Bastaría la huida de una familia de disidentes soviéticos de una tienda en Copenhague, la persecución que sufre un espía por las calles de Harlem y el asesinato de Juanita de Córdoba (bellísima Karin Dor en un rol, empero, poco explotado, lánguido y melancólico), para hacer de Topaz (1969) una absoluta obra maestra. Hitchcock adaptaba con la que es su antepenúltima película, una novela de Leon Uris (recuerde el avezado lector su Éxodo, que sería también objeto de una adaptación al Séptimo Arte, gracias a Otto Preminger). Así, lo que era un correcto best seller, se convertía, gracias al realizador británico, en un filme que lleva impreso el marchamo de calidad del sello Hitchcock, por más que cuente con una apabullante mala fama. Inmerecida, además, vistos los resultados de la película. Pero es que el mismo punto de partida nos resulta complejo para 1969, en el que un sector de la crítica no aceptaba que Alfred Hitchcock realizase una película donde el, entonces alabado régimen castrista, fuese no ya criticado sino ridiculizado por mor de ese divertido y no necesariamente competente actor que era John Vernon y que luce aquí, para la ocasión, poblada barba y traje verde oliva.
Si obviamos el desprecio por Topaz del que cierta crítica del momento, adocenada e ideológicamente prejuiciosa, hacía gala, hay que sumarle los otros vilipendios, nada ideológicos por otro lado, del extremo opuesto. A saber: la falta de un actor protagonista de renombre -Hitchcock venía de hacer su espléndida Cortina Rasgada (Torn Curtain, 1966), nada menos que con Paul Newman y Julie Andrews)- y, en su defecto, nos endosaba a unos Frederick Stafford (premiado esquiador de carrera y oficio) y John Forsythe (con algo más de empaque, de acuerdo, pero a la sazón, ya una olvidada figura del Séptimo Arte). Todo lo antedicho, sin olvidar el complejísimo guión sobre espionaje y política exterior, contribuyó a darle al film la inmerecida mala fama de la que goza.
Ahora bien, ¿qué es exactamente Topaz? Si nos alejamos de las aprensiones ideológicas -cuestión esencial a la hora de hacer una crítica sensata- tenemos, sin paliativos, una de las grandes obras del maestro británico. Novela y película nos cuentan la historia de un alto oficial ruso, Boris Kusenov (Per-Axel Aroxenius), que decide desertar y exiliarse junto a su familia. Los Servicios de Inteligencia norteamericanos le piden, a cambio de su ayuda, que les cuente todo lo que sabe acerca de unos supuestos misiles de la Unión Soviética en Cuba y el significado del término Topaz, organización de espías pro-soviéticos en la que parecen estar metidos dos importantes políticos franceses (breve aparición de Michel Piccoli y Philippe Noiret que, aunque diríase están en otra película, nos conceden el privilegio de asistir dos jugosas interpretaciones). Entonces Kusenov pasa a ser irrelevante, y la trama se centra en André Devereaux, un apuesto agente francés (el antedicho Stafford, que siempre parece estar en otra película), del que el espionaje aprovechará sus relaciones muy cercanas con Cuba. En realidad, Devereaux está enamorado de la mujer de un militar castrista (Vernon). Por el camino, toda una trama de traiciones, infidelidades y mentiras nos será desvelada.
Es cierto que, sobre el papel, cualquiera pensaría que Topaz no dista de ser uno mas de tantos folletines inverosímiles ambientados en la Guerra Fría. La novela de Uris quizás lo sea, pero es aquí donde la maquinaria hitchcockiana se pone en marcha. Más allá de que la estética que sustenta el film -amparada en unas magníficas fotografía y banda sonora de Jack Hildyard y Maurice Jarre, respectivamente- sea inmejorable, no es menos patente que el director inglés convierte el proyecto en un thriller excepcional que llega, por momentos, a dejarnos sin aliento. Sirva como ejemplo la secuencia en que uno de los espías al servicio de la CIA, Dubois (Roscoe Lee Browne), roba unos documentos al revolucionario Parra (Vernon) en su visita a Estados Unidos y es perseguido por las calles harlemitas. La resolución de este momento de la película, en particular, resulta magistral, al más puro estilo de Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959).
Más adelante, cuando la madeja se va desenrollando, Parra descubre que su mujer no sólo es amante de Devereaux, sino que también ha estado pasando información fundamental para el Régimen. Parra, sabedor de que Juanita será torturada, decide acabar con su vida y evitarle el martirio. Hitchcock lo resuelve con los planos del arma y del esplendoroso cuerpo de la Dor que se desploma mientras los pliegues del vestido lavanda oscuro ondean, abriéndose como una flor sobre el suelo y mostrando su ya amorfa vida dispuesta sobre la geometría del lugar. De repente, volvemos a caer en la cuenta de que es el genio británico quien dirige. El asesinato considerado como una de las bellas artes, diría De Quincey. Sin embargo, estos instantes nada tienen que envidiar a la muerte de Louis Bernard en El hombre que sabía demasiado (The man who knew too much, 1956) o a la de Marion Crane en Psicosis (Psycho, 1960). La muerte es un paisaje sereno, porque ya no está en lado alguno. Acaso queda en un paisaje donde la nada se abre, tornándose horizonte y cumbre.
En el caso de Topaz nos parece que, más allá de su innegable anticomunismo, -nada extraño en estos tiempos, por otra parte, en que ya conocemos sus miserias y sus promesas de felicidad a cambio de la deshumanización- la cuestión ideológica pasa a ser irrelevante para Hitchcock, especialmente cuando se trata de mostrar al ser humano con sus virtudes y sus innúmeros defectos. ¿Es un villano Sebastian (Claude Rains) en Encadenados (Notorious, 1946) por ser nazi o sencillamente por su actitud criminal? ¿Acaso Paul Newman asesina a Gromek (Wolfgang Kieling) en Cortina Rasgada (Torn Curtain, 1966) por ser comunista o por salvar su vida y la de su esposa? Los personajes de Hitchcock son, en general, víctimas de la guerra con los suyos y con ellos mismos. Si no de la física, desde luego sí de la guerra moral, la de los principios, que es la que suele prolongar hostilidades en tiempo de paz. Por eso quizás la violencia en Topaz alcanza cotas tremendas, véase si no la elipsis después de la sesión de tortura sufrida por los miembros del servicio doméstico de Parra, Carlotta y Pablo Mendoza (Anna Navarro y Lewis Charles). Sesión que jamás vemos y tras la que, sin embargo, nos estremece la forma en la que aparecen los cuerpos apaleados, ante la atenta mirada de los criminales revolucionarios. Ella, que apenas puede ya articular palabra, sujeta a su marido, muerto tras el tormento, formando juntos una suerte de moderna Pietá.
Con Topaz, además, se dan otros factores. Por ejemplo, el ya conocido hándicap de que fuesen rodados tres finales y no uno y que además sea la versión comercializada -y cortada- la que quizás tiene el menos convincente de todos ellos. Veinte minutos extra se le añaden al montaje completo que finaliza, además, con un cínico Michel Piccoli coincidiendo en el aeropuerto con Devereaux y su mujer (Dany Robin) mientras abandona Francia para refugiarse en la Unión Soviética, en lugar de con el suicidio de éste, que sería el final oficial. Los franceses consideraron inaceptable que terminase así -aunque encajase con el tono eminentemente desmitificador de la película- y por eso se rodó e incluyó el relativo al suicidio. Para los más aventureros existe un tercer final que, de puro ridículo, resulta hasta interesante: para dirimir sus diferencias, Piccoli y Stafford se baten en duelo, en un estadio, siendo el primero asesinado por un francotirador que, según apunta Devereaux, pertenecería a la misma Topaz. Probablemente, ningún espectador estaría dispuesto a pagar por semejante delirio. Vaya por delante, aún así, que cualquiera de las dos versiones (la oficial de 127 minutos y la completa, de 143) sirven para constatar no ya que Hitchcock estuviese en plena forma sino que, además, Topaz llega a superar otros films del maestro.
Es curioso que el papel de Stafford le fuese primero ofrecido a Sean Connery -el eterno Bond- cuando, si hay algo patente en esta obra inmensa, es que el mundo del espionaje, tal y como lo concibe Hitchcock, está a años luz de ser un mundo glamuroso que basa sus operaciones en botellas de Dom Pérignon o esculturales femmes fatales. Todo lo más, un pérfido imperio de sombras y mentiras que deja el mundo en un permanente estado de excepción, a merced de la tiranía y la burocracia, y con todas sus conquistadas libertades en peligro.
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