-Llevo toda la vida haciéndolo.
-¿Qué es usted, policía?
-Peor, soy juez.
Comentar un clásico, aunque sea relativamente reciente, contiene un alto componente de osadía, multitud de referencias se pueden encontrar sobre la película, libros completos que glosan la trilogía en su conjunto, por separado, en relación con el Decálogo, apuntando al precedente estético de La doble vida de Verónica, un mundo de estudio alrededor de una sola obra. Aspirar a ser original es algo imposible, enlazar con lo personal es más que probable que no le interese a nadie, pero es lo que me gusta. Me recomiendan que no personalice las reseñas de películas, que deje cierto yoismo en las exposiciones. Pero, ¿qué es el cine? (no me hago la pregunta baziniana, ésa me supera), un conjunto de sensaciones, de experiencias visuales y sensoriales trasladadas al gusto estético de cada cuál, por eso las sensaciones son tan importantes en mis comentarios. Y Rojo está llena de ellas. «Liberté, egalité, fraternité» los lemas de la República por excelencia, unos lemas que produjeron dolor y sangre, pero también instauraron una serie de principios inatacables para la evolución de las sociedades modernas, por más que en la caverna siempre quedaron rescoldos dispuestos a arrasar cualquier avance social. Esa caverna se ha abandonado, ya no es necesario esconderse para atacar los cimientos de la armonía ciudadana, de la solidaridad, del igualitarismo. Es más, cuanto más indecente y egoísta sea nuestro comportamiento, mejor se nos premiará. Estas bases de colonialismo económico ya estaban asentadas en la década de los 90 cuando Kieslowski acomete su obra magna. Nadie en el periodo 1990-1995 suponía que la libertad, la igualdad y la fraternidad, se iban a encontrar en tiendas de saldo veinte años después. Seamos optimistas y retrocedamos, dejémonos envolver por la parábola del director polaco, disfrutemos con su mensaje de optimismo final en la trilogía. El despertar nos demostrará que el dinosaurio no sólo sigue aquí, sino que ha crecido, pero mientras vemos la película, soñemos.
Es posible que quien más, quien menos ,haya adivinado o conozca mi profesión real. Mi profesión es poco cinematográfica, apenas si hay personajes interesantes que la representen. John Ford mostró a un tipo campechano, humanista, un hombre justo en el sentido sensato de la palabra más que en el legal. Kieslowski dibuja a otro, amargado, rencoroso, justiciero, misántropo. Un juez que abandonó cualquier sentimiento de piedad volcando en sus sentencias, su rencor hacia la especie humana. El juez Kern (Jean Louis Trintignant) es uno de esos personajes que, de odiosos que aparentan, terminan convirtiéndose en personas aceptables dada la maestría de quien los compone y de quien los crea. La contraposición entre Valentina (Irene Jacob, espectacular como tan sólo en La doble vida de Verónica se la ha podido disfrutar, bellísimamente retratada, con una mirada límpida de fragilidad extrema), mezcla de idealismo, inocencia y entrega, y el juez Kern, (otro grandioso personaje del actor francés) compone el sustrato, el magma de la película alrededor del cual todo cobra sentido y alcanza una plenitud extrema gracias a, apenas, tres conversaciones entre ellos, tres conversaciones supremas, profundas, reflexivas, humanistas. No soy original alabando esta película, ni tan siquiera admirando la totalidad de lo que ofrece, desde un desarrollo cruel hasta un final lleno de esperanza, y quizás no sea todo lo objetivo que me gustaría, en 1994 me encontraba en una situación parecida a la del personaje de Auguste, el opositor a juez, igualmente a punto de aprobar las pruebas. Quizás esta película me enseñó más sobre la justicia que cualquier árido manual técnico sobre la materia, de hecho debería ser de visión obligatoria para los profesionales de la justicia y ser sometida a una reflexión interior sobre lo que esperamos de nuestro trabajo. Si algo evidencia Rojo es que la justicia no sirve para descubrir la verdad, la verdad está en la calle y en lo que no vemos, en los tribunales sólo hay versiones interesadas, que triunfan en función de la habilidad declarando de los interesados o de la capacidad técnica de l@s abogad@s. «Espiar es la forma de ver la verdad, no como en el tribunal», dirá el viejo juez jubilado cuando Valentina le sorprende espiando a sus vecinos.
Azar, amor, incomunicación, traición, ocultamiento, asco vital, emoción……..es posible que no falte ni uno sólo de los motores del comportamiento humano en la película de Kieslowski, es posible que cada uno de los personajes muestre, a lo largo de la película, la naturaleza cambiante propia de las personas. Huyendo de lo esquemático para alcanzar la esencia propia del comportamiento humano Kieslowski utiliza un prisma para reflejar comportamientos y pensamientos, nadie es plano y diáfano, nadie que viera la película en 1995 podrá decir que sigue siendo el mismo y que entiende y valora lo que ve de la misma manera que con 20 años menos. Si a Valentina le produce un enorme disgusto y rechazo la figura de ese juez, solitario, huraño, que se desentiende de su perra atropellada, es su sentido de la fraternidad la que le obliga a ocuparse de lo que él no quiere hacer, y en definitiva, a ofrecerle el calor humano que necesita para reactivarse como persona. Entre ambos se conectarán líneas invisibles de confluencia que crearán lazos temporales fructíferos, para Valentina adquiriendo la fortaleza necesaria para enfrentarse al futuro desde un presente agobiante y desesperanzado, para el viejo juez un mínimo de ilusión para afrontar los años que le queden de vida con el optimismo provocado por haber conseguido salvar, aunque sea metafóricamente, dos vidas.
Kieslowski jugó con el tiempo y el espacio, con el mismo preciosismo, en La doble vida de Verónica, aquí, en Rojo, une a dos personajes masculinos, Auguste, el opositor a judicaturas, y Kern el juez jubilado, en el mismo espacio y tiempo; pero asalta la duda de manera automática, ¿serán ambos la misma persona?, ¿Cuál es la unión entre ambos personajes? ¿por qué todo se repite ante los ojos de Kern como si reviviera su pasado? ¿no serán Auguste y Valentina los deseos insatisfechos de Kern para recuperar lo que perdió en su juventud justo cuando aprobó la oposición a juez?. O un paso más allá, ¿es Kern un dios omnipotente dispuesto a entregar a dos personas un futuro pacífico y armonioso que repare su propia experiencia dolorosa? En ese juego de azares, de cruces apenas perceptibles, de imágenes que van uniendo inconscientemente a Auguste con Valentina, ya sea por la sospecha de la infidelidad que alberga Auguste o por el comportamiento celoso, machista y repulsivo del personaje de Michel, el novio de Valentina a quien nunca vemos y a quien sólo escuchamos en conversaciones telefónicas frustrantes, nada amorosas, el juez Kern recrea su pasado, sus estudios, su noviazgo, la desolación de la traición, su ensimismamiento y su absoluto abandono de las relaciones humanas. Conociendo la vida y milagros poco publicables de sus vecinos, el personaje de Trintignant tiene la ocasión de, 50 años después, reparar la vida de otras dos personas antes de que se destrocen y sean imposibles de recomponer por el efecto de la desolación.
En las conversaciones entre Valentina y Kern se produce la necesaria ósmosis entre ambos como para que la empatía termine aportando a cada uno, parte de lo que le falta para ser mejores personas, conversaciones sin cortapisas en las que cada uno sincera su interior, de tal manera que al inicial «su comportamiento es asqueroso, dice Valentina… y además es ilegal , responde el juez», poco después la propia Valentina no dudará en usar esas escuchas para amenazar a un narcotraficante y liberar ese dolor interno provocado por la situación de un hermano drogodependiente. Como también el juez, evidenciada la existencia de personas buenas por naturaleza, decide confesar su comportamiento intentando utilizar la misma pluma con la que firmaba sus sentencias, pero que, en el momento de dar ese paso de autoinculpación, se queda seca, obligando a Kern a escribir a lápiz. «¿Por qué lo hizo? preguntará la joven que, ahora, teme por las consecuencias para Kern del paso dado por éste…..porque me lo pidió», es decir, el juez encuentra un motivo para cambiar de comportamiento gracias a la fraternidad de Valentina, y en ese cambio concede a ésta un triunfo glorioso, una demostración de cómo el auxilio puede cambiar y mejorar a las personas, cómo desde el desprecio absoluto se puede llegar a comprender y estimar a una persona que aparentaba no encerrar ni un solo valor humano admirable. Hasta ese momento, Valentina se dirigía hacia el desastre, sin haber cometido ningún error con las personas, todo parecía apuntar a un desastre vital. La ayuda a Kern implica una autoayuda involuntaria y un paso adelante.
Todo funciona como un reloj suizo en la película (ambientada en Ginebra, no es esa la razón), una historia portentosa creada por el propio Kieslowski y Kzrysztof Piesiewicz, unos intérpretes magistrales, una iluminación fantástica al servicio de los rostros y las revelaciones (un sol poniéndose, una bombilla de un flexo), una música enfática como pocos han conseguido, en este caso de Zbigniew Preisner, quien con la ayuda de Kieslowski, persiste en la creación de un falso músico holandés del siglo XVIII; Van den Budenmayer, (cuentan que una empresa amenazó a Kieslowski con demandas por derechos de autor si no reconocía haber utilizado la música del inexistente músico y pagar por su utilización en las películas), una música que aporta las dosis de emoción desbordada que la historia precisa, junto con otros de intenso recogimiento en los momentos de mayor intimidad, y una fotografía a cargo de Piotr Sobocinski a la que deberá estar eternamente agradecida la memoria de la actriz Irene Jacob, cuya imagen se ha convertido en un icono del cine mediante esas tomas para un anuncio publicitario de algo tan ordinario como un chicle, y que se transforman, alejadas del contexto y del slogan, en una metáfora absoluta del naufragio, del dolor, de la pena, de la pérdida, una mirada, la de la actriz al posar para esa campaña, que evita hojas y hojas de texto, porque su cara de tristeza no necesita de ensayos, es espontánea y sentida, arrojando sobre nosotros el desamparo de quien aparenta fuerte y segura.
Un cartel de 8×20 metros que rompe la anodina vida tranquila de una ciudad suiza y que provoca el llanto de la propia protagonista enfrentada con su propia imagen de dolor y tristeza. Una imagen que se duplica por momentos, ese uso del espejo que en el cine es recurrente, que ofrece varias perspectivas del mismo personaje o de varios, incluso de algunos que permanecen fuera de campo, Kieslowski nos lo ofrece como un muro en el que nuestra imagen queda retenida, separada de lo tangible, al menos hasta que una tormenta rompe cristales, unos vecinos airados tiran piedras contra ellos, o hasta que una mirada se cuela a través de los fragmentos de un cristal de una ventana y nos ofrece la mirada agradecida, recompuesta y emocionada, del viejo juez, que al final del periplo, ha conseguido que alguien pueda recomponer, en parte, su futuro, porque Kern mantendrá pedazos de su cuerpo imposibles de reparar, los del pasado, pero al menos se habrá conseguido que ese Auguste, que se parece tanto a Kern, no dicte justicia en lo sucesivo habiendo perdido la piedad, que ese Auguste encuentre a la mujer que, dolorosamente, él no pudo buscar, ni aceptar, en su juventud al quedar su cuerpo y su alma destrozados por la traición, como el cristal a través del que nos mira e interroga en el último plano, sublime, de esta auténtica obra maestra.
Ficha técnica