Lo sabemos, una cosa es sabernos la teoría y otra bien distinta es que nos atraviese el cuerpo. La economía feminista nos ha dado importantes y valiosas herramientas teóricas pero, a veces, me sorprendo a mí misma con el enemigo dentro: todavía parece que tengo que demostrar que soy autosuficiente, que no necesito a nadie. Pedir ayuda es de débiles, cosa “de chicas”. Y yo, yo… ¿qué soy yo? No sé, pero nunca quise ser “una chica”. Normal, la “chica” nunca salvaba el mundo, más bien, estorbaba al héroe de turno. Que sí, que ahora sé que eso es una tontería, que todes somos interdependientes y esos héroes, casi siempre, unos dependientes sociales que no saben ni cuidarse a sí mismos. Pero me he pasado años imitándolos, yendo de dura, fuerte, siendo yo la que ayudaba a otres. Y de repente, otra bofetada de la maternidad: me paso los días teniendo que pedir ayuda. Y reconozco que me jode, que me resisto. Luego, lo pienso, reflexiono, escribo, y me doy cuenta de que es otro valioso aprendizaje, que lo que tengo que rechazar es la autosuficiencia, no la vulnerabilidad. Ser vulnerable significa que necesitamos cuidados. Y poner la vida en el centro es eso, cuidar y cuidarse, pedir ayuda y darla, cooperar, sabiendo que somos frágiles.
Escribí esto en el verano de 2019, pero, como tantas otras veces, quedó por ahí olvidado. Hoy me lo encuentro por casualidad y repaso mentalmente las veces que he tenido que pedir ayuda estos últimos meses y, sobre todo, las veces que la necesité y no pude pedirla. Los cuidados no entienden de pandemias.
A mi criatura no le queda mucho para cumplir cuatro años. Los libros suelen hablar de la primera época, del postparto, hasta los dos años, fecha en la que se deja de ser oficialmente bebé, como mucho. ¿Y luego? Pasa la sorpresa y queda la nostalgia. Y parece que ya tienes que saber apañártelas o que las criaturas ya no te necesitan tanto. Y, sin embargo, la vida cotidiana sigue sin darme para tener un poquito de tiempo libre y volver a ser quien era al menos durante un rato. O para pensar siquiera quién quiero ser… ¿Me organizo mal yo o esto realmente no funciona?
Me despierto en la cama de mi hijo. Recorro sigilosamente el pasillo hasta mi cuarto y miro la hora en el móvil. Son casi las siete. No merece la pena que me meta en mi cama para quince minutos. Además, toca lavarme el pelo. Mejor aprovecho y me doy una ducha larga y tranquila. Al cabo de unos minutos mi pareja intenta –sin éxito– no asustarme al sumarse a la ducha. Tras el susto, llega la mala noticia: el peque está despierto.
–¿Y dónde está?
–En su cama.
–¿Por qué no estás con él?
–Porque me ha dado patadas porque no soy Mamá.
Respiro hondo mientras me envuelvo con el albornoz y me siento en la taza del váter –el espacio que siento más mío de toda la casa. La puerta se abre y el tercero se suma a la fiesta improvisada en el baño. Quiere teta.
–¿Por qué no has dormido conmigo?
–Sí he dormido contigo, me acabo de levantar. Venga, vamos a hacer el desayuno.
Desayunar. Ayudarle a vestirse. Asegurarse de que se lava dientes, cara y manos. Peinar como se pueda. Mochila. Hoy toca lácteos, así que su padre le prepara yogur con trocitos de pan de higo de La Vera. Y cuando todo parece estar listo…
–Mamá, me hago caca.
–Vale, pero date prisa, que no llegamos.
Salimos con el tiempo justo, como casi todos los días. Ritual cariñoso de despedida y a la carretera. Durante unas horas, apenas me acordaré de que soy madre. O sí.
Paso por la oficina antes de ir a un par de colegios donde pasaré casi toda la mañana hablando con profes. No me da tiempo ni a saludar a todas mis compañeras. Se me ha ido media hora en una conversación telefónica con una educadora de servicios sociales. Más carretera. Soy nueva en este trabajo y necesito la ayuda del GPS para no perderme. Hace sol y disfruto del paisaje, de los patios con prao –es decir, hierba que se puede pisar–, de las sonrisas de las y los peques con quienes me cruzo. Tengo que aprovechar y cargarme las pilas, porque a mí me toca fundamentalmente ver las sombras, la desprotección infantil. Sé que el sistema no funciona. Y que yo soy parte de ese sistema. Soy consciente de las limitaciones. Tengo un montón de coles a mi cargo y una precariedad estructural a mi alrededor, adornada con machismo, racismo y, por supuesto, adultocentrismo. Pero no quiero rendirme antes de empezar. Siempre se puede hacer algo, me digo.
Mi labor tiene mucho que ver con trabajar con las familias del alumnado que presenta dificultades tales como no ir a clase o llegar tarde, no llevar el material, dormirse o tener hambre, llevar la ropa sucia, no hacer los deberes, mostrarse triste o “portarse mal”. Es decir, tiene mucho que ver con juzgar a las madres, porque los padres en esto suelen estar ausentes. Así que, más que acordarme de mi hijo, recordaré que soy madre, y que a mí también me cuesta levantarme por las mañanas y llegar a tiempo, que mi hijo lleve ropa limpia y adecuada, un pincho saludable y, a ser posible, besos y mimos y no gritos y prisas. El otro día, cuando le dije que unos pantalones no estaban ya para llevar al cole porque tenían agujeros, pero que sí servían para jugar en el parque, me preguntó el porqué y no supe contestarle. ¿Valgo realmente para este curro?
Paso por la oficina, hago un par de llamadas, trato de mantener los papeles al día y, viendo que me retraso, decido dejarlo por hoy. Ayer ya curré por primera vez en casa y acaba de comenzar octubre. Cómo acabaré el curso… Lo bueno es que tengo una máquina de desconectar:
–¡Mamá! Dijiste que íbamos a jugar mucho hoy…
–Sí, comemos y jugamos. Hoy no tengo nada más que hacer que jugar contigo–. Que le den a intentar limpiar un poco, poner una lavadora, tener comida hecha y esas cosas que un niño de 4 años nunca considera tan imprescindibles como tú.
Su cara de felicidad me desarma. Cuento, casita de muñecas, un rato con un bebé, lanzamientos con un calcetín convertido en pelota con marcador y todo –por fin sé para qué utilizar el ábaco–, historias que se construyen utilizando diversas tarjetas y ya es hora de merendar. Me caigo de sueño, pero no puedo sentarme y dejarme caer. Hay que cumplir lo que se promete. Y, no nos engañemos, no me dejaría. Compartimos unas uvas y decidimos bajar a la calle. No sé cuántos minutos después lo conseguimos. Patinete cuesta abajo, llegamos al parque del barrio –es decir, plaza de cemento con mínimo mobiliario infantil, algunos bancos y unos cuantos árboles–. Tenemos suerte, llegan unas cuantas niñas con las que sueles jugar y me rescatan de tener que correr. Por fin un rato en el que puedo desconectar un poco mientras con un ojo vigilo que no te alejes demasiado.
Ojalá hubiera bajado un libro, pienso. Pero, por otro lado, cuando lo he tenido me ha dado palo no socializar con las otras madres y algún que otro padre que suelo encontrarme. Y eso que, a no ser que coincida con una amiga –es una mierda, pero no es tan sencillo encontrar en los parques otras madres o padres con quienes conectar hasta el punto de iniciar verdaderas relaciones de amistad–, muchas veces acabo sintiendo que, o me callo mi opinión, o la digo como si estuviera currando, con todo el cuidado del mundo para no juzgar. Todo el mundo tiene una historia. Hace falta más escucha y menos consejos, me recuerdo.
Hora de irse para intentar cumplir el planning. Dormir las horas necesarias es algo importantísimo, lo sé. Negociación dura para lograr salir del parque. Es tan difícil salir de casa como regresar. Ay. Respira hondo, no pierdas la paciencia. Quitar zapatos, lavar manos. ¿Quieres baño o ducha? Hay que dar dos opciones cuando quieras que haga algo. Por favor, que elija baño para poder ir avanzando en la cena. Hacer la cena, todos los días. ¿Recuerdas cuando valía comer cualquier cosa que hubiera en la nevera o incluso sustituir la cena por un pincho y una cerveza?
Dientes, manos, cara. Preparar ropa para el día siguiente. Elegir cuento. Unos minutos para hablar de lo que nos ha gustado más del día. Todo bien si te duermes rápido. Pero, cuando no es así, qué difícil no acabar cagándola. Con lo importante que es dormirse sin riñas ni enfados, lo sé también. Mi estrategia últimamente es llevarme un libro y ponerme a leer, para no tener la sensación de estar perdiendo mi único tiempo libre del día, pues ya he identificado que eso es lo que me pone de mal humor (y no sólo pensar que dormir poco no es bueno para ti). Cuando consigo levantarme (hay días que directamente me duermo), toca intentar dejar todo recogido –o peligra salir de casa a tiempo al día siguiente–. A veces, consigo tener una conversación con mi pareja cuando llega de currar o ver una serie. Pero la mayoría de días sólo quiero irme a la cama cuanto antes porque sé que no voy a dormir del tirón. Oiré de nuevo ¡Mamá!, iré a su cama, le daré teta y me costará volverme a dormir.
No sé qué quería contar con todo esto, pero ya me caigo de sueño… Supongo que me apetecía hablar de lo agotador de la crianza. De lo difícil que es “hacerlo bien” y no acabar tirando de pantallas, extraescolares, comida basura, gritos, etc. De que quiero recordarlo para no juzgar a las madres que voy a tener delante y sí servir de ayuda. Porque, si yo me siento sola, agotada y perdida, cómo se sentirán otras mucho menos privilegiadas…
También quería hablar de las veces que esta cotidianidad cambia porque una amiga se ofrece para jugar por la tarde con el peque. Y tener un rato a solas para cocinar con calma mientras escuchas música o un podcast te hace tener otra energía para retomar el cuidado más desde el placer que desde el sacrificio. En ese sentido, hay otro aprendizaje claro: cuando tengas la oportunidad, delega y sal corriendo. Lo digo pero aún me cuesta hacerlo. Las redes de apoyo para poder crear formas menos intensivas de maternidad y a la vez comprometidas con la infancia, son imprescindibles. Justo estos días leía una interesante entrevista de June Fernández a la socióloga Sara Lafuente Funes en la que habla de explorar otras formas más colectivas de crianza. Es difícil, pero no imposible. Ojalá algún día forme parte de la agenda feminista.
Me ha gustado leerte, saber de mi exalumna y pensar en lo que dice, yendo yo, en la vida y en la profesión, cuarenta o más años por delante. Sería posible una conversación larga, muy larga, confrontando puntos de vista y experiencias, discutiendo palabras como «adultocentrismo». pero también sin seguridades por parte y parte. Nada doy por establecido en la experiencia de ser madre, padre o profesional de la enseñanza. Así que leer y escribir sobre el asunto es una manera de compartir incertidumbres. Que, por cierto, no irán a menos, con el paso del tiempo.