Rondaba diciembre del pasado año, y un afamado sociólogo español presentaba en una apenas publicitada sesión en la Universitat de València los resultados de sus recientes investigaciones en torno a las desigualdades sociales en el seno del actual modelo de educación español. Permítaseme antes de entrar en materia la licencia de, en lo que en columnistas “todólogos” constituye un gesto de significado enteramente diferente a este, omitir el nombre del ponente, en tanto que este texto no pretende ser una réplica académica a sus contenidos, pues no es este lugar ni yo quién, sino más bien una reflexión al hilo de unas breves palabras que cruzamos off the record tras la conferencia.
Su exposición fue reveladora en muchos aspectos. A la luz de los datos obtenidos de encuestas y grupos de discusión el ponente evidenció toda suerte de desigualdades vinculadas a la clase social y al género. Entre ellas, que independientemente de los altos índices de escolarización eran los hijos e hijas de las clases populares, así como sus injustamente culpabilizados padres y madres, los que bajo la superficie del igual derecho a la educación pública se llevaban la peor parte mediante toda una serie de estrategias de reproducción y cierre social llevadas a cabo por las clases medias. Escapa el objeto y extensión de este escrito el enumerar con el merecido rigor científico todos los argumentos expuestos aquella mañana, pero sin embargo resaltaré tan sólo uno de entre los muchos discursos que el conferenciante desbancó en su ponencia. Éste no es otro que aquel que, valiéndose de los aparentemente pobres resultados obtenidos por España en los informes PISA, afirma que cada vez la calidad de la educación pública es peor, de ahí la existencia de desigualdades sociales. El ponente mostró que al desagregar los datos del famoso informe PISA según el nivel de estudios de los padres se demostraba que los valores para España están en torno a la media de los países miembros de la OCDE. Incluso en relación al alumnado con padres y madres con nivel de estudios de primaria, España está por encima de la media de la OCDE, lo que evidenciaría un mayor nivel de equidad en ese tramo.
No quisiera abusar del tiempo que me brindan, y asumo que al igual que yo ustedes no necesariamente son sociólogos ni pedagogos, pero prometo que este dato cobrará sentido más tarde en el texto. En cualquier caso su relevancia para la conferencia —y aquí— reside en que ayuda a desarticular el mito de que la calidad de la enseñanza pública española estuviera detrás de la perpetuación de desigualdades sociales, y por tanto serían —siempre según el autor— las estrategias de cierre social llevadas a cabo por las clases medias, así como de las actuales estructuras e instituciones —que no calidad— de nuestro sistema de educación pública, las que seguirían perpetrando el menor rendimiento escolar de los niños y niñas de las clases populares.
Como puede adivinarse, más allá de que cada observación fuera avalada mediante el uso de elocuentes datos empíricos, y pese al marco netamente científico de la exposición —y cabe resaltar que se trataba una intervención sociológica y no política— el ponente sí se posicionó en el debate, en tanto que autoproclamado hijo de las clases populares. Esta actitud fue bien recibida entre el público, como luego se evidenció en la ronda de preguntas. Podíamos estar de acuerdo en que todos los allí presentes en aquella sala aquella mañana deseábamos una mejor distribución de la riqueza y una educación que lejos de perpetuar o agravar las desigualdades sociales de origen las subvierta.
Y bien. Ya concluida la conferencia, y gracias a que una gran profesora me animó a ello, decidí dirigirme a la mesa en la que el ponente recogía sus bártulos para preguntarle acerca de algo que me había estado rondando la mente durante toda su conferencia. Unas hermosas palabras de Michel Foucault, que resonaban fuerte en mi interior desde mucho antes de haberlas oído siquiera.
Quizás llegados a este punto valga la pena recordarlas tal y como fueron pronunciadas en la entrevista radiofónica original de 1975:
«Diría que lo primero que debemos aprender, si es que tiene sentido aprender algo así, es que el saber en todos sus modos está profundamente ligado al placer. Que de hecho hay ciertamente un modo de erotizar el saber, de hacerlo muy agradable, y que la enseñanza ni siquiera sea capaz de revelar esto, que la enseñanza tenga por función mostrar cuanto en el saber haya de desagradable, triste, gris, poco erótico, me parece que es toda una hazaña. Pero esa hazaña tiene su razón de ser. Habría que saber por qué es que nuestra sociedad actualmente tiene tanto interés en mostrar que el saber es triste, tal vez precisamente por la cantidad de personas que están excluidas del saber. […] Imagine que la gente tuviera un frenesí por el saber igual al frenesí que tienen por hacer el amor. ¿Se imagina la cantidad de gente que se agolparía ante la puerta de la escuela? ¡Sería el desastre social total! (Risas). Si se quiere limitar el número de personas que tengan acceso al saber hay que presentarlo bajo esta forma perfectamente repelente y obligar a las personas a acceder al saber sólo a través de las gratificaciones o beneficios sociales que son precisamente la competencia o los altos salarios al final de la carrera, etcétera. Pero creo que hay un placer intrínseco en el conocimiento, una “libido sciendi” como dicen las personas cultas, que yo no soy.»
De vuelta a aquella mañana de diciembre, en aquella sala, ante aquel profesor universitario recogiendo sus papeles tras la conferencia, le pregunté dubitativo si no pensaba que —con Foucault — pudiera haber en el placer por el conocimiento (en sentido amplio) una forma de emancipación que precisamente bypasseara en cierto modo toda esa serie de dispositivos segregadores que él tan bien había descrito durante la conferencia como la “necesidad” de ir a clases particulares de inglés para no rezagarse, o las cantidades ingentes de deberes que pudieran precisar de la llamada «implicación parental». Su respuesta me sorprendió sobremanera. Notablemente en desacuerdo con mi afirmación me dijo literalmente, «bueno, yo creo que lo que emancipa es que al acabar los estudios uno pueda tener un trabajo para pagar el alquiler» e incidió en que el tipo de saberes en los que las clases populares podían estar interesadas de cara a su goce ya se los proveían ellas mismas. Ante mi asombro, y pensando que estaba siendo malinterpretado, traté de incidir en que esa hipotética educación que hiciera amar el conocimiento en los niños y niñas debía precisamente abrazar también sus saberes de clase y sus modos de interacción tecnológica preferidos. De nuevo el profesor no pareció convencido de mis razonamientos, y se apoyó en los datos mostrados durante su ponencia para recordarme que —según los datos— la calidad de la educación no era el problema, pues al desagregar por nivel de estudios de los padres los informes PISA los resultados de España estaban muy a la par con los del resto de la OCDE. Así pues, si efectivamente la educación estaba relativamente bien en comparación con los países de nuestro entorno sólo cabía esperar que tras pasar por ella se encontrara un trabajo con el que poder subsistir. Sería en ese momento de la conversación cuando la mezcla de una indescifrable decepción y la entrada en escena de una mujer que se acercó a conversar con el profesor propiciaron que me despidiera y me dirigiera pensativo hacia la parada del autobús.
¿Tan fuera de contexto estaba mi reflexión pedagógica vinculada al placer? ¿Tan idealista e irrealizable parecía un tipo de educación que hiciera interesante e incluso divertida—tanto en medios como contenidos— cualquier materia impartida, de tal suerte que ésta ayudase a potenciar en los y las alumnas su heurística y su curiosidad (me atrevo a decir que) innata? Me resistía a creer que lo mío —bueno, en realidad lo de Foucault— fuese un delirio idealista que veía un problema, y por tanto una solución, donde no lo había, y que éste fuera fácilmente rebatible mediante una comparativa de datos de niveles académicos de otros países, abocándolo a una única solución posible, exclusivamente en términos de políticas públicas: proveer puestos de trabajo para esas clases populares que, pese a recibir una educación relativamente equiparable con la de la OCDE, se ven desfavorecidas por estrategias de cierre social y de segregación inherentes a las instituciones educativas y a la reproducción de las clases medias, afectándoles más si cabe los brutales niveles de desempleo actuales.
Huelga decir que un país que cuida de su ciudadanía no puede permitir que el futuro de cientos de miles de jóvenes que pasen por su sistema educativo sea ir directos a engrosar las listas de desempleados. Ahora bien, creo que plantear el problema en términos de falso dilema, esto es, «por qué preguntarse por el tipo de educación preferible (estando relativamente bien según los datos) cuando la gente necesita pagar el alquiler», no es útil y además deja irresuelta la cuestión respecto del tipo de ciudadanía, y por tanto de democracia, que deseamos.
Más allá del eterno debate en torno a qué función deba perseguir la educación —producir trabajadores vs. nutrir las virtudes cívicas de la futura ciudadanía (o ambas)— no puedo estar de acuerdo en que se acepte que se impartan materias completamente alejadas de la vida del estudiantado, de maneras completamente alienantes y que convierten su estudio en un martirio, produciendo ciudadanos y ciudadanas con aversión a todo tipo de saberes mediados por la educación (y lo que es más grave, mermando su voluntad de saber), todo ello —eso sí— justificable siempre y cuando estos estudiantes accedan a puestos de trabajo al finalizar sus estudios.
A mi juicio no debiera existir una relación de mutua exclusión entre la vía pedagógica y la vía sociológica en lo que atañe a la educación. Debieran ser miradas complementarias y compatibles que se nutrieran mutuamente, pues en ambas hay potencial emancipador. Sin duda las políticas públicas de redistribución deben corregir las desigualdades que genera el sistema educativo, y es evidente que, por más que la radical transformación del mundo del trabajo en los últimos años sea un fenómeno global, los niveles de desempleo de España son inasumibles por un país desarrollado que pretenda garantizar las condiciones de vida de su ciudadanía y un mínimo de equidad social. De igual forma, lejos de seguir fomentando lo que Jacques Rancière llamó «el círculo de la impotencia» —esto es, la desconfianza de la sociedad en su capacidad de aprender por sí misma fruto de una educación que inocula una desigualdad constitutiva entre “los que saben” y “los que no saben”—, sostengo que una pedagogía emancipadora que en lugar de explicar lo que uno (el ignorante) no sabe dote de herramientas para que sea el propio estudiantado quien se enseñe a sí mismo también es una forma —complementaria, si se quiere— de subvertir las desigualdades estructurales de las sociedades. Existen otros modelos de pedagogías emancipadoras pero creo que todas, al tratar de no opacar ni la atención, ni la voluntad, ni la exploración de las propias capacidades del estudiantado, confluyen con la reivindicación del placer en el saber de que hablaba Foucault, pues pocas cosas aportan mayor satisfacción que aprender por uno mismo, en ese «acto de una inteligencia que sólo obedece a sí misma», como diría Rancière, fruto de una voluntad guiada por otra, la del maestro emancipado(r), que abraza de partida la igualdad de las inteligencias.
No, no queremos un país en que las clases populares, tras pasar por el sistema educativo, no encuentren los empleos con que llevar una vida digna. Pero de igual forma, tampoco queremos un país en que esas mismas clases populares (con trabajo o sin él) no encuentren satisfacción en aprender cómo funciona su mundo, a las que les aburran temas que podrían resultarles apasionantes o que queden atrapadas en ese «círculo de la impotencia» en que sólo aquel “que sabe” podrá enseñarles o tomar ciertas decisiones por ellas.
Es cierto, ante la falta de lo primero no habrá una vida digna, pero ante la falta de lo segundo no habrá hombres y mujeres verdaderamente libres ni una democracia que al origen de su nombre haga justicia.