Quiero o, más bien, necesito hablar de un libro cuya lectura supuso para mí el hallazgo de una joya excepcional. Y que no se asuste nadie con el título de la reseña ni con mi énfasis inicial, que no voy a hablar de un manual de autoayuda. No. El libro del que necesito hablar es Pórtico, la novela que en 1978 consiguió ser la única en toda la historia de la ciencia ficción en hacer triplete con los premios Hugo, Nebula y John W. Campbell. Y esta necesidad me ha surgido recientemente porque, curioseando en una feria del libro antiguo, encontré un ejemplar de la primera edición en castellano que publicó Bruguera en 1985. Aunque el libro que leí yo en su momento fue la edición de 1987 de la editorial Ultramar. Doy la referencia de los años para que aquellos que hayan visto y disfrutado de películas y series de televisión como Stargate o The Expansion (basada ésta en otra saga literaria), y encuentren algún parecido con esta obra, sepan reconocer el mérito anterior de Frederik Pohl al imaginar al ser humano explorando el universo gracias a la tecnología abandonada por una inteligencia precursora. Aunque las similitudes se hacen más patentes a medida que se avanza en La Saga de los Heechee. Pero es precisamente eso lo que hace de esta primera parte una singularidad digna de mención. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que en esta edición recién adquirida de trescientas catorce páginas (bonito número), el autor podría haberse recreado a gusto con las oportunidades que supone el descubrimiento de naves que permiten viajar a otras galaxias y el misterio de una especie alienígena que desapareció sin dejar más rastro que sus restos tecnológicos. Pero todo esto lo deja para los libros siguientes. De este modo, el señor Pohl se limita a presentarnos unos escenarios reducidos y encuadrados en unas circunstancias particulares tal y como sería usual hacerlo en un simple relato, donde uno no suele alargarse demasiado. Es por ello que lo que engrosa y da extensión a la historia es la narración del protagonista recordando sus experiencias personales y alternándolas con sus sesiones de psicoanálisis conducidas por una inteligencia artificial a la que dice odiar.
Pero veamos cómo se estructura esto: nuestro héroe empieza presentándose a sí mismo, Robinette Broadhead, y a su analista artificial al que él llama Sigfrid von Schrink, juego de palabras con Sigmund Freud y el término «shrink» (loquero). Y en este primer capítulo ya nos muestra cómo suelen ser sus sesiones: Sigfrid intenta hacerle recordar y le pide que exprese sus sentimientos mientras que Bobse muestra reticente y despectivo dando rodeos con la intención de evitar que emerja todo aquello que le atormenta. Por dar un ejemplo, en esta primera cita psiquiátrica para el lector, el protagonista intenta agotar el tiempo de la sesión haciendo que intenta recordar mientras divaga sobre sus clases de guitarra, comprueba que las uñas de su mano izquierda no hayan crecido demasiado, desea que los callos de sus dedos fuesen más duros y profundos e intenta recordar cómo se hace la transición de Re mayor a Do séptima. Pero Sigfrid necesita extraer alguna información relevante para la terapia o, mejor dicho, que Bob la deje salir, por lo que no dejará de insistir hasta que al final acabe sacando de quicio a Bob, quien termina soltando improperios contra su terapeuta mientras se retuerce entre las correas que le sujetan. Y como he dicho, ésta será más o menos la estrambótica dinámica entre ellos dos en todos los capítulos impares del libro.
Por otro lado, en los capítulos pares el protagonista nos relata su historia personal: recuerdos de infancia y adolescencia, su trabajo realizando la misma labor que su difunto padre en las minas de alimentos, la muerte de su madre… De esta manera nos va introduciendo en un mundo distópico sobrepoblado y nos cuenta cosas como que la gente pobre (la mayoría) se alimenta de comida sintética elaborada con levaduras y bacterias cultivadas a partir del esquisto bituminoso extraído de las minas de Wyoming, Utah y Colorado. Y que además de en un planeta Tierra en el que la vida resulta o muy dura o muy cara, el ser humano habita ya en Marte y en Venus. Y que es en este último planeta donde se encontraron restos de una civilización extraterrestre: los Heechee. Y que entre estos restos había una nave que por accidente llevó a su descubridor a un asteroide ubicado en el perihelio de Mercurio y fuera de la órbita de Venus. ¿Y que había en ese asteroide? Nada menos que una base espacial con casi mil naves pertenecientes a los Heechee. O lo que es lo mismo: Pórtico. ¿Y qué más? Pues vamos ahora con el argumento.
Tras leer los dos primeros capítulos que nos ponen en situación, ya sabemos que Robinette Broadhead quería ser, desde niño, prospector para la Corporación y participar en las misiones científicas a bordo de las naves Heechee. También que a la edad de veintiséis años lo consiguió después de ganar la lotería y comprar un pasaje a Pórtico, donde recibió la formación necesaria. Y sabemos que las sesiones con Sigfrid son posteriores a su experiencia como prospector y que, para poder permitirse el Certificado Médico Completo que incluye la terapia psiquiátrica, debió irle bastante bien. O quizá no del todo. Pues ¿por qué va a terapia nuestro protagonista? ¿Qué le atormenta y tanto insiste Sigfrid en que revele? Seguramente nada bueno, y es que ser prospector tampoco es una bicoca, ya que para hacer fortuna le tienes que caer bien a la diosa con ese nombre. O también puedes morir en el intento. Lo cierto es que apuntarse a una misión científica en una nave Heechee es una lotería aún mayor que la que ganó Bob. Tal vez se parezca más a una ruleta rusa por las altas probabilidades de no volver vivo. Pero ¿en qué consisten estas misiones? Pues resulta que la labor científica empieza en el mismo momento en que se sube a una de las naves, porque nadie sabe cómo funcionan exactamente. Así que hablemos un poco de estos aparatos.
El aspecto de las naves por fuera recuerda a la de un hongo. Las pequeñas prácticamente parecen setas enormes, mientras que las grandes se asemejan más a las morillas por su forma puntiaguda. Dependiendo del tamaño pueden albergar determinado número de tripulantes, por lo que se clasifican en función de dicha cantidad: clase Uno, clase Tres y clase Cinco. Todas ellas poseen un módulo de aterrizaje con el que salir a explorar. El combustible utilizado para la propulsión de las naves Heechee es completamente desconocido, por lo que quedan inservibles tras agotarse. En cuanto a la velocidad que alcanzan, sólo se sabe que es mayor que la de la luz. Y en lo que a su puesta en marcha y funcionamiento se refiere, las naves están programadas para navegar automáticamente a distintos destinos y el regreso también es automático una vez se activa. El selector de rumbo se compone de una hilera vertical de ruedas que hay que girar, lo que hace que se enciendan unas luces que revelan lo que se supone que son números, y una vez introducido un rumbo sólo hay que presionar la teta de acción (en el original action teat) y listo; la nave sale disparada a su destino. El problema es que, al no saber interpretar los indicadores del selector de rumbo, dicho destino es un misterio. Esto supone que el viaje puede ser demasiado largo como para volver con vida (debido a que se agoten las provisiones o el combustible), o directo al núcleo de una estrella o a cualquier otra muerte desconocida e inimaginable. Toda una aventura.
Eso sí, debido al elevado riesgo que entrañan las misiones de exploración, la Corporación se compromete a pagar a los prospectores un cincuenta por ciento de los ingresos obtenidos de aquello que descubran, lo que suele traducirse en elevadas regalías. Y en casos muy particulares y por tratarse de misiones experimentales con riesgo añadido, la Corporación paga grandes primas también. Aunque no suele haber candidatos para estas últimas. Ésta es más o menos la empresa en la que Bob Broadhead tiene que triunfar de alguna manera. Obviamente no le será fácil elegir su primera misión, por lo que nos relatará sus vivencias durante el tiempo transcurrido en los túneles de Pórtico: sus relaciones personales, sus amoríos y, por supuesto, sus miedos e inseguridades. De este modo irá avanzando la historia, acercándonos cada vez más al momento clave que une el relato del protagonista con las sesiones de terapia. Y sentiremos producirse ese avance como un lento e inevitable deslizamiento hacia el borde de un precipicio; tarde o temprano ha de llegar la caída. Porque Bob, a pesar de ganar la lotería y de sobrevivir a Pórtico, no es ningún triunfador. Sólo es un individuo sin nada que perder que se mueve más por impulsos que por decisiones meditadas. Y así, aunque a veces se tenga suerte, siempre se está expuesto a riesgos no deseados que pueden derivar en funestos desenlaces.
Y voy a hablar un poco más de Bob, lo cual nos ayudará a vislumbrar el tema de la nóvela. Ya hemos visto que sus primeros años fueron duros y que perdió a sus padres, pero es la muerte de su madre la que resulta trascendental. Porque Bob tuvo un «episodio psicopático» tras una pelea con su primera novia, por lo que le encerraron en un manicomio, y su madre enferma tuvo que elegir entre pagar la psicoterapia de su hijo o un pulmón nuevo para ella, pues no había dinero para ambas cosas. Tenemos aquí el primer ejemplo de cómo los actos irreflexivos de Bob suelen tener, sin el pretenderlo, consecuencias perniciosas para él y especialmente para quienes le rodean. Tampoco es que sea Bob una persona puramente egoísta que se dedique a pasar por encima de los demás para conseguir sus objetivos, ni mucho menos. Pero hay algo roto dentro de él que le convierte en un ser inseguro de sí mismo, cosa que muestra pretender contrarrestar a base de orgullo. En ese sentido, Frederik Pohl es bastante meticuloso a la hora de crear al protagonista; uno que se muestra a sí mismo en la historia que cuenta y en la forma de hacerlo. Lo hace, por ejemplo, con ese cinismo con el que relata momentos terriblemente duros y dolorosos. También es bastante cruel en las descripciones que hace de aquellas personas que no le agradan. Y nos habla de sus emociones y sus buenas intenciones, pero siempre hay algo que le lleva a actuar de manera impúdica o descabellada. Más evidentes aún son su carácter y su conducta en las sesiones con Sigfrid, donde muestra esa máscara de orgullo vano para «defenderse» de las preguntas que le hace el terapeuta artificial y que Bob parece interpretar como ataques irrelevantes a una construcción sólida y sin fisuras. Se diría, así sin más, que el personaje presentado fuese un narcisista un tanto inconsciente, pero ya he dicho que no se trata de un individuo egoísta y sin escrúpulos. La clave reside en su calidad de (y como) narrador. Porque, a pesar de todo lo anterior, hay una clara sinceridad en la manera de exponer los hechos. Lejos de maquillar los acontecimientos a favor de quien los cuenta, Bob nos muestra la verdadera crudeza de los hechos y el papel real que juega él en ellos. Y es la combinación de esa intención sincera en contraste con el cinismo reticente de la narración lo que da a la novela cierto tono de confesión. Por todo ello, podríamos decir que en el trasfondo de la historia yace la culpa de Robinette Broadhead como una especie de maldición que es a la vez causa y efecto de los acontecimientos que le conducen hacia un destino inevitable.
Y poco más se puede decir sin cometer mayores destripes. Sí que haré mención de los pequeños textos intercalados en casi todos los capítulos y que aportan información curiosa (y a veces divertida) sobre Pórtico, los Heechee, temas sociales… Estos textos aparecen en forma de normas y reglamentos, extractos de entrevistas, conferencias, cartas al periódico o simples anuncios (mis favoritos) en su mayoría. También quiero hacer mención del papel de Sigfrid: el clásico autómata pertinaz con sus directrices que en ocasiones puede resultar estúpido debido a su falta de emociones, pero que también carece de malas intenciones por la misma razón. Es un personaje que se va ganando la simpatía del lector poco a poco y al que hay que prestar atención, pues no es tan simple como parece y al final nos ofrece un extraordinario colofón digno de la mejor literatura de ciencia ficción. Y del personaje de Klara, de la complicada relación sentimental que tiene con Bob y del papel fundamental que juega en la historia, no voy a decir nada, ya que esa información se va revelando a medida que avanzan los acontecimientos y las sesiones de terapia. Ahí lo dejo.
Ahora sí, termino con la esperanza de que quienes lean esta reseña hagan lo mismo con Pórtico y sigan posteriormente adentrándose en la obra de Frederik Pohl, pues creo que lo harán con gusto.¡Ah! Y aquellos que se pregunten qué demonios pasó con los Heechee sí que no tendrán más remedio que leer el resto de la tetralogía original, la cual pueden encontrar reeditada al completo por Ediciones B junto con el libro de relatos Los exploradores de Pórtico. Háganlo, porque los misteriosos alienígenas que dan nombre a esta serie de libros no aparecen en este primer volumen más que como fantasmas de un pasado desconocido. Y como respuesta acerca de los motivos de su desaparición y su actual paradero, déjala contestación que da el experto profesor Hegramet (tal y como la escribió el autor) cuando es preguntado al respecto en una conferencia: “Young lady, it beats the piss out of me.”
Título: Pórtico (La Saga de los Heechee 1) |
---|
|