Parecía magia y los expertos, atónitos, no sabían si atribuirlo a tecnologías holográficas o a un efecto óptico. Y es que mis cuadros eran diferentes. Expuestos al sol, mis bosques y plantas crecían y florecían hasta parecer junglas y perderse más allá del marco.
Por fin había conseguido la fama, tan deseada, y pude cambiar por un amplio y luminoso estudio el oscuro desván en el que había estado a punto de ahorcarme. Cegado por el brillo del éxito, caí en la ambición.
Comencé a experimentar mi técnica secreta, con la que lograba que en mis verdes persistieran las propiedades de la clorofila, con otros colores. Trabajé en un amarillo que, utilizado en soles y lumbres, calentaba cualquier estancia. Conseguí un azul imposible que se evaporaba a la luz: de mis mares surgían nubes de convección, mis cielos se volvían grises y descargaban lluvia sobre los paisajes.
Pero con el rojo todo se complicó. Los atardeceres acababan fundiendo la imagen en negro, las fresas se pudrían, fluía la sangre dando vida a los personajes. Se escuchaban latidos de corazón.
La gente empezó a rechazar mis obras alegando todo tipo de razones: miedo, asco, fraude. Mis lienzos se quedaban desiertos, con escenarios vacíos, o inundados, o invadidos por la vegetación. Personas y animales escapaban de ellos y se escondían entre los muebles asustando a los compradores, propiciando pequeños desastres, anidando en las alfombras como una plaga imposible de combatir. Los marchantes me evitaban. Mi fama cambió de signo. Dejé de pintar.
Arruinado, me arrasó la desesperación más negra. La fui acumulando en cubos. Y, una noche sin luna, decidí vengarme del mundo cubriendo con ella toda la ciudad para robarle el amanecer.