A propósito de: Íñigo Errejón y Chantal Mouffe, Construir pueblo. Hegemonía y radicalización de la democracia. Madrid, Icaria, 2015, 142 pp.
No estamos ante un ensayo o un estudio académico consumado, sino que nos encontramos ante un volumen que recoge a modo de diálogo las reflexiones compartidas de la pensadora belga Chantal Mouffe y el secretario político de Podemos, Íñigo Errejón, en torno fundamentalmente a la construcción de identidades políticas, la crisis de la izquierda y el populismo. En este sentido, el libro puede ser analizado bajo diferentes puntos de vista, no obstante aquí solo nos interesa recorrer y recoger las claves de interpretación sobre la circunstancia española de un teórico que ha devenido militante con la irrupción de la nueva fuerza política. Se trata por tanto de un texto acelerado en tiempos acelerados para pensar la política en un contexto de postpolítica, que diría Mouffe.
No es casual que esta apasionante discusión –que poco tiene de agonístico cuando los dos participantes coinciden en tantos aspectos– comience con una pregunta de Errejón a Mouffe sobre el libro que escribió hace ya 30 años con Ernesto Laclau titulado Hegemonía y estrategia socialista (1985). Allí, ambos autores realizaron una reivindicación heterodoxa, y que resultó fuertemente criticada entonces por la izquierda tradicional economicista, del pensamiento del filósofo italiano Antonio Gramsci. Contra todo esencialismo, argumentaron que las identidades colectivas no estaban dadas y que las nuevas luchas sociales no podían ser solo interpretadas en términos de clase. En otras palabras, no había una determinación política y/o social a priori. Las identidades eran algo más complejas. De tal modo, advirtieron que si no estaban preestablecidas tenían que ser construidas y la manera de hacerlo era discursivamente. Son los discursos políticos, los relatos, los que ofrecen un proceso de identificación mediante la propuesta de elementos en común que construyen nuevas identidades y que generan agregaciones y movilizaciones sociales. Aquellos son capaces de agrupar demandas, problemas, expectativas comunes en torno a un nosotros que se cohesiona frente a un afuera, a un otro, a un ellos.
Bajo este punto de vista, para Errejón la política se entiende como el terreno en el que se concreta la capacidad de atribución de sentido común. Dicho de otra manera, la política, que estaría lejos de cualquier visión ética o liberal a lo Habermas, consistiría fundamentalmente en la disputa discursiva y schmittiana entre dos bandos que pugnan, en la medida de sus fuerzas, por instituir un sentido compartido de la realidad. Al mismo tiempo que reparte posiciones y organiza, valga la redundancia, el campo político. En consecuencia, el campo político, como los conceptos, las ideas y las palabras están vinculados siempre a una situación concreta, determinada por la posición (de fuerza) de los bandos en conflicto y por ello está permanentemente abierto a la reinterpretación y/o la construcción. En ese contexto de disputa en la generación de sentidos compartidos, la hegemonía, siguiendo livianamente a Gramsci, se concibe como la capacidad de un actor concreto por determinar el interés general –encarnar un universal– de la comunidad que le permite presentar sus demandas y su proyecto político como el más conveniente para toda la comunidad o, al menos, para la mayoría e integrar en el mismo a los actores subordinados o descontentos. Se trata aquí de la producción de voluntad colectiva de la que hablaba Gramsci. Así, mediante el relato un actor particular construye una identidad y concreta un sentido común. Lo cual pondría en evidencia que en política no hay ningún orden natural, sino que todo orden es construido a través de una articulación en lo discursivo de las relaciones de poder pero también que ese orden concreto debe negociar en todo momento con sus contradicciones, asumirlas e integrarlas. En la medida que las posiciones no están dadas, el orden siempre está abierto a incluir nuevos contenidos. Siempre hay alternativas. De aquí derivaría la hipótesis de Errejón de que el 15M constituyó una irrupción que alteró las posiciones dadas del régimen del 78 (al poner en tela de juicio su legitimidad y la del bipartidismo asociado al mismo), que abrió la posibilidad para la contrahegemonía (la redefinición del campo) y, en última instancia, la postulación de un pueblo nuevo. Maniobra que fue eficazmente puesta en práctica a través del recurso dialéctico a los de abajo frente a los de arriba, a la gente frente a la casta.
En consecuencia, el 15M fue interpretado por Errejón como un momento que entreabría una ventana de oportunidad para el cambio político pero también, y por ello, para la creación de un nuevo pueblo. Y es aquí justamente en donde Errejón se ayuda de Laclau y de su razón populista, pero también de su estudio y experiencia particular de los procesos latinoamericanos, para entender lo que estaba sucediendo. Según el pensador argentino, la “forma populista” es aquella que reordena el campo político mediante un discurso que construye un “pueblo” a través de la dicotomización de la sociedad entre un grupo subalterno y una élite del régimen anterior. En este caso, estaríamos ante una situación populista en el instante en el que la canalización de las peticiones y demandas tanto individuales como grupales por vías institucionales se ha roto. El pueblo se construiría en el preciso momento que en el conflicto, ante la insatisfacción, es capaz de reconocerse a sí mismo como un nosotros frente un ellos culpable: la “oligarquía”, las “élites”, el “sistema”, la “casta”, etc. Mouffe lo subraya correctamente cuando advierte a Errejón de que “para que puedan existir identidades populares es necesario el establecimiento de una frontera interna que exprese la división social”.
En verdad en esto consistió el 15M: una multitud insatisfecha, indignada, que ante la situación de crisis económica puso en entredicho la legitimidad del régimen y lo hizo entrar en crisis (política) cuando gritó: ¡No nos representan! Dicho de otra manera, la crisis económica y social europea reveló con toda intensidad una crisis de legitimidad de unas élites políticas que parecían representar solo sus propios intereses emancipándose de los ciudadanos ante los que tenía que responder. En concreto, en España la insatisfacción generalizada de una mayoría potencial de sectores provocó la crisis del régimen del 78 y de su relato. Sus actores, sus consensos, sus equilibrios se desajustaron abriendo la posibilidad de una nueva hegemonía y una irrupción nacional-popular. Errejón lo vio correctamente. Los procesos de Bolivia y Ecuador se lo recordaban: “En un momento así, se puede producir una ruptura populista que produzca un cambio político y una nueva hegemonía, pero esto obviamente no está asegurado y depende de la suerte como de la pericia de los que defiende el orden existente y de quienes lo desafían”. Esta fue la interpretación que dio lugar al nacimiento la hipótesis Podemos.
La sugestiva conversación concluye precisamente departiendo sobre Podemos, sobre la utilización (o su ausencia) de las pasiones por la izquierda, sobre la apuesta por una figura de líder carismático y por un modelo organizativo y estratégico orientado a la apresurada contienda electoral, sobre simplificación y articulación de relato y sobre conceptos. Mouffe no duda en reclamar entonces un populismo de izquierdas. Errejón más realista, más schmittiano que la propia Mouffe, conoce qué terreno pisa, que juega todavía como visitante y que la restauración siempre está a la vuelta de la esquina. Es más, sabe bien que el pueblo solo se puede construir a largo plazo y desde las instituciones. América Latina se lo ha enseñado. Con todo, nos advierte, la política ha vuelto ha moverse. La grieta se ha abierto en el muro. “Y hay periodos en que los meses trascurren en días”.
En síntesis, esta conversación incita a una reflexión novedosa y antiesencialista sobre la política española después de tantos años de quietud académica y social. Leyéndolo podemos introducirnos en el pensamiento militante de Íñigo Errejón y reconocer en él la estrategia discurrida por Podemos. No obstante, se pueden reconocer algunas falencias en las interpelaciones entre los autores que afectan a la hipótesis en desarrollo. Por ejemplo, podemos preguntarnos, y a los autores también, cómo operan las lógicas articulatorias de demandas cuando tenemos sociedades altamente institucionalizadas y la retórica puede convertirse en una mera mercancía carente de toda profundidad hegemónica, con el riesgo de quedar reducida a mero marketing. O dar un paso más allá, y cuestionarnos si estamos ante una teoría capaz de operar ante lógica actual del capitalismo. A mi modo de ver, no. Ecuador podría ser una muestra de ello, tal y como ha expuesto Dávalos en su último libro. Simplemente estamos ante un freno retardante, un muro de contención ante la ausencia de una teoría política alternativa al modelo neoliberal. Pese a ello, este librito supone un destacado estímulo que invita a acometer un trabajo intelectual de redefinición conceptual y de militancia tanto para el contexto español como para el europeo. Igual que la política, la teoría ha vuelto a moverse.
[…] Una razón populista española – David Soto […]