En la mitología griega, Eros era el dios primordial responsable de la atracción y el sexo. En las teogonías de Hesíodo, el más famoso de los mitos griegos, Eros surge tras el caos primordial junto con Gea, la Tierra y Tártaro, el inframundo. Luego fue surgiendo el mito de Eros, hijo de Afrodita con Ares, aquel que dirigía la fuerza primordial del amor y lo llevaba a los mortales. Eros es el amor y la pasión, dos facetas de la misma realidad: por un lado, es pasión que nos domina y, por otro, es pasión por la divinidad, facetas sobre las cuales discutían los propios griegos. ¿Qué es Eros? ¿Acaso una divinidad? ¿Acaso una pulsión? ¿Es un delirio o es una locura? Si es un delirio, ¿es el delirio del alma inducida?
Plutarco se preguntaba: «¿Es Eros pasión o es erotismo?».
¿Es Eros esa potencia que arrastra y posee? ¿Están las consecuencias de Eros en la Medea de Eurípides? Esa Medea que ve su lecho deshonrado cuando Jasón se promete en matrimonio a Glaucea, hija del rey Creonte de Corinto. Esa misma Medea que perpetra, por este motivo, un vil asesinato contra sus hijos. ¿O esa Medea, prototipo de una activista social de nuestra época, que se queja diciendo?
«De todos los que tienen la vida y pensamiento, nosotras, las mujeres, somos el ser más desgraciado. Empezamos por tener que comprar un esposo con dispendio de riquezas y tomar un amo de nuestro cuerpo; este es el peor de los males. Y la prueba decisiva reside en tomar a uno malo o a uno bueno. A las mujeres no les da buena fama la separación del marido y tampoco le es posible repudiarlo».
¿Y qué esconde esta asesina? ¿No esconde, acaso, en voz de metáfora en el coro de la obra, una reivindicación cuando prosigue?
«Pero lo que se dice de la condición de la mujer cambiará hasta conseguir buena fama, y el prestigio está a punto de alcanzar al límite femenino; una fama injuriosa no pesará ya sobre las mujeres».
En el Fedro de Platón, nos encontramos una concepción del Eros divino. En ella, Platón, a través de Sócrates, nos hace ver que la mayoría de los seres humanos buscan la inmortalidad a través de los cuerpos bellos por medio de la procreación de los hijos (cf. 208e), pero se queda en lo puramente estético. Estos no buscan explicaciones por el origen de la naturaleza, no se preguntan por nada. Ellos creen y, encima, hacen creer, que hay un bien absoluto que nos traerá la inmortalidad. Sócrates, en cambio, cuando interviene para conducir a los contertulios, nos habla sobre la búsqueda de la belleza, la búsqueda de la belleza ideal. Vemos entonces aquí dos facetas del amor. El amor por los cuerpos bellos y la belleza por la divinidad. El amor que no busca explicaciones y el amor que busca la belleza igual que el Sócrates del Fedro. Pero también en lo masculino se puede encontrar el amor como actividad que busca a través de la discordia arrancarnos de nuestras desviaciones irracionales.
En el libro de Apuleyo El asno de oro nos encontramos el cuento de Cupido y Psique. Psique, engañada por su hermana, destapa el rostro, que le ha sido prohibido, del hermoso Cupido. A partir de ese desvelamiento empieza la tragedia de veras. Cupido huye de los brazos de Psique y esta lo persigue por todo el confín. La madre de Cupido, Venus, la de la manzana dorada de la discordia y enemiga mortal de Psique, en cambio, se lanza en persecución de la primera.
Venus es también, en el mundo romano, la madre naturaleza. En el famoso poema de Lucrecio Himno de Venus, cuya intención, como señala Virgilio, es la de liberar al hombre del miedo sobre los dioses y la muerte, nos da una visión de la diosa como alguien que trae a la humanidad por azar, una visión antropomórfica que la presenta como la madre de las ciencias modernas. Entonces Venus es esa discordia. En El asno de oro, de Apuleyo, sería el ejemplo que busca desviar la mirada de Psique hacia Eros. Venus, en su odio hacia Psique, busca arrancar la pasión irracional de Psique. En definitiva, encaminar, de una manera indirecta, el orden del amor.
Con el transcurrir de esta persecución, Psique aparta por un momento la mirada de Eros y se para a tomar aliento. He aquí, entonces, que Venus aprovecha para atraparla y envolverla en su manto, de esta envoltura se da una mezcla entre lo racional y lo irracional. El amor, así, sin dejar de ser irracional del todo, se vuelve más reflexivo y fuera de una afección solo de naturaleza pasional. Entonces, la amante descubre que en realidad lo que bullía desde sus entrañas era un amor narcisista que no estaba abierto al otro, que no era veraz, que no buscaba de una manera sincera el bien del ser amado sino el suyo propio, que no había, en definitiva, una dualidad entre el amante y el amado. Una vez reflexionado sobre esto, accede a sentarse junto a este y mirarle a los ojos de distinta manera. Se le revela en esa mirada mezclada que sería capaz de sacrificar hasta su propia vida, si fuera necesario, por ese que tiene delante. Es el mismo ágape, ese amor que no espera nada a cambio y que sacrifica su propia voluntad en la otra persona (Kénosis), que los amantes son transportados, al igual que Cristo en el Evangelio de San Juan, a un estado de paz con el resto de la humanidad. Es por esa mezcla de desorden y orden en el amor, no podemos olvidar, que prospera la vida y el bien común en una suerte de dialéctica que empuja a los amantes ciclo tras ciclo.