Hace muchos años, cuando yo estudiaba Latín con Agustín García Calvo, y ensayábamos una traducción del «De rerum natura» del poeta y filósofo romano Tito Lucrecio Caro, nos decía que pequeñas diferencias en la combinación de los átomos podrían bastar para imaginar un número infinito de mundos posibles, aunque él tal vez hablase en términos de orbes o hasta de repúblicas, puesto que nadie parecía más alejado de este orden mundano que el mismo Don Agustín. Y esta anécdota me viene a cuenta de la lectura de 4321, la última novela del americano Paul Auster, tan difícil de describir y tan paradójica. Porque es torrencial, hablamos de novecientas cincuenta y siete páginas en letra apretada, y en cierto modo tampoco ocurre nada. Una especie de Bildungsroman, de novela de formación, en la que no se forma nada, o se ensayan muchas formas que no tardan en mostrar una especie de tranquila irrelevancia, como si las estuviésemos dibujando con una goma de borrar.
Lo enigmático del título se desvela, más o menos, hacia el final de este relato inmenso, en el que por así decir Auster exhibe todas sus capacidades de cuentista y hasta de trilero callejero: «Idénticos pero diferentes, en este caso cuatro chicos con los mismos padres, el mismo cuerpo y el mismo material genético, pero viviendo en casas diferentes de ciudades distintas, cada uno con sus propias circunstancias particulares. Impulsados a un lado y a otro, por la fuerza de esas circunstancias, los muchachos empezarían a divergir a medida que el libro avanzaba, pasando a rastras, caminando o galopando de la infancia a la adolescencia y al comienzo de la edad adulta mientras el carácter los iba diferenciando cada vez más, cada uno por su camino particular y sin dejar por ello mismo de ser el mismo individuo, tres versiones imaginarias de su propia persona.»[1]AUSTER, Paul: 4321. Seix Barral, Barcelona, 2017, p. 954. Algo así es lo que propone, aunque lo importante es que todos amemos a Ferguson, a todos esos Ferguson que van mutando como las combinaciones de un caleidoscopio: un pequeño giro y la flor o la estrella al final del cilindro cambian, la combinación final es otra. Tal vez también García Calvo pensaba en el cilindro policromado de un caleidoscopio infantil cuando nos instaba a imaginar los mundos y universos distintos que cabían en el atomismo antiguo de Lucrecio. Veremos a algunos desaparecer y volver a entrar en escena, pero aunque a veces lo hagan de modo repentino, como si operase un Deus ex machina de orden moral, no somos capaces de determinar ningún designio. Las cosas ocurren y basta: «Dios no estaba en ninguna parte (…), pero la vida estaba en todas partes, y la muerte estaba en todas partes, y los vivos y los muertos estaban unidos.» Y no es tanto el último cuento de Dublineses de Joyce, lo que resuena aquí, aunque siempre resuene una canción irlandesa de antaño al bajar la escalera de la historia, de la vida, de las emociones mal enterradas. No, esto es el nuevo mundo. Aquí todo parece promesa, sin tiempo para el recuerdo. En realidad lo que resuena es la tramoya de los mundos posibles, cada uno mejor que el otro (como para Pangloss) o tal vez sólo el menos malo (Leibniz), puesto que la sátira abismal del Cándido sí que es una lectura frecuentada en esta novela. Paul Auster nos ha dejado un himno a la posibilidad, algo que tal vez solo llegamos a hacer cuando hemos vivido ya varias vidas en una. Y sin embargo elige para ello a un niño, adolescente, joven. A un sujeto en proceso, porque es bien sabido que el tiempo tiende a hacernos de una pieza, como una máscara, mientras que Ferguson es solo un campo de eventualidades. No es Reznikoff, no es Rockefeller. Es Ikh hob fargessen!, se me ha olvidado… Ferguson.[2]AUSTER, Paul: ob.cit, p. 9.
Me parece que Auster, desde la inicial La invención de la soledad; y las primeras novelas siguientes, había ido derivando poco a poco, pero de manera indeclinable, hacia un narrador puro, sin plantear mayores problemas filosóficos. En cambio, aquí el conjunto de esta gran obra está montado sobre la noción de mundos posibles, de la que el modelo más común es el de la lógica propuesta por Kripke.[3]PALAU, Gladys: Introducción filosófica a las lógicas no clásicas. Gedisa, Barcelona, 2002, pp. 88-89. La verdad es que esta postura es menos interesante de lo que parece así enunciada. Porque el verdadero problema es el de cómo pasar de una línea de mundo (la de Ferguson 1 a Ferguson 2, por ejemplo), qué jugadas están permitidas y cuáles no. Alguien puede morir en la línea de mundo 2 y sin embargo estar vivo en la línea de mundo 3. Vivir o morir son estados entre otros, lo que cuenta es la coherencia con el resto de las variables. Que el sistema sea reconfigurado pero no disuelto. El filósofo noruego Jakko Hintikka, al que le debo la idea de titular esta reseña con el nombre comercial de una compañía aérea harto conocida, indica hasta qué punto esta conectividad ontológica se produce de acuerdo a reglas que son discretas y no tienen misterio alguno: «Las líneas de mundos de los individuos no están determinadas por leyes inmutables de la lógica o por la divinidad o por algún otro poder igualmente trascendente, sino que discurren como si vinieran trazadas por sí mismas -naturalmente, no por cuenta de cada individuo, sino por una decisión tácita colectiva incorporada a la gramática y a la semántica de nuestro lenguaje.»[4]HINTIKKA, Jaakko: Las intenciones de la intencionalidad, en V.V.A.A: Ensayos sobre explicación y comprensión. Alianza, Madrid, 1980, p. 30.
Digamos que Auster le concede una función integradora a la continuidad de Ferguson en estos sucesivos giros del caleidoscopio. De ahí la necesidad de imaginarlo al mismo tiempo como un sujeto en proceso, tentativo, no clausurado, lo que se muestra de manera evidente en sus sucesivas reencarnaciones desde el punto de vista de la elección de objeto sexual. Hay que reconocer que la variedad de Ferguson en este aspecto se queda corta con respecto a las posibilidades teóricas y prácticas del escenario queer, pero no hay razón para criticar a Auster por no haber hablado de aquello que no conoce, limitándose a dibujar, eso sí, con una naturalidad bastante verosímil, las incertidumbres al respecto de un muchacho judío de clase media. Preguntarse qué es uno y, a partir de allí, quién es, no afirmaríamos que es una pregunta filosófica fácil o que no carece de consecuencias de toda índole, y desde luego la novela nos la presenta con toda evidencia, aunque también lo haga con una contención capaz de inhibir, siquiera parcialmente, la ansiedad que en otras condiciones podría plantearnos. En un interesante libro de conversaciones con Siegumfeldt, también recientemente publicado, se regresa al problema de la compacidad más o menos rígida de los personajes. Desde luego Auster rechaza el uso del término «identidad», incluso de manera algo sumaria a mi juicio, puesto que sólo la atribuye a una convención social: «identidad es lo que pone en mi pasaporte».[5]AUSTER, Paul: Una vida en palabras. Conversaciones con I.B. Siegumfeldt. Seix Barral, Barcelona, 2018, p. 31. Desde este punto de vista no hay otra continuidad que la de la conciencia de sí, por lo que tampoco parece aceptable de entrada el nominalismo de un Derek Parfit y su lema, «el yo no es lo que importa», capaz de vincular el nihilismo de las religiones orientales con algunas de las más elaboradas paradojas de la filosofía analítica. Esta vía intermedia la enuncia con bastante precisión el propio Auster: «La única metáfora que he empleado para hablar de la gama de personalidades dentro de una misma persona es la idea de espectro. Creo que todo ser humano es un espectro. Una buena parte de nuestra vida la vivimos en el centro, pero hay momentos en que fluctuamos hacia los extremos, y recorremos ese espectro de matices de un color a otro en momentos diferentes, en función del estado de ánimo, de la edad y las circunstancias.»[6]AUSTER, Paul: Una vida en palabras, pp. 30-31
Es obvio que una novela no puede sostenerse solo con una idea filosófica, por audaz que esta resulte, 4321 es mucho más que eso, y ese suplemento atañe a la narración misma y al lugar que encuentra para ella dentro de un contexto previo. Me refiero a la larga y a la variadísima paleta con la que contribuye la tradición narrativa judía americana a la literatura de Estados Unidos. Yo reconozco un poco por todas partes los cuantiosos préstamos y su próspero desarrollo. Hay mucho, siempre lo ha habido en Auster, de la picaresca refinada -aunque parezca un oxímoron que el pícaro pueda ser refinado- de Las aventuras de Auggie March de Saul Bellow. Hasta el punto incluso de que da nombre a un estanquero neoyorkino, que es una de sus creaciones más prodigiosas. Por esta razón, y siempre que he de escribir sobre Auster, es inevitable que me acuerde de Isabel Ruiz de Temiño Bravo con la que firmé páginas sobre el film Smoke, hace los suficientes años para que me dé cuenta de que éramos muy distintos y, al mismo tiempo, asombrosamente bastante parecidos. Pero hay también mucho de la epopeya de los primeros emigrados judíos americanos, de la que da cuenta Henry Roth, y de la progresiva consolidación de una clase media, que es la especialidad de Philip Roth, o de su extinción (Pastoral Americana). Esto no está reñido con la vocación especulativa, característica de Bernard Malamud, ni con el buen oído para el habla de la calle del algo olvidado Edward Lewis Wallant, que le permite desarrollar ficciones corales espléndidas a partir de prestamistas o caseros, y a las que tanto debe el no menos callejero Auster, dado que es este doble registro -el de lo sofisticado y el del chico de la calle- el que hace tan atractivas las novelas austerianas. Podríamos multiplicar los aspectos que enriquecen esta gran novela: la pasión por el béisbol, deporte del que el novelista es un verdadero experto, la reconstrucción de algunas de sus experiencias parisinas, dado que la estancia en Francia fue de importancia sustancial en el propio espectro vital del escritor, cuando todavía dudaba entre ser un poeta (nada desdeñable , y cuyos versos esencialistas han sido el punto de partida de obras musicales como Hide and Seek, de Michael Mantler, y con la participación siempre conmovedora de Robert Wyatt, cantante y ex batería de Soft Machine y Matching Mole), o ser un mero crítico literario (excelente), aparte de traductor de Mallarmé. Lo de devenir novelista, de éxito universal y largo reconocimiento, fue en cierto modo una reinvención suya. Y hoy de alguna manera nos obliga a nosotros a reinventarnos como lectores, proporcionándonos una propuesta en cierto modo muy aventurada y en otro tan grata o familiar para cualquiera de sus habituales seguidores.
Título: 4321 |
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Referencias
↑1 | AUSTER, Paul: 4321. Seix Barral, Barcelona, 2017, p. 954. |
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↑2 | AUSTER, Paul: ob.cit, p. 9. |
↑3 | PALAU, Gladys: Introducción filosófica a las lógicas no clásicas. Gedisa, Barcelona, 2002, pp. 88-89. |
↑4 | HINTIKKA, Jaakko: Las intenciones de la intencionalidad, en V.V.A.A: Ensayos sobre explicación y comprensión. Alianza, Madrid, 1980, p. 30. |
↑5 | AUSTER, Paul: Una vida en palabras. Conversaciones con I.B. Siegumfeldt. Seix Barral, Barcelona, 2018, p. 31. |
↑6 | AUSTER, Paul: Una vida en palabras, pp. 30-31 |