En cierto modo, los sucesos del Batavia recuerdan a aquella situación descrita por Javier Cercas de un imaginario Roberto Bolaño discutiendo con el alter ego del escritor en Soldados de Salamina. Hablando de Pinochet, de la dictadura, de Chile, Cercas como es natural, le preguntó cómo había vivido la caída de Allende y el golpe del dictador. El pseudo Bolaño respondió que aquello fue un «desbarajuste fabuloso» y que Allende fue un héroe. «¿Y qué es un héroe?», preguntó Cercas. Bolaño aseguró no saberlo, pero sin embargo precisó: «John Le Carré dice que hay que tener temple de héroe para ser una persona decente». Justamente ahora cuando el rescate está próximo se debe recordar que ante la fuerza del mar, puede tornarse a un nuevo naufragio. Es la decencia, la honradez, la que hace que el espectador salte al agua y que vuelva la confianza que hace posible comenzar de nuevo, de reconstruir la nave sin otros terribles hundimientos por el camino, pero incluso con ellos. Blumenbeng lo vio claro cuando pensó que comenzar quería decir imaginar la condición sin la nave nodriza. El navío siempre ha sido frágil, siempre ha sido un estadio más tras largas constucciones y reformas. En el fondo siempre se trató de lo mismo: de afrontar el mar con los restos de los desastres anteriores. Ya lo dijo Ahab a Starbuck: «no gimas ni rías ante un resto de naufragio».
Aislado en Berlín, Carl Schmitt desilusionado y apartado de los centros de poder del Reich, se dedicó a escribir Tierra y Mar, un relato infantil a su hija Ánima en el que reflexionó sobre las grandes fuerzas que a su parecer guiaban la historia universal, pero sobre todo iluminaba, con una tremenda fuerza mitopoiética, la historia de las relaciones internacionales, aquello que con posterioridad llamó el nomos de la Tierra. Para el jurista alemán, la historia de la humanidad se revelaba una suerte de combates entre las potencias marítimas contra las terrestres y de las terrestres contra las marítimas. Tanto es así que en un carta a su amigo Ernst Jünger describió Moby Dick como un libro «de rasgos verdaderamente cósmicos». Moby Dick constituía la mayor recreación del mito marino desde La Odisea.
Entre tantas otras cosas, lo que allí Schmitt venía a decir era que Inglaterra podía prescindir de todo aquello que para Europa era necesario porque su dominio sobre el mundo, continuado luego por Estados Unidos, se había desarrollado sobre una forma de existencia marítima. Mar libre y libre mercado se aunaban en un concepto de libertad, cuyo protector bajo ningún caso podía ser el Estado. Así, el mar, como vio Hans Blumenberg, se presentó pronto como el ámbito de lo imprevisible, de la anarquía y de la desorientación. Como sabemos, ya desde Hesíodo, la tierra fue descrita como la adecuada morada del hombre. También para Montaigne, el espectador estaba siempre a salvo del naufragio en la medida en que permanecía a cierta distancia del mar. Sin embargo, hoy ya no es posible asirse con tanta facilidad a tierra firme, ni siquiera para un espectador avispado. Hoy como ayer, la metáfora del naufragio inunda nuestra cotidianidad, nuestro estado de ánimo. El naufragio deja de ser sólo una figura de un punto de partida filosófico para convertirse en un punto de partida vital. De hecho, como presentó Schmitt, contemplamos, como balsa de Medusa, el naufragio de la gran balsa de piedra europea, de su proyecto, de sus pueblos y de sus gentes. No es por ello extraño oír en el Film Socialisme de Godard, justo en el lugar donde encalló el Costa Concordia, a unos de sus personajes, una joven mujer, pensar en voz alta en la cubierta del barco mirando a la cámara: «pobre Europa, no purificada sino humillada por el sufrimiento».
En el fondo esperamos acuciosos el rescate para que entonces, como dijo Goethe, precisamente se dé el momento en el que «como náufragos hemos de agarrarnos a la tabla de salvación y quitarnos de la cabeza las arcas y los cajones perdidos». En este sentido, en la imaginación europea siempre se recoge como ejemplo de naufragio, además del ilustre Titanic, la escena de la fragata de la marina francesa Méduse, pintada luego por Géricault, que encalló frente a la costa de Mauritania el 5 de julio de 1816. No obstante, hay otro conocido hundimiento que concluye una evidencia: la historia de los naufragios hay que contarla por fuerza. Se trata del naufragio acaecido en la noche del 3 al 4 de junio de 1629 del Batavia, el navío orgullo de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales que rompió a poca distancia del contintente australiano. Como ha relatado Simon Leys en Los náufragos del Batavia. Anatomía de una masacre, el hecho fue atroz. Mientras el capitán intentaba llegar a Java para buscar ayuda, los supervivientes que habían quedado atrás, tomaron al ex-boticario Cornelisz como la única figura de autoridad ofreciéndole el puesto de jefe del consejo formado para dirigir la improvisada comunidad. A medida que se sentía más seguro de su poder, disminuyó su recato. Los hombres de Cornelisz comenzaron a llevar a cabo asesinatos de manera indiscriminada. El resto de supervivientes se convirtieron, como Eichmann, en meras marionetas cómplices. Enrique Vila-Matas recientemente lo llamó «el naufragio por excelencia». De los 300 supervivientes el espontáneo tirano acabó con la vida de casi 2/3. Sin embargo, la historia nos enseña, como anotó Vila-Matas, que en épocas de crisis y catástrofes la desesperación que se apodera de la gente la hace actuar a veces como gente honrada. Consiguieron organizarse y poner en jake al dictador de aquella pequeña isla.