Son malos tiempos para la ironía.
Las modalidades del discurso operan en contextos específicos e interactúan con determinados estados emocionales y afectivos de la sociedad. Si en la actualidad el cinismo ocupa una posición de cierta hegemonía en los sentires, habría que analizar detenidamente si la modalidad discursiva irónica no está contribuyendo a esta preponderancia. Y también habría que analizar si el cinismo no va de la mano de la desafección generalizada frente a las instituciones, los partidos, la política y la organización social en general, más allá de los inmediatos núcleos familiares y la atomización absoluta de los afectos.
En la era digital, la ironía muchas veces queda como un simple zasca y, como es obvio, aunque esa cultura troll pueda generar risas entre acólitos, es complicado que desde esa risa cómplice se pueda construir algo más que reafirmación identitaria sin más. Es decir, más atomización autocomplaciente y estéril.
¿Hasta qué punto aquellos que sólo saben modular sus críticas políticas a través de la ironía digital no están colaborando activamente con el fortalecimiento del cinismo? Y del cinismo quien se alimenta es la extrema derecha, lo vemos todo el tiempo.
Por supuesto que la ironía es una herramienta política que puede resultar muy útil para resaltar contradicciones, o incluso para socavar las jerarquías y las estructuras de dominación. Pero, en la actualidad, el uso mayoritario de esta modalidad discursiva tiene más que ver con ridiculizar posturas que no se comparten. Es por eso que en las intervenciones irónicas, ya sea en forma de tuits, de podcasts, de directos e incluso de artículos, abundan los adjetivos como complemento absolutamente necesario. Es como si no se confiara del todo en la sutileza con la que muchas veces opera el modo irónico y por eso se necesitara resaltar el tono del discurso con una adjetivación de trazo grueso.
El exceso de adjetivos también denota la intención exclusiva de ridiculizar la postura que no se comparte. Es decir, se trata de un uso del modo irónico bastante estéril y narcisista. Y lo terrible de esta época es que muchas veces se emplean exactamente los mismos términos a partir de los cuales la ultraderecha ha construido su identidad: «globalistas», «progres», «woke», «progresía», etc.
La ironía no es, o no debería ser, simple chulería troll que, sin importar las posturas que defienda aquel que la emplea, termina colaborando activamente a que se asienten términos que fortalecen el caudal discursivo de los discursos de odio.
La ironía es una herramienta política de primer orden, especialmente cuando subvierte inesperadamente los sentidos sobre los que se asientan las jerarquías que se pretende cuestionar. Sin embargo, en una época en que este modo discursivo se ha vuelto una vía rápida hacia el cinismo, es necesario replantearnos si la forma irónica en la que se articulan críticas y demandas no es, en realidad, la mejor forma para desactivarlas y sabotearlas desde su propio marco de enunciación. No se trata, por supuesto, de descartar la ironía, sino más bien de repensarla y de analizar en cada contexto discursivo cuál es el efecto específico que está teniendo en el estado emocional y afectivo de la sociedad. Se trata, en fin, de rescatar la ironía del pozo de cinismo en el que se halla inmersa y lograr que vuelva a ser una herramienta para cuestionar los sentidos establecidos y, por lo tanto, para renovar el lenguaje.