Comentario a LEE, Vernon: La voz maligna. Atalanta, Girona, 2006.
De antemano una disculpa, porque el título se debe a una cita errónea, tomada de otra parte. En concreto de los diarios romanos de Vernon Lee (Violet Paget), donde hallamos la descripción de esta experiencia singular hasta en dos entradas o notas diferentes. Y sin embargo ninguna otra referencia parece más adecuada para diagnosticar el significado de la vida de Lee como viajera, como crítica de arte o como narradora de historias de fantasmas. Porque todo lo que hace viene escrito o recordado desde la inminencia del misterio. Ella es una buscadora, una entomóloga de la belleza herida por el tiempo y el olvido. De hecho, y en el relato que da título a la colección que ahora comento, ella menciona una escucha igual de peculiar, no ya de lo invisible sino de lo inaudible mismo: «Me quedé apoyado en la ventana, ansioso por zambullirme en esa neblina azul de luna, sediento de rocío, de perfume, de ese silencio que parecía vibrar y palpitar con las estrellas que cubrían la inmensidad del cielo… ¿Qué música, ni la de Wagner ni la del gran cantor de las noches estrelladas, el divino Schumann, qué música podría compararse a este gran silencio, a este magnífico concierto de cosas mudas que cantan en nuestra alma?»[1]LEE, Vernon: La voz maligna. Atalanta, Girona, 2006, p. 120. Apología por lo tanto del silencio, la rumia acaso de aquella otra música callada, tal vez no muy diferente a la blancura de campanas que propusiera Mompou, como que el cantante, asegura Lee, es una criatura maligna. Y para hacernos verosímil dicha afirmación, recurrirá a una teodicea tan vieja como envenenada: «¡Cantante, criatura maligna, esclavo estúpido y malvado de la voz, de ese instrumento que no fue inventado por el intelecto humano, sino que fue engendrado por el cuerpo y que, en vez de conmovernos el alma, atiza lo más vil que llevamos dentro! ¿Qué es la voz sino la Bestia que llama y despierta a esa otra Bestia que duerme en el fondo del hombre y que todo gran arte ha querido en el fondo encadenar, igual que el Arcángel, en los cuadros antiguos, encadena al demonio con cara de mujer? Y la criatura cautiva de esta voz, su amo y su víctima, el cantante, el verdadero, el insigne que en su día tiranizó a todos los corazones, ¿cómo no va ser despreciable y malvada.» (p. 90).
De esta manera, Zaffirino, el amanerado veneciano protagonista del relato, nos recuerda en mucho a Johnny Favorite, un cantante de jazz dominado por un impío contrato demoníaco y que es el personaje central de una magnífica novela de William Hjortsberg,[2]HJORTSBERG, William: El ángel caído. Valdemar, Madrid, 2009. y de un film no menos notable de Alan Parker (El corazón de Ángel, 1987) basado en ella. Las palabras de Vernon Lee son coherentes con la cautela platónica, que proponía una severa censura y un control autoritario sobre las diversas escalas musicales, ya facilitasen el ardor épico (bien) o la delicuescencia lírica (mal). Y esa perspectiva moral sería la que lleva a la estética medieval a introducir la noción del diabolus in musica para referirse al tritono, el intervalo de cuarta aumentada, sin el que no podría comprenderse la económica y a la vez enigmática suspensión en el blues y el jazz. Por cierto que ese demonio musical es la ocasión para la que considero, por su naturaleza no menos espectral, la más interesante novela de Espido Freire.[3]FREIRE, Espido: Diabulus in musica. Booklet, Barcelona, 2002. Más allá de las referencias literarias a lo demónico en la música, contamos con una excelente monografía de John Neubauer, que examina con rigor toda la teoría de las emociones, de las pasiones del alma en cuanto que nicho de una moral, así como la disputa entre representación y expresión, a propósito de la genealogía de la música instrumental. La obra de Neubauer, bien atenta a la Enciclopedia y a Rousseau, no tendrá en menos las interpretaciones que sobre éste último pondrán en circulación los deconstruccionistas (Derrida y Paul de Man).[4] NEUBAUER, John: La emancipación de la música. El alejamiento de la mímesis en la estética del siglo XVIII. Visor, Madrid, 1992.
Vernon Lee se ha hecho clásica no por lo que ella hubiera esperado, es decir como crítica de arte o por sus crónicas de viaje, sino por sus relatos de misterio , como los tres que forman parte del libro que ahora comento, y que están entre las obras maestras del género. A propósito de su relevancia dentro de la crítica del arte, el libro va acompañado de un muy interesante ensayo de Menchu Gutiérrez, titulado La voz del pasado, que añade no poco valor a esta edición, y que no se conforma a este respecto, como suele ser común, con una sumaria devaluación de sus pretensiones: «Varias veces en su vida, Violet Paget abandonó la erudición para convertirse en «alumna en la escuela de estética», para interrogarse con humidad y pasión por lo que más le importaba: el origen del placer estético. Ese nacimiento a un «nuevo yo», que celebra y que retrata su verdadera preocupación, coincide sentimentalmente con el «otro yo» que representa el ser amado. Esa trascendencia de lo particular en favor de una teoría del arte hace pensar en el amor romántico, alejado de todo sistema, «esencialmente personal», porque se desarrolla de manera inconsciente, bajo la presión de las circunstancias y necesidades personales.» (pp. 143-144) En cualquier caso, y como reacción contra el puritanismo, ha de afrontar la naturaleza amoral de su reflexión estética, hasta el punto de que el recurso a la moral ya solo puede identificarse como un mero recurso narrativo, frente a la fenomenología estética de la que dará cuenta: «Primero me planteo a mí misma la tarea de investigar lo que llamaré mi registro estético principalmente con vistas a preguntarme mejor sobre otros y para servir de ejemplo a otros. Pero como mi auto examen ha comenzado a dar fruto bajo la forma de observaciones que a veces me sorprendieron y me inquietaron, me hallé a mí misma en posesión de una colección de hechos que salva la divergencia entre el estudio subjetivo de la estética y la psicología en general.»[5]LEE, Vernon: The Psychology of an Art Writer. David Zwiner Books, New York, 2018.
Más allá de la validez de sus presupuestos teóricos, que a algunos incomodan por sus acercamientos a la psicofísica, y a otros por su exhibicionismo de erudición cultural, incapaces ambos de comprender la complejidad de la autora, ella misma se define como una viajera sentimental, esto es, adoratriz del genio del lugar, que es como una exploradora indolente de la revelación vernácula: «si soy una viajera sentimental es precisamente porque no fui educada para viajar (…) me habían educado para despreciar a quienes viajaban para «contemplar las vistas». Nosotros nunca íbamos a contemplar nada.»[6]LEE, Vernon: La viajera sentimental. Abada, Madrid, 2021, pp. 28 y 29. Y en ese arte de dar con la clave de una calle, de una plaza, una ciudad o un templo, desde luego que Lee no se ahorra el atractivo romántico del misterio. Ya sea el de las brujas en Goslar o Friburgo o el da las lamias, las pálidas mujeres vampiro que vegetan en las iglesias medio abandonadas de Roma. La tarea del poeta es constituir un lugar, que es como dar con su genius loci o su duende, es decir, como parapetarse en una protesta irredentista contra la tiranía, que entonces ya comenzaba a prosperar, de las guías Baedecker de tapas rojas y de sus señalados y homogéneos y vaciados «lugares de interés». La viajera sentimental es por completo ajena a los reclamos de lo interesante, y su atención flotante se orienta hacia una epifanía que es de suyo efímera, un instante apenas, como si la ciudad, y en particular Roma, como leemos en su entrada desde el Palazzo Orsini, en la primavera de 1900, tuviese su propio momento, su kairós propicio: «Lo que dije acerca del momento único en la historia romana, el genio de la ciudad despejado de velos, visible por doquier es especialmente cierto desde la vista de esta ventana. Durante mi infancia, Roma fue un lugar cerrado, uniforme, sin detalle, ni esfuerzos panorámicos que hablaran a la imaginación y dentro de diez o quince años se llenarán esas enormes brechas de las que hablamos y las vísceras históricas de la ciudad, ahora expuestas, se coserán y cerrarán sus heridas.»[7]LEE, Vernon: El espíritu de Roma. Fragmentos de un diario. La línea del horizonte, Madrid, 2019, p. 111. La ciudad desventrada, eviscerada, no subsiste. Pronto toda ella se urbaniza, aseada, y se convierte en un parque temático, en el que todo lo secreto se convierte en una oferta o en un bien de consumo de masas. De hecho, Vernon Lee nos habla de una fenomenología ya cancelada del lugar. Es tarde para ella como lo son todos los cuentos de fantasmas. El fantasma es lo que perdura o insiste, pero lo hace desde un antes más o menos fechable, como una llamada recibida desde lo tardío. Aquello que puede enquistarse no sólo como una presencia, sino también, y casi sobre todo, como una ardiente ausencia.
De eso trata Amour Dure, que es, a mi juicio, junto a The Turn of the Screw de Henry James, quien no en vano afirmaba que Vernon Lee resultaba terrible, la mejor Ghost story de todos los tiempos.
Por cierto que la naturaleza inquietante de Lee se debe tal vez a una doble razón. Por un lado al hecho de que, en comparación con ella, todo inglés o americano, embarcado en el Gran Tour italiano, salvo acaso con la excepción de John Ruskin, quedaría reducido a la mera categoría de turista. Y por otro, debido a que Vernon Lee se permitió vivir abiertamente su homosexualidad en una sociedad tan poco abierta como la victoriana. Es este doble desafío, intelectual y moral, el que da miedo. El relato, concebido como una suerte de diario más o menos alucinado de un tal Spiridion Trepka -y la estructura del diario, del dietario o la correspondencia se han revelado tan útiles en la literatura fantástica desde Poe a Stoker o Lovecraft, se inicia con una confesión, en la que la incertidumbre sobre la valía personal y la excitación nerviosa, tienden a verosimilizar lo inconcebible: «Durante años y años anhelé llegar a Italia para encontrarme con el pasado… Pero ¿era esto Italia, era esto el pasado? Hubiera llorado, sí, llorado de desilusión la primera vez que salí a caminar por Roma con una invitación para cenar en la Embajada alemana en el bolsillo y tres o cuatro vándalos de Berlín o de Munich pisándome los talones y explicándome dónde podía beber la mejor cerveza o comer el mejor choucroute, o qué decían Grimm o Mommsen en su último artículo. ¿Es esto un desatino? ¿Es una mentira? ¿Yo mismo, no soy un producto de la civilización nórdica moderna? ¿No le debo mi viaje a Italia al muy moderno vandalismo científico que me ha permitido obtener una beca por haber escrito un libro igual a todos esos libros atroces de erudición sobre crítica del arte?» (p. 29). En esta declaración es también Vernon Lee quien habla de su experiencia decepcionante como crítica, y que si hoy nos parece demasiado ahormada por un cierto psicologismo y, a la vez, por una suerte de romanticismo algo trasnochado, es verdad que en el ejercicio de la crítica ella misma había albergado sus máximas esperanzas. Y es aquí donde se arbitra la paradójica apuesta vital y profesional de Vernon Lee, porque como escribe en sus diarios romanos: «sentí muy claramente que el pasado es solo una creación del presente.» Se ha dicho que el amor mismo es una creación, un espejismo. Pero también sabemos que el amor es el desfiladero del conocimiento, su paso de fronteras desde la ignorancia. No otra cosa hay en Amour Dure, aunque el aprendizaje sea de naturaleza horrible, como corresponde al proporcionado por una femme fatale pretérita, que nada tiene que envidiar a Beatrice Cenci, encarnación del mal más monstruoso (como víctima y victimaria), y que sedujo no sólo a la propia Vernon Lee, sino a una larga lista que incluye a Percy Bysshe Shelley, Stendhal, Stefan Zweig o Antonin Artaud.
El lema de esta Medea de Carpi, cuyos despojos apagados encienden la pasión de Spiridion como un soplo peligroso, es que el amor resulta tan constante como cruel. Sabemos que la vida sentimental de Vernon Lee no siempre fue favorable (¿y la de quién lo es?), así que no parece difícil intuir cuánto hay de personal ajuste de cuentas con una belleza hechicera que no nos salva. Cuidado con dónde sopla el deseo porque, como dice en La muñeca, acaso el menos ambicioso de los tres relatos incluidos, a pesar de que tome prestado, por ejemplo, algo tan unheimlich como la Olimpia de E.T.A. Hoffmann, esto es la mujer construida, la dama producto, para sus propias pesadillas necrófilas, se trata de consumir el espectro de la melancolía hasta que sólo quede, como un precipitado entre la ceniza, el anillo de boda (p. 25). Se trata de anularlo todo hasta el anillo, hasta lo anular, de tal manera que lo que reste sea un nudo vacío o una promesa que sólo se cumple en su nada. El pasado no existe, es el fetiche de nuestra escapada en el tiempo, y así, incluso cuando es más débil o previsible, Lee nos ofrece una espléndida alegoría sobre el olvido y su potencia redentora. Hemos escuchado, no lo hemos visto, un rumor en el aire. Y ahora ese gorjeo de alondras ha cesado. Jorge Luis Borges creyó intuir la existencia de Dios a partir del número, tan real como ignoto, de los pájaros de una bandada que atraviesa el cielo. No sabemos nosotros si Lee pretende constatar la inexistencia de Dios a partir de esta batahola de aves que no vemos. Pero afirmar lo invisible siempre nos parece la derrota del diablo. En cualquier caso, puede que nunca como en Vernon Lee haya sido tan exquisito el vértigo metafísico del horror.
Título: La voz maligna |
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Referencias
↑1 | LEE, Vernon: La voz maligna. Atalanta, Girona, 2006, p. 120. |
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↑2 | HJORTSBERG, William: El ángel caído. Valdemar, Madrid, 2009. |
↑3 | FREIRE, Espido: Diabulus in musica. Booklet, Barcelona, 2002. |
↑4 | NEUBAUER, John: La emancipación de la música. El alejamiento de la mímesis en la estética del siglo XVIII. Visor, Madrid, 1992. |
↑5 | LEE, Vernon: The Psychology of an Art Writer. David Zwiner Books, New York, 2018. |
↑6 | LEE, Vernon: La viajera sentimental. Abada, Madrid, 2021, pp. 28 y 29. |
↑7 | LEE, Vernon: El espíritu de Roma. Fragmentos de un diario. La línea del horizonte, Madrid, 2019, p. 111. |