aventura sexual con un antiguo torturador de la dictadura. Las conexiones siguen, Antonia Zegers, personaje que destila un odio de clase alta hacia los “subversivos” en “1976” es la misma actriz que en “Los perros” no duda en relacionarse con quien tras la caída del régimen vive en desgracia como instructor ecuestre (Alfredo Castro); Alejandro Goic, marido de Carmen en “1976” es uno de los sacerdotes de “El club” recluidos por la Iglesia en aquella casa apartada donde unos eran pederastas, otros torturadores, otros homosexuales y eran atendidos por una seglar interpretada por la propia Antonia Zegers. Las conexiones e intenciones de este grupo de cineastas se hacen más que patentes con esta repetición de actores que facilitan esa ida y venida de una película a otra, marcadas todas ellas por la voluntad de poner sordina en lo obvio y adentrarse en la psicología de las personas en vez de hacer espectáculo de la tragedia humana y colectiva del fenómeno.
Manuela Martelli abandona la idea de lo verbalizado para centrarse en lo visualmente narrativo, su paso a la dirección demuestra que su presencia como actriz en películas del nivel de “Machuca” de Wood, “Navidad” de Lelio o “El árbol magnético” de Ayguavives ha dejado un poso de influencia en su retrato de personajes que permite transmitir sensaciones sin diálogo, crear un intenso estado de inquietud en su protagonista que, poco a poco, va sintiendo que el cerco de la dictadura se cierne sobre ella. El miedo crece conforme las causalidades se van haciendo más frecuentes y los hallazgos más sospechosos. El miedo va transformando a Carmen en un personaje vulnerable cuya decisión última viene a demostrar que las infecciones son muy difíciles de parar y doblegan hasta las conciencias más limpias. Al final de la película los colores vuelven a mostrarse en plenitud, el azul de los interiores de la parroquia marca el territorio del poder, los tonos pastel rosados y violáceos del domicilio vacacional quedan en deseo, en una fugaz intención de hacer lo correcto que se esfuma cuando “alguien” aparece en la casa para devolver una documentación que apareció en la playa pero que sabemos que no fue así. El miedo nos hace dudar de nosotros mismos, hace que cambiemos nuestra manera de comportarnos y hasta nuestras creencias más fuertes para terminar colaborando con el sistema. O colaboras o te colaboran. “1976” es una película modélica para comprobar que hay maneras mucho mejores de denunciar una dictadura en el cine actual que la del “show ha de continuar”.
1976. Chile. 2022. Duración: 95 min. Dirección: Manuela Martelli. Guion: Manuela Martelli, Alejandra Moffat. Música: Mariá Portugal. Fotografía: Soledad Rodríguez. Reparto: Aline Küppenheim, Nicolás Sepúlveda, Hugo Medina, Alejandro Goic, Carmen Gloria Martínez, Antonia Zegers, Marcial Tagle. Compañías Productoras: Cinestación, Magma Cine, Wood Producciones. Productores: Dominga Sotomayor, Andrés Wood, Natalia Videla. Edición: Camila Mercadal.