Sí, la frase encabeza el titular de un artículo de eldiario.es en colaboración con The Guardian del pasado 13 de julio. Para ser más exactos el mismo decía: «Se buscan conductores de excavadora para demoler Gaza: cómo se externaliza un genocidio».
Y no se trata de una exageración, ni de una frase extraída fuera de contexto para llamar la atención del lector. Israel, ante la falta de suficientes conductores de excavadoras entre los miembros de su ejército, lanza ofertas de trabajo para contratar nuevas excavadoras con las que demoler las pocas edificaciones que quedan en pie en la franja de Gaza.
Si esto no es entonces un genocidio, una auténtica operación de limpieza étnica, entonces ¿qué es?
Hay que recordarlo siempre, una y otra vez, hasta la saciedad si hace falta; criticar la ferocidad desatada por Benjamin Netayanhu contra Palestina NO significa darle pábulo a un grupo terrorista como Hamás que, después de ser financiado otrora por el propio estado israelí facilitándole el sometimiento mediante un régimen de terror del pueblo gazatí con la intención de poner en jaque a la Autoridad Nacional Palestina, acabó volviéndose en su contra con el terrible atentado del 7 de octubre de 2023.
Vaya ello por delante para quienes ingenuamente se dejan seducir por declaraciones y el ruido mediático ciertamente malicioso que tacha a todos los que critican la brutalidad de las acciones del ejército israelí contra miles de inocentes de simpatizantes de una despiadada y fanática organización terrorista como Hamás.
Lo realmente cierto es que lo que estamos presenciando es la sangrienta expulsión del pueblo palestino de sus hogares, a lo que habría que añadir la situación de Cisjordania, con el único objetivo de ocupar su territorio.
Un proceso que se iniciara hace casi 80 años con la Nakba y en el que durante todo este tiempo la comunidad internacional ha mirado a otro lado por dos razones: la vergüenza por el maltrato generalizado al pueblo judío tras el Holocausto y la protección a ultranza de la comunidad hebrea por parte de los EE.UU. a instancias de sus poderosos lobbies.
Ello ha hecho que Israel haya podido campar a sus anchas en materia militar –de hecho esta asumida su ambigüedad ante la reconocida existencia de su arsenal nuclear-, y saltarse una y otra vez las declaraciones condenatorias de la ONU por donde mejor le ha parecido.
Lo que, década tras década, se traducido en una sucesión de conflictos en detrimento siempre del pueblo palestino y del que ha resultado un odio acumulado por ambas partes casi imposible de extirpar.
Pero hasta ahora nunca se había manifestado tan a las claras un gobierno hebreo en su intención de encerrar a casi un tercio de la población gazatí en lo que sería un gigantesco campo de concentración construido al efecto y sin que se sepa con certeza cuáles son sus intenciones para los dos tercios restantes, una vez destruidas casi en su totalidad las edificaciones de la franja.
Todo ello con la aprobación y supervisión del nuevo emperador de occidente Trump I dispuesto a convertir el resto del territorio en un resort de lujo donde dar rienda suelta a sus hoteles, sus casinos y sus desvaríos.
Mientras, la tan manida comunidad internacional se pliega cobardemente ante las acometidas de este último –basta ver lo ocurrido en la última asamblea de la OTAN-, y el resto de sus exigencias, lo que todavía les anima más a actuar, tanto a él como al propio Netayanhu, con la más absoluta impunidad.
En definitiva, no se trata solo de contemplar, como si de una pantalla de televisión se tratara, la aniquilación de todo un pueblo, sino qué tal estado de degradación ha alcanzado la humanidad para permitirlo.