El centenario durante este año del nacimiento de la novelista y filósofa Iris Murdoch, nos está suministrando algunos placeres inesperados a los seguidores de esta irlandesa capaz de codearse con Ludwig Wittgenstein, Alfred Ayer, Philippa Foot, Stuart Hampshire o Elizabeth Anscombe, aparte de haber tenido una larga y complicada historia de amor con Elias Canetti, aunque de amores (de numerosos hombres y mujeres) no anduviese nada escasa esta dama brillante. Murdoch dejó inacabado, ya acosada por la enfermedad de Alzheimer, un ensayo sobre Martin Heidegger. La muerte y la enfermedad siempre nos pillan con las cosas más importantes a medio hacer, pero en el caso de Murdoch, somos todos los demás los perdedores, porque hubiera sido hermoso y clarificador contar con esta lectura, que de alguna manera venía a redondear una larga conversación que se había iniciado mucho antes con Jean-Paul Sartre y, con lo que desde un punto de vista ético, mostraba de extraña solidaridad entre el existencialismo y la filosofía analítica. Que Murdoch fuera capaz de unificar bajo su propio rechazo dos tradiciones filosóficas tan diferentes como el empirismo británico o el subjetivismo desmedido sartreano, dice mucho de la originalidad extraterritorial en la que ella misma se sitúa, y que la convierte en una pensadora cuando menos tan vigorosa como la novelista. En cualquier caso, podemos saborear algo de ese texto inacabado. No sólo porque se ha publicado una pequeña parte, sino porque resuena en uno de los ensayos que ahora comentamos, titulado De Dios y del bien: «La filosofía lingüística ya ha empezado a trabajar codo con codo con ese empirismo y la mayor parte del pensamiento existencialista me parece o un romance optimista o si no algo sin duda luciferino. (Heidegger es probablemente Lucifer en persona.)»[1]MURDOCH, Iris: La soberanía del bien. Taurus, Madrid, 2019, p. 176.
¿Desde dónde plantea su examen radical de los callejones sin salida en los que parece atascarse la filosofía contemporánea? Pues en primer lugar lo hace desde el enorme vacío que ha dejado el modo de operar de Ludwig Wittgenstein en la escena intelectual británica, puesto que ese vacío, conquistado a base de una esforzada lucidez destructiva, vendrá a llenarse con toda suerte de esquemas conductistas y psicologistas, contra los que dirige su principal ataque, que es un examen desapasionado de la argumentación de Wittgenstein sobre los estados internos, por un lado, y por otro lo hará a la reconstrucción propuesta por Hampshire de la acción moral en términos de elección, voluntad y motivos. Pero este desmontaje, planteado con todas las sutilezas que cabe esperar de una brillante escritora de Oxbridge, lo hace desde un platonismo modo suo, que es el que dirige ahora mi propio comentario. Este platonismo se establece en Murdoch a partir de un análisis minucioso de la Politeia, y en particular de la polémica expulsión de los artistas que menciona Platón. Murdoch se esfuerza por comprender este decreto, por simpatizar con él, aun reconociendo su característica índole provocativa, dado que para conseguirlo la escritora tiene que mostrar sus cartas, sobre todo la de una actitud estética deliberadamente impermeable al romanticismo: «La Belleza es, entonces, algo demasiado importante para dejarlo en manos de artistas o para que el arte se entrometa de la manera que sea, salvo, por ejemplo, a un nivel básico de las reglas matemáticas. La naturaleza nos educa, el arte, no. Esto significa: no a las estatuas, sí a los muchachos (aprendemos la realidad a trasvés del dolor del amor humano racionalmente controlado, el Banquete, 211b). También significa prestar una apropiada atención al mundo físico que nos rodea. No es necesario decir que la naturaleza que Platón juzga aquí tan educativa no es la naturaleza de los románticos (ni los árboles ni los campos entrañan mensajes), ni se trata del Sublime kantiano. (…) Lo que a Platón le interesa de la naturaleza es la pauta, la cualidad de lo necesario que es la prueba de verdad: aquello que convierte la opinión en certidumbre. El estudio de la forma libera la mente, pero siempre que se trate de una forma real, dura, no maleable, y no de las formas de arte cómplices, con dobleces e intenciones ocultas».[2]MURDOCH, Iris: El fuego y el sol. Por qué Platón desterró a los artistas. Siruela, Madrid, 2015, p. 68
Es obvio que Iris Murdoch se siente concernida por este problema de la conexión entre arte y moral, como que incumbe de manera directa a la literatura. Porque ella puede protegernos también de nuestras ilusiones y fantasías deformadas, al mismo tiempo peligro y salvación. El platonismo que trae ante nosotros la novelista, que le salvaguarda de la tentación desértica de Wittgenstein no menos que del sentimentalismo consolador, viene con un nombre añadido, de todo punto crucial. Me refiero a Simone Weil, a la que Murdoch leyó con mucha atención: «La imagen que tenemos hoy en día de la libertad nos la pinta como algo fácil, de ensueño; cuando lo que haría falta es un renovado sentido de lo difícil y compleja que es la vida moral y la opacidad de las personas. Nos hacen falta más conceptos que nos ayuden a imaginar la sustancia de nuestro ser; porque el progreso moral acontece cuando se enriquecen y ahondan los conceptos. Simone Weil dijo que la moral era cuestión de prestar atención, no de tener voluntad. Nos hace falta un nuevo vocabulario de la atención».[3]MURDOCH, Iris: La salvación por las palabras. ¿Puede la literatura curarnos de los males de la filosofía?. Siruela, Madrid, 2018, p. 141 Ver, no querer, no elegir. Allí es donde está el verdadero cambio de nuestras descripciones de la moralidad. Ver unas cosas y no otras, hacerlo de una manera u otra, atender.
Esta atención, tomada en préstamo de Simone Weil, es también la que hace de sus novelas un buen bocado de verdad, evitando ese error sartreano de convertir la novela en la máscara más o menos ajada de una tesis, de una idea. A diferencia de la tragedia, la novela, con su ironía, su mescolanza de géneros o bastardía, le resulta a Murdoch el disparadero perfecto para su redefinición de la visión de la esencia. Una de sus novelas más jugosas, aquí traducida con infausto título, casi parece una parodia de su propósito filosófico: The Nice and The Good. [4]MURDOCH, Iris: Amigos y amantes. Penguin Random House, Barcelona, 2016 Todo se dispone en ella como en una comedia de errores de Shakespeare, con la que por supuesto se tambalean algunas de las imágenes preferidas de nosotros mismos. Álvaro Pombo, que es un muy conocido admirador del arte de Murdoch, le objeta que casi todas sus tramas, por angustiosas o irrisorias que sean, se resuelvan con un desenlace feliz, con el mejor de los posibles en realidad. Es verdad que ni se amaron tanto los amantes ni, la mayor parte de las veces, fueron tan valientes. Pero ¿quién de nosotros lo es por último? El alma humana es un criadero de autoengaños, de distorsiones cognitivas, racionalizaciones y excusas. Y es bueno que así sea, parece decirnos Iris Murdoch, para que de lo menos malo se siga también lo mejor, si bien lo miramos. En esto, como en otros aspectos de la contemplación de nosotros mismos, Murdoch propende a la perspectiva del desengaño. De hecho, el suyo es una suerte de paradójico idealismo desengañado, del que no está lejos la misma Simone Weil. Al césar hay que darle lo que es del césar, es decir, todo aquello que Weil ponía bajo el paraguas ontológico de la gravedad, y que incluye la mayoría de los motivos y las voliciones naturales humanas. Esto pasa por desmontar el privilegio existencialista de la libertad: «La libertad es, creo, un concepto mestizo. Su mitad verdadera es simplemente un nombre de un aspecto de la virtud que tiene que ver particularmente con la clarificación de la visión y con el dominio del impulso egoísta. La mitad falsa y más popular es un nombre para los movimientos autoafirmativos de la voluntad egoísta y cegada que, debido a nuestra ignorancia, creemos que es algo autónomo.»[5]MURDOCH, Iris: La soberanía del bien, p. 217
El verdadero argumento de la moral es la mirada. Y esa mirada sólo cabe entenderla como amor, aunque sea uno que se merezca todas las explicaciones y sea sometido a todas las sospechas, pero que aparece a veces, confundido con otros muchos, en sus relatos: «Hay veces en que uno tiene que seguir amando a alguien sin esperanza. Cuando el amor sólo es esperanza y fe en su forma más pura, entonces el amor se convierte en casi impersonal y pierde todo su atractivo y su capacidad de consuelo. Pero es entonces cuando ejerce su mayor fuerza. Sí, entonces es cuando puede redimir.»[6]MURDOCH, Iris: Una derrota bastante honrosa. Planeta, Barcelona, 1999, p. 25 De esta manera, y aunque Murdoch haga varias veces profesión de ateísmo, las razones que mejor admitirá -las únicas que están exentas de la racionalización egoísta- son las de Tertuliano. El bien no se deja ver, sino que da a ver. Y nos envía señales intermitentes desde lo bello.
Título: La soberanía del bien |
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Referencias
↑1 | MURDOCH, Iris: La soberanía del bien. Taurus, Madrid, 2019, p. 176 |
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↑2 | MURDOCH, Iris: El fuego y el sol. Por qué Platón desterró a los artistas. Siruela, Madrid, 2015, p. 68 |
↑3 | MURDOCH, Iris: La salvación por las palabras. ¿Puede la literatura curarnos de los males de la filosofía?. Siruela, Madrid, 2018, p. 141 |
↑4 | MURDOCH, Iris: Amigos y amantes. Penguin Random House, Barcelona, 2016 |
↑5 | MURDOCH, Iris: La soberanía del bien, p. 217 |
↑6 | MURDOCH, Iris: Una derrota bastante honrosa. Planeta, Barcelona, 1999, p. 25 |