Trabajos del lenguaje: me digo que suena interesante y que, a pesar de la «spamización» creciente de la (supuesta) inserción laboral, quizás en ese término tan llamativo se encuentre la clave para encontrar trabajo. Cobrar por escribir, por leer, por hablar, por analizar oraciones, por corregir textos, por traducciones breves, son cosas que en algunas pocas ocasiones he hecho. Además, tomando en cuenta la cantidad de tiempo que paso escribiendo, me pregunto qué pasaría si, de pronto, pudiera monetizar la actividad que considero mi oficio, aunque casi nunca me haya dado trabajo.
Seguramente somos muchas, en todo el mundo, las que pensamos esto, porque la precariedad en el campo de las humanidades es bastante frecuente. Y, justamente, es este escenario de precariedad generalizada el que les viene muy bien a todas esas compañías transnacionales que necesitan el lenguaje del que se alimenta la inteligencia artificial. Ese lenguaje, separado del cuerpo de los trabajadores sin derechos, es su negocio. Porque los trabajadores del lenguaje entregan palabras a cambio de unos cuantos dólares la hora. El trabajo desde casa era esto. La flexibilidad laboral era esto: firmar contratos que hablan mucho de recolección de datos y de privacidad pero nada de derechos laborales.
La inteligencia artificial avanza pero necesita del lenguaje humano para seguir perfeccionándose. Necesita también voces con una diversidad de acentos, edades, géneros y dialectos, para mejorar las tecnologías de reconocimiento de voz. Si en tu hogar, en algún rincón del mundo que tenga una buena conexión a internet y en el que se hable con un acento específico, viven distintas personas con edades (y voces) variadas, puedes incrementar tus ganancias por unos cuantos dólares. A más diversidad de voces que puedas ofrecerle a la empresa desde tu cuenta de usuario, mayor posibilidad de ganancias.
¿Quién alimenta de lenguaje a la inteligencia artificial? Trabajadores precarios sin jefes concretos, sin cotizaciones de ningún tipo, sin derechos, sin contacto con ningún humano de la empresa que gestiona la extracción de lenguaje. Trabajadores que tienen, eso sí, una buena conexión a internet, unos dispositivos determinados (apple, por ejemplo) que les permitan trabajar y un nivel de inglés lo suficientemente bueno para entender las instrucciones y los contratos que se firman. Contratos en los que seguramente se establece que, por supuesto, los gastos de internet y de electricidad corren a cargo del trabajador y que la empresa no tiene responsabilidad alguna. Es la liberalización absoluta del trabajo en un contexto en el que la brecha digital, e incluso la brecha idiomática, excluye de facto a ciertos sectores de la población, porque en el mundo que viene, ese mundo de esclavitud y de extractivismo digital, no tendrán lugar.
Evaluación de buscadores, recolección de discursos, cosecha/minería de datos, es como si en términos como estos se estuviera configurando una transformación laboral tan acelerada que apenas alcanzamos a hacernos una idea cabal de lo que realmente significan. Las arquitecturas web, que parecen tan inmateriales, se sostienen en vocabularios controlados cuya elaboración, de momento, no puede realizar únicamente una máquina. El lenguaje –y la comprensión del mismo– surge de los cuerpos y las mentes de esos trabajadores que «ayudan» a perfeccionar el funcionamiento de máquinas, que son la fantasía de muchos empleadores: un mecanismo de realización rutinaria, rápida y constante de funciones, sin que eso implique para la empresa «gastar» en seguridad social, vacaciones o bonificaciones a empleados humanos.
Les damos a las máquinas nuestro lenguaje, luego ellas seleccionan ciertas palabras, y las convierten en «palabras clave»: esas que, de la mano de los algoritmos, más adelante determinan la visibilidad, el posicionamiento y la circulación; esas que luego te ves forzada a usar si quieres encontrar trabajo. Un verdadero círculo vicioso porque, alimentando con nuestro lenguaje a la inteligencia artificial, mejoramos esos motores de búsqueda que luego pueden servir como herramientas que desplacen nuestros currículums y nuestros discursos, en caso de no plegarnos a la reducción del lenguaje que, paradójicamente, promueven. Es como si los algoritmos fueran la nueva academia de la lengua, porque ellos, que parecen tan abstractos, van moldeando nuestro discurso digital y nos dicen qué y cómo escribir.
El mundo digital tiene esa tendencia a naturalizar rápidamente determinados mecanismos complejos. Como si detrás de las aplicaciones o las plataformas más novedosas no hubiera trabajadores, o como si los únicos trabajos existentes fueran aquellos visibles y cool: desarrollador de aplicaciones, CEO, community manager, creador de contenido, emprendedor digital, etc. Aunque incluso alguno de estos «oficios», que son el mejor marketing de su propio sector, también estén atravesados por la precariedad. Porque el mundo digital, en el que tantas promesas de futuros supuestamente exitosos se basan, se construye sobre trabajo precario, deslocalizado y absolutamente liberalizado. Gente que cobra a lo mejor 1 o 2 dólares la hora, gente que vende sus datos, sus voces, su lenguaje, su comprensión lectora, por salarios ínfimos, sin seguridad de ningún tipo, sin ninguna instancia con la que comunicarse si algo sale mal, sin ninguna certeza de que el tiempo y el gasto (en luz y en internet) en los que invierte serán amortizados por un salario medianamente digno. Todo ese trabajo invisible es el que hace que las aplicaciones y los buscadores, que día a día usamos, funcionen.
¿Quién alimenta a los tesauros? ¿Quién interpreta los metadatos? ¿Quién juzga las emociones de un texto y elabora listas ordenadas para que luego un robot pueda clasificarlas adecuadamente?
Se me viene a la cabeza una imagen de ejércitos de seres humanos precarios, de múltiples rincones del mundo, alimentando al mundo digital -con su tiempo, con su gasto en una electricidad que cuesta cada vez más cara, con su lenguaje, con su voz- sin derechos laborales de ningún tipo, sin otra legislación que no tenga que ver con las posibles filtraciones de sus datos, sin ninguna formación, por otra parte, para entender del todo quién tiene el monopolio de esos datos y quién se está lucrando con ellos. En este contexto, es casi imposible imaginar algo así como un sindicato transnacional de trabajadores digitales, cuando ni siquiera hay legislación clara al respecto, porque el mundo digital avanza a una velocidad infinitamente mayor que los procesos institucionales que serían necesarios para crear algún tipo de mecanismo de protección de los derechos laborales en entornos digitales.
Quizás deberíamos empezar a pensar en una herramienta de este tipo, antes de que los algoritmos penalicen el uso de la palabra sindicato en cualquier página web y en todo discurso.