«Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general»
(Constitución Española de 1978, art. 128)
En un país como España, con una cúpula empresarial de lo más reaccionaria, cabe en toda lógica que esta y sus adláteres mediáticos, hayan salido en tromba tras poner en tela de juicio la ministra de trabajo los salarios de los altos ejecutivos y la alta dirección de las grandes empresas españolas en clara desproporción a los de las clases trabajadoras.
La cosa viene de lejos, tan de lejos que ha discriminado a este país coartándole una y otra vez el acceso a la división de honor de la liga de naciones, por recurrir al símil futbolístico, quedando siempre fuera de la misma en cuanto a la calidad de vida de sus residentes y el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas.
A pesar de ello con una posición nada desdeñable en el contexto mundial pero con una percepción extravagante de país por la parte más alta del espectro social y, sobre todo, un modelo de aristocracia arbitraria reamoldada en cada tiempo que ha calado en buena parte de la sociedad española hasta ser asumida por la misma con naturalidad.
Tanto es así que todo intento por democratizar la sociedad española y dotar de dignidad a las clases trabajadoras los dos últimos siglos, desde la época de las revoluciones liberales, ha resultado un fracaso y mientras el antiguo régimen quedaba desterrado en los países de nuestro entorno, de un modo u otro, ha seguido impregnando el modelo laboral español hasta la última parte del s. XX y en buena medida hasta hoy.
El entorno laboral del s. XX en España
Fue precisamente la reforma de 1931, con la llegada de la II República, la que estableció la debida regulación laboral y la jornada de 40 horas, que si bien ya se había decretado en 1919, había sido enterrada por los gobiernos posteriores, el pistolerismo patronal y la dictadura de Primo de Rivera. De hecho, sobre todo en el sector agrario, aquella fue la primera mecha para que propietarios y latifundistas se rebelaran contra un nuevo orden que pretendía dignificar la vida laboral.
Apenas duró la efeméride dos años. En 1933 los conservadores recuperaron el gobierno y con el apoyo de la iglesia católica, su principal baluarte desestabilizador en las zonas rurales durante los dos años anteriores de gobierno progresista, revirtieron lo aprobado en materia laboral, lo que condujo a las revueltas de jornaleros y obreros en general que fueron brutalmente sofocadas por el ejército y la guardia civil.
En un contexto histórico como el de la época, con el fascismo irrumpiendo en todos los órdenes de la vida social y política en Europa, las continuas embestidas entre los que pretendían desterrar definitivamente el antiguo régimen y los que pretendían seguir aferrados al mismo se multiplicaron de tal modo que acabaron en el fallido golpe de estado de julio del 36, propiciado por parte del ejército con el apoyo de las élites económicas, la aristocracia y la iglesia católica y dando lugar a la guerra civil española.
El periodo franquista posterior puede dividirse, en general tanto en lo social como lo económico y laboral, en dos partes: una que abarca desde 1939 a 1959 y otra desde el Plan de Estabilización de 1959 hasta el fin de la dictadura con la proclamación de la Constitución de 1978.
Tras finalizar la guerra fueron derogadas todas las leyes laborales promulgadas por la República y los trabajadores volvieron a las condiciones que tenían antes de esta. La represión estuvo encaminada no solo a borrar cualquier vestigio democrático sino a la desaparición del movimiento obrero y cualquier organización de carácter reivindicativa de los derechos laborales de los trabajadores.
Mención aparte merece el caso de la mujer en las relaciones laborales con la irrupción de la dictadura. El propio Fuero del trabajo de 1938 establecía ya que el estado «liberará a la mujer casada del taller y de la fábrica». Lo que se sostuvo hasta 1959 en un intento de mantener a la mujer fuera del ámbito laboral y preservarla en el doméstico subordinada al varón que era el responsable del mantenimiento de la familia.
No solo y con eso se promulgaron leyes que prohibían contratar mujeres casadas e incluso a solteras para ejercer como abogadas del Estado, pertenecer al servicio de Aduanas, a la inspección técnica de Trabajo, a la fiscalía, la judicatura y un largo etcétera, salvo a la peor remunerada: el magisterio.
Toda una serie de agravios que se mantuvieron en parte, sino de derecho de hecho, hasta el final de la dictadura y con tanto calado en el orden social que aun hoy, en pleno s. XXI, el movimiento por la igualdad de derechos de la mujer es considerado una ofensa para los hombres en la zona más conservadora del espectro político.
Ni siquiera la derrota en la II Guerra Mundial de las potencias simpatizantes del régimen supuso la menor apertura del mismo y solo cuando la autarquía económica llevó al país al borde de la bancarrota, la presión de las élites económicas encabezadas por el Opus Dei consiguieron, a pesar de las reticencias de buena parte de la cúpula militar y del general Franco, poner en marcha el llamado Plan de Estabilización de 1959.
Es a partir de ese momento cuando las necesidades de industrialización del país hacen necesaria una nueva legislación laboral acorde a tales propósitos y, además de dar cabida nuevamente a la mujer en ese ámbito, se establecen ciertos derechos como el Salario Mínimo en 1963 (1.800 pesetas mensuales, 10.80 €).
Constitución, democracia y el s. XXI.
Por desgracia la incorporación de España a la democracia tras el final de la dictadura franquista, no sin sobresaltos y lejos de esa presumida Transición modélica que tanto se predica hoy en día, fue coincidente con la irrupción y consolidación del modelo neoliberal en todo occidente.
Una forma radical de entender el capitalismo que no podía haber venido mejor a un tejido empresarial tan conservador como el español fundamentado históricamente sobre un modelo laboral intensivo de salarios bajos y un modus operandi que Berlanga inmortalizara tan sarcásticamente en «La escopeta nacional» o Mario Camus de forma dramática en «Los santos inocentes».
Otra evidencia más del infortunio en el mercado laboral español y del predominio histórico de la patronal en las administraciones públicas es la falta de inspectores de trabajo suficientes para vigilar el cumplimiento de las ordenanzas laborales.
De hecho, todavía en este año 2024 que acaba de comenzar, España necesitaría un 50 % más de inspectores de trabajo para cumplir los ratios recomendados por la Unión Europea y la Organización Internacional de Trabajo.
Por ende, una manera de entender las relaciones laborales que ha dado lugar a un efecto acción/reacción en cierta clase trabajadora que se ve mejor retribuida a través de las ayudas sociales que en su puesto de trabajo, generando una cierta picaresca en detrimento de las mismas dado por un trasfondo de precarias condiciones laborales y bajas retribuciones.
Por reportar solo algunos datos, en el año 2000 el SMI en España era de solo 424.80 € y de 633 € en 2010. Hasta que, a pesar de las continuas reticencias y pronósticos apocalípticos tanto de la cúpula empresarial como de la oposición conservadora, España ha conseguido acercarse en los últimos 5 años, con un crecimiento de casi el 50 % del mismo, a ese 60 % del salario medio que la U.E estima imprescindible para el sustento de un ser humano, situando el SMI en 2024 en 1.134 € por 14 pagas (1.323 €/mes).
Lo peor es que ello no ha conseguido empujar debidamente las remuneraciones pactadas en los convenios colectivos y en otra vuelta de tuerca a la idiosincrasia laboral española el SMI está superando y englobando ya a muchos de los mismos.
Y eso que el gobierno de coalición ha hecho todo un esfuerzo estos últimos años para, en un ambiente de lo más hostil fruto de esa misma ortodoxia ultra liberal, con una pandemia y sucesivas crisis energéticas e inflacionarias de por medio, dar prioridad al valor más fundamental, no el único, pero el más determinante en una sociedad como es la dignidad laboral.
La ministra de trabajo
Yolanda Díaz, que repite como ministra de trabajo desde la legislatura anterior, lo que ha hecho ahora es poner en evidencia de forma pública una realidad que subyace en la cultura y la tradición española, especialmente en la citada cúpula empresarial: el extraordinario desequilibrio entre clases.
Otra cosa es la percepción de ello, como hemos hablado ya en este otro artículo, pero la empírica y los datos ponen en evidencia que la diferencia entre rentas, salvo en tiempos de pandemia, se va ensanchando progresivamente.
Ni que decir tiene la enorme desproporción salarial entre las diferentes escalas de las grandes empresas españolas. Pero si hay un sector que destaca sobre manera es el caso de la banca.
De hecho, la actual negociación del convenio colectivo que está teniendo lugar estas mismas fechas, está alcanzando tintes surrealistas. Con una banca con beneficios récords, salarios millonarios entre sus cuerpos directivos y reparto masivo de dividendos, mientras tanto no sólo escatima un incremento salarial al unísono sino que se minusvalora tanto este que los sindicatos amenazan con llevar a la huelga a las plantillas.
Es aquí donde más que nunca se pone en entredicho ese tan manido concepto de «productividad», al que tanto se refiere la gran patronal.
¿A qué se refiere entonces cuándo se habla de productividad en un sector como la banca? No cabe duda que a esa presión asfixiante sobre los empleados para que vendan más y más productos a los clientes, mientras tienen que realizar jornadas maratonianas, sin remunerar en muchos casos, ante la falta de personal para poder sacar el trabajo; además de soportar las malas caras del público ante el deterioro de los servicios prestados.
Pero y la productividad de los de arriba ¿dónde queda? Probablemente lejos de estos, atrincherados en fastuosos despachos y alejados de tal modo y desde tanto tiempo de la realidad que han perdido todo rastro de humanidad. Más allá, eso sí, de las ostentosas fundaciones donde exculpan sus pecados y donde a cambio de caridad obtienen beneficios fiscales.
Yolanda Díaz ni ha dicho nada que no sepamos y no se haya tenido en consideración por la cultura empresarial en democracias más avanzadas. Definitivamente lejos de la descabellada línea que advierte el presidente de la CEOE. Entre otras cosas porque por mucho que lo profiera el griterío ni Yolanda Díaz ni su plataforma Sumar y menos aún sus socios del PSOE tienen nada que ver con los soviet, ni siquiera con el comunismo democrático que promoviera Berlinguer allá por los años 70 del siglo pasado.
Quedémoslo pues en una forma de socialdemocracia bastante light por cierto si la comparamos con cualquiera de los clásicos de los años 60 del siglo pasado que alumbraron la Unión Europea.
Algo parecido a lo que pensarían los Schuman, Monnet, Adenauer o De Gasperi entre otros liberales de la misma época que, a buen seguro, se escandalizarían si vieran las posturas y propuestas de los liberales de hoy en día. Ni siquiera los padres de la teoría capitalista, Adam Smith o David Ricardo darían crédito a una manera tan deshumanizada de la economía.
La economía del bien común
Ha sido Christian Felber, profesor de economía austriaco, especialista en economía sostenible y diferentes alternativas frente a la impunidad y desregulación de los mercados financieros, quien en 2010 inicio junto a varios empresarios un nuevo modelo económico y laboral que denominó «Economía del bien común», en contraposición al actual modelo de capitalismo de mercado.
La Economía del Bien Común plantea numerosas cuestiones entorno a lo que ha de ser la relación entre empleados y empleadores en aras del mejor rendimiento de la empresa que redundará en beneficio de los primeros y los segundos. Pero si en el actual modelo liberal y de mercado nadie pone en duda que es la dirección de la empresa la que decide los salarios de sus trabajadores, en su caso ¿quién decide cual ha de ser el beneficio de esta?
O cual debería ser el salario de sus directivos o ejecutivos ¿5 veces más que el trabajador menos retribuido? ¿10, 20, 100 veces? En España esa relación llega a multiplicarse por 1.000 en algún caso.
No es solo una cuestión de retribuciones también hay otros conceptos aplicables a este modelo y que de hecho se han puesto en práctica en muchas empresas en toda Europa e incluso en España con un éxito relativo porque, evidentemente hay cuestiones difíciles de poner en marcha en el mundo actual tal y como se ha desarrollado el modelo económico de manera tan visceral las últimas décadas.
Es difícil el desarrollo de una normativa legal que pudiera articular todo esto bajo la tutela de un modelo económico tan deshumanizado y corrupto como el actual pero si somos capaces de tener en cuenta una visión menos cortoplacista de la economía resulta evidente que las sociedades más avanzadas son aquellas donde su nivel de vida es superior.
Dicho de otro modo la riqueza en todos los términos de la vida social y económica de un país es directamente proporcional a la del conjunto de sus residentes y no a los desorbitantes beneficios de unos pocos.
«La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de (…) promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida».
(Constitución Española de 1978, Preámbulo)