La misma noche electoral del 23J del pasado año ponía sobre la mesa dos hechos incontestables. El primero que esta iba a ser una legislatura casi imposible de sostener y el segundo que la misma iba a ser poco o nada prolífica en leyes de calado.
En el primer caso porque a la vista de los resultados era imposible conformar una mayoría de carácter progresista por cuanto se hacía precisa la colaboración de Junts, un partido mucho más próximo a las tesis liberales conservadoras del PP y Vox que a las del PSOE y en las antípodas de Sumar, su socio minoritario en el gobierno.
Nada que ver con el PNV, el único partido auto declarado demócrata cristiano con notoriedad en España; poco proclive a las tesis neoliberales dominantes de las últimas décadas causantes de todas las crisis económicas y sus derivadas desatadas en este tiempo.
Además la sensible derrota de Junts en las pasadas elecciones catalanas y su consabida rivalidad con Esquerra Republicana en la cuestión nacionalista ha ido haciendo cada vez más imposible que los conservadores catalanes pudieran sumarse a cualquier iniciativa del gobierno central con una importante trascendencia social y económica.
Como ha ocurrido la pasada semana con la ley de extranjería y la senda de estabilidad presupuestaria que, en ambos casos, tratándose de cuestiones con matiz ideológico difícilmente podrían tener cabida en un partido como Junts.
En la misma línea del Partido Popular, al que ni se le espera, sobre todo en lo relacionado a propuestas legislativas de mayor relevancia mediática y todavía menos si de lo que se trata es de apalancar la legislatura como es el caso de los objetivos de déficit que puedan facilitar unos nuevos presupuestos generales del estado.
El fiasco de Junts
Volviendo al caso de Junts, difícil, por no decir imposible, se le plantea lo que queda de mandato al actual gobierno. Peor aún si consiguen los socialistas llegar a un acuerdo de gobernabilidad en Cataluña con Esquerra, después de su flamante victoria en las elecciones catalanas.
Con Junts al margen de este último se hace casi inviable que pueda apoyar iniciativas de mayor transcendencia económica y social en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo en Madrid.
Cabe recordar que Junts surge tras la desintegración de Convergència i Unió en 2015 y tras la frustración del Proceso Soberanista de Cataluña, a su vez desatado por la propia Convergencia capitaneada por Artur Mas años antes al albor de una doble crisis.
Por una parte las revueltas consecuencia de las políticas de austeridad puestas en marcha por él mismo durante las sucesivas crisis económicas y financieras y por otra el crecimiento de Esquerra Republicana por el mismo motivo.
El procés catalán surge entonces como estrategia con la intención de culpabilizar al gobierno de España de los problemas económicos de Cataluña y a su vez sumarse a una reivindicación histórica de su máximo rival en el ámbito nacionalista como es Esquerra.
Una estrategia largamente repetida en la historia de las naciones –lo vimos poco después también durante el Brexit-, a la que se sumó en contraposición pero por similares razones el por aquel entonces gobierno del PP de M. Rajoy.
De aquellos barros los actuales lodos y una década de inestabilidad política que lo único que ha traído consigo son perjuicios para todas las partes, en especial para la ciudadanía catalana, y un plus para el crecimiento de la extrema derecha en España.
El camino a la moción de censura
De los populares poco cabe esperar cuando en lo que va de legislatura no han planteado una sola pregunta al ministro de economía y en la misma línea a la ministra de trabajo en sede parlamentaria, dos de los ministerios capitales para el desarrollo de un país.
Lo que da una idea de lo poco que se interesa por el estado de la nación más allá de recurrir a lo emocional cara al electorado con cuestiones como la amnistía, la corrupción, el terrorismo o la inmigración.
Todas ellas cuestiones de mayor recorrido electoral en estos tiempos que corren.
Así que cabría esperar una moción de censura por parte de Núñez Feijóo para lo que necesitará el voto de Vox, por descontado, y los de Junts que parecen del todo factibles.
De sobra es conocido que el tan aparente repudio a ley de amnistía del Partido Popular tiene más de estrategia electoral con ánimo de hacer ruido y predisponer a la opinión pública a su favor que lo que en verdad le preocupa de cierto el asunto.
De hecho así pudo comprobarse en su momento con sus guiños a Junts, su aliado natural en Cataluña, ante la que sería fallida moción de investidura del líder popular.
El hándicap mayor para este último, como le ocurriera entonces, es convencer a Junts para que secunde una moción que colocaría presumiblemente en el gobierno a Vox, un partido que, entre otros desmanes, propone la prohibición de todos los partidos nacionalistas a excepción del suyo, claro está.
Pero, en cualquier caso, no parece por el momento que el Partido Popular quiere explotar esa vía.
El sueño de las élites
Otra opción, aunque remota, que le queda en este caso al PSOE es la de dejar de lado a su socio de gobierno y abrazar un pacto con el PP. El deseo de las élites españolas desde hace tiempo para garantizarse que el modelo económico y laboral español pueda perpetuarse en el tiempo en beneficio de las mismas y sin sensibles variaciones.
No en vano han sido primero Unidas Podemos y Sumar después, los socios del PSOE en el gobierno, los que han procurado las reformas laborales y sociales de cierta enjundia habidas los últimos años. O lo que es lo mismo, el problema para dichas élites no es realmente el PSOE sino su socio de gobierno.
Tanto es así que, por poner sólo un ejemplo, nadie pone en duda que de no haber sido por estos las subidas del SMI no se hubieran materializado, ni siquiera de lejos, de la manera que lo ha hecho.
Pero para eso, el PSOE, tendría que prescindir de Pedro Sánchez ya que, aún tratándose de un conocido liberal –no olvidemos que su gran objetivo fallido fue gobernar con Albert Rivera-, su enconamiento con Núñez Feijóo trasciende ya a lo personal.
De manera muy especial ante la frenética disposición de la judicatura, en uno de los episodios más reconocibles de lawfare de una democracia presuntamente consolidada como la española, en busca de cualquier acción irregular de la esposa del propio presidente del gobierno desde que este alcanzara La Moncloa, tal como ha afirmado con tan sorprendente rotundidad el propio juez que la investiga.
El mismísimo Felipe González que no ceja, día sí y otro también, de hacer escraches a lo que otrora fuera la socialdemocracia, en una vuelta de tuerca más a ese partido «accidentalista», que definiera en su día el ínclito Alfonso Guerra, aplaudiría a rabiar la decapitación de la actual cúpula del PSOE para abrazar una coalición con los populares, a buen seguro capitaneada, sino por él mismo, por alguno de sus numerosos inquisidores.
O la convocatoria electoral
Lo que piden de forma más reiterada los populares es una nueva convocatoria electoral. Un riesgo para todas las partes, sin duda, y en especial para la ciudadanía.
Lo único que sabemos seguro es que, llegado el caso, ningún partido obtendría mayoría absoluta con lo que volvería a repetirse un escenario similar independientemente del lado del tablero que se trate. Donde nuestra democracia vuelve a poner en evidencia su carácter adolescente aunque, alguna vez, habrá que aprender en el tajo.
Caso de ganar el PP, es posible que veamos a Vox formando gobierno con el mismo, sobre todo si Trump logra su regreso a la Casa Blanca, lo que todavía pondría más en un brete a los populares. O no, que diría el propio Rajoy, si estos acaban también escorándose más a la derecha. E incluso, de ser necesario, cómo los populares le darían la vuelta a la tan manida amnistía si necesitaran los votos de Junts y estos últimos a su vez acabar comiéndose el sapo de Vox.
Por el otro lado, la izquierda podría optar por agruparse al modo del Nuevo Frente Popular francés, aunque de las variopintas y numerosas almas del PSOE se puede esperar cualquier cosa. Pero, lo más lógico es creer que los González y compañía harían todo lo posible por evitarlo.
Lo que sí cabría con más probabilidad y al margen de los del puño y la rosa marchita, que todo lo que queda a la izquierda del PSOE formara ese único frente que tanto se necesita y unos y otros siempre dinamitan por su estrechez de miras, crítica irreflexiva e ínfulas puristas. Lástima que para cuando en la izquierda se den cuenta que para cambiar las cosas hay que gobernar, sea demasiado tarde para ello.
El PP parece lo más dispuesto a que los ciudadanos a través de las urnas hablen de nuevo. Pero, bien sea a través de la susodicha moción de censura, de confianza o un proceso electoral, lo que desde luego resulta insoportable es que llevemos hablando casi toda la legislatura de los hermanos, parejas y parientes de quienes nos gobiernan y poco o nada de lo que nos interesa.
La singularidad española
El mundo se retuerce ante las presiones de la visión más ultra conservadora y ultra liberal de la política de la historia reciente a la espera de lo que suceda en EE.UU. en noviembre.
A pesar de la rotunda victoria de los laboristas en el Reino Unido -mirando al detalle más por deméritos ajenos que por méritos propios y su particular sistema electoral-, y el frenazo a Le Pen en Francia -pero sacando tres millones de votos de ventaja a su inmediato seguidor-, no parece tener cabida en el mundo actual un gobierno con aires socialdemócratas como el de España.
Peor aun cuando una pata del mismo se sustenta por partidos preocupados por cuestiones que se consideran tan «extravagantes» en la actualidad como la dignidad laboral y de las pensiones, una fiscalidad progresiva, una educación al alcance de todos o el derecho a la vivienda tal como reconocen las propias leyes.
Propuestas que hoy por hoy no tienen cabida entre los que aplauden a rabiar que «la justicia social y los impuestos son un robo» y los que creen ver en los que huyen de la miseria y las guerras que sostienen los adalides de un sistema tan mezquino, sus más perversos enemigos.
Pero parecen ser mayoría y, como ocurriera en otro tiempo, saben utilizar las bondades de la democracia para, si cabe de nuevo, terminar acabando con la misma.