“Me sentía desnuda, incompleta, un fraude involuntario, y me veía en la necesidad de dar explicaciones a los peatones: eh, esperad un momento, yo no soy así, aquí falta algo, ¿no os dais cuenta?, yo soy madre, ahora me veis sola, pero yo no soy así, así no podéis entenderme”. En el doppelganger de la maternidad construye Katixa Agirre su nueva novela “Las madres no” (Tránsito, 2019) , una suerte de fusión de thriller y ensayo donde una reciente madre convierte a la autora de un infanticidio, otra madre, en su objeto detectivesco. Necesita entender a esa madre para entender qué madre es ella, o más difícil, en qué madre se trasmutará ella. El mayor miedo surge aquí: entender a la madre la hará humana, y no hay mayor terror que convertir a la madre en persona.
Hago el difícil ejercicio de pensar en mi madre así, como persona. Pienso en mi madre embarazada, luego teniendo a mi hermana mayor, luego conmigo. “Ay, otra nena”, me cuenta siempre entre risas que dijo al verme, algo decepcionada por repetir cachorra. Hay muchas risas en sus historias de cuando éramos pequeñas. Todas se han hecho leyendas familiares, historias que se oyen hasta la saciedad en la mesa de la cocina hasta que se unen extraños y ya las reproduces tú misma. En esas historias, no hay momentos malos o lloros a solas. Sin embargo, sé que los hubo. Con el tiempo, conforme crecía, en las historias que conocía mi madre empezó a cambiar el relato. Comentaba “cuando venía del médico”. Decía “hasta que me dejé las pastillas”. Y un día “la depresión no se cura nunca”.
Hoy somos (aún) jóvenes getting our shit together. Nuestras crías tendrán que saber que saldremos a nado como podamos, pero que también rotas somos personas. Imagino a una joven madre antes de serlo, con ansiedad, depresión y mucha tristeza, cuarenta años antes. Mi madre ahora es mi madre, pero hace cuarenta años fue una chica que se quedó embarazada de su también chico marido, con un matrimonio soñado en un pìso de nueva construcción objeto de sus deseos. Tiene un bebé perfecto, con dos carrillos redondos como bolas de ping pong, y una lámpara nueva y mesa de comedor con sillas a juego. Pero ella sabe que «eso» anda por ahí. Algo no va bien. Cinco años después, nace otra pequeña. Sigue sin poder incorporarse al trabajo, su amada tienda de ropa, porque ha elegido cuidarnos en casa. La cosa viene de lejos. Estalla por dentro. La depresión se la come y no hay remedio.
De nada me enteraría yo hasta muchos, muchísimos años después. Puede que, si lo pienso, siga sin enterarme de nada. Al fin y al cabo, mi madre siempre ha sido un poco excéntrica, claro, claro. Ella siempre ha presumido de ser “rara” y con esa excusa poder salirse con la suya. Si un día no quiere hablar sin razón aparente, mi padre dice “déjala, que es muy especial”. Si todos queríamos salir y ella no, mi padre decía “Qué rara es. Ya lo decía su padre, si se pierde en el río, buscadla corriente arriba”. Lo que yo achacaba a un comportamiento extraño y a veces algo egocéntrico, era, es, una capa de defensa ante un rol social que no iba a permitirle ser comprendida.
Yo he vivido una infancia totalmente normal, feliz, ignorante. Una adolescencia sin ningún tipo de trauma, obediente, estable. Mi madre estaba ahí siempre, a veces muda, a veces exultante, pero siempre ahí. Ficcionando sus emociones logró sacarnos de ese cauce. Ahora entiendo, que a su manera, hablando de lo que le pasaba, sin decir ciertas palabras. “Haced lo que yo diga y no lo que yo haga” era su premisa, justo al contrario que lo que dictan el resto de progenitores. Ella sabía que lo que hacía no era justo: acostarse antes de tiempo, pasar temporadas sin hablar, negarse a salir a la calle o socializar. Sin embargo, supo mostrarnos un camino hacia la educación emocional guiándonos por otra vía: yo sabía, porque ella me lo decía, que debía hacer justo lo contrario de lo que me encomendaba su ejemplo. Así que yo hablaba todo el rato, estaba siempre en la calle y confraternizaba con propios y extraños. También tuvo que ver sin duda en el desarrollo de esta personalidad el carácter de mi padre, poco dado al sentimentalismo pero tremendamente pasional, vivo, curioso, con una avidez por aprender todo lo nuevo que todavía no ha perdido. Sin embargo, aun conociendo hasta el tuétano los entresijos de la mente de mi madre, le era imposible compadecerla. Mi madre dice: ¿por qué me obligáis a salir de mi casa? Yo solo quiero estar aquí, en mi casa. Y nosotras, tantos años después, todavía nos sorprendemos, Mamá, pero por dios, ¿y todos los días lo mismo, en esta rutina? ¡Todos los días lo mismo!-clama ella- ¡A mí me encanta mi rutina!
Yo, que tanto y tan bien creo que entiendo a amigas que sufren ansiedad, que tan comprensiva y paciente me muestro con ellas, que empatizo sin tener ni puta idea con comportamientos a veces inexcusables, sigo sin entender a mi madre. Sigo sin entender por qué no puede ser “normal”. Por otro lado, sigo sorprendida de, pareciéndome tanto a ella, cómo ha conseguido alejarme de sus fantasmas tan solo cuando me los ha dejado ver. Cuando me decía “haz lo que te diga y no lo que yo haga” me hablaba de ella misma, de su lucha, de cómo su experiencia me podía ayudar. Hablaba de la necesidad de hablar de los problemas, de compartir los sentimientos, de dejar espacio para nosotras, de valorarse cuando nadie lo hace, y después, de tener confianza en una misma (cuando ella se automachacó), de guardar tu propio dinero (cuando ella dependió muchos años de la cartera de mi padre), de encontrar la motivación en algo que te haga llevadero el día a día. Cuando era pequeña y le decía que me aburría, me decía: la vida es aburrimiento, lo otro es lo que no es normal. Cuando un día le dije que tenía miedo a morirme, en vez de disipar mi terror infantil, me dijo: yo también. Mi madre siempre se ha mostrado humana, vulnerable y desacomplejadamente débil, y aunque no puede cambiar, ha sabido darme forma como buenamente pudo, sin manuales, sin nadie con quien hacer “tribu” ni marido con el que debatir de cuidados.
Ahora que podría ser una potencial madre entiendo a la madre que hizo lo que pudo para lidiar con sus mierdas delante de sus hijas. Miro a compañeras y amigas y hermanas criando como lobas, poderosas y exhaustas, presas de un capitalismo feroz que no nos deja ayudarlas por incapacidad, miedo y egoísmo. ¿Cómo sabrán esos pequeños lo que están sufriendo sus madres por sacarlos adelante, no solo como seres vivos, sino como personitas que el día de mañana se puedan llamar felices? Hablo con mi madre por teléfono y casi no se notan sus traumas infantiles, su boda sin sus padres del alma, su autoestima rota por una sociedad todavía en las puertas del desarrollo. Me dice que mi padre ha vuelto a contratar un viaje del Imserso sin consultarle, y que ahora se tienen que ir a Canarias y que sabes qué, que a ella lo que le apetece es quedarse en casa. Mamá, si el papá no hubiera hecho eso toda la vida no hubierais salido de Lorca. Es que la gente no entiende que a mí no me gusta salir. ¿La gente no entiende que a mí lo que me gusta es estar en mi casa, con mis libros? ¡Yo solo quiero ir “a mi bola” sin darle explicaciones a nadie!”. El fin de semana escucharé cómo se siente descompuesta solo por el hecho de tener que organizar una maleta para tres días, cómo llenar una bolsa de aseo le causa una “extorsión” a su feliz rutina. Al final, de morros y con mi padre casi ignorando este repetido proceso, saldrán camino a la estación, viajará y vivirá. Haced lo que yo haga, haced lo que yo diga. Sorprendeos cuando os deis cuenta que vuestras madres eran y son también personas. Buscadlas río arriba.
Todas las fotos: ARCHIVO JOANA BIARNÉS/ PHOTOGRAPHIC SOCIAL VISION