En los momentos de crisis hay múltiples pugnas por determinar el mundo que saldrá después del período crítico. Entre otras, son pugnas de sentido que intentan definir los más variados aspectos de la vida humana.
Por eso, que en plena crisis de salud -pero también económica- el gobierno de Bolivia decida eliminar el Ministerio de Culturas es una pésima noticia. No sólo para el sector, para aquellas que de una forma u otra nos dedicamos a ello, sino también para la sociedad en su conjunto.
El sentido profundo que subyace a esta reforma institucional es el de entender la cultura como algo hasta cierto punto superfluo, ornamental. Como si se tratara de un hobby que no formara parte de la economía productiva y sólo implicara un gasto suntuario.
Algo muy distinto de lo que se piensa del gasto defensivo y militar, por supuesto, que en última instancia será siempre una inversión para afianzar, con toda la violencia posible, el modelo de sociedad que desde el poder estatal quieran imponer, cuando la crisis económica sea aún más profunda.
En Bolivia, la cultura siempre ha sido un sector tremendamente precarizado -cuando no era gestionado, producido y consumido por las élites- y tremendamente incomprendido por ciertos sectores de la sociedad, como la clase política.
Ya que las instituciones no parecen dadas a ello, como sociedad habría que preguntarse de forma urgente: ¿de qué hablamos cuando hablamos de cultura?
Hablamos de productos culturales, sí. Pero también de todos esos discursos -literarios, cinematográficos, plásticos, musicales, textiles, teatrales, etc.- que conforman nuestro sentido común, la manera en la que entendemos la vida, la forma en la que aprehendemos el mundo que nos rodea y las preguntas con las que lo interrogamos.
Hablamos también, y quizás sobre todo, de relaciones. «Lo que está en juego aquí», podríamos decir con Stuart Hall:
«no es un simple asunto de bienes, productos básicos y tecnología. Es un asunto de prácticas y actitudes. La cultura nunca ha consistido en objetos: más bien en el patrón particular de relaciones establecidas a través del uso social de objetos y técnicas.»
No se puede pensar una sociedad separada de su cultura.
Por lo mismo, no se puede permitir que desde las instituciones se nos prive de las herramientas necesarias para generar una cultura desde lo público.
Porque, de lo contrario, los agentes de la cultura serán -seguirán siendo- sólo aquellos inversores privados que posean el capital para elaborar productos culturales. Así, la cultura deja de ser un derecho para convertirse en un elemento de consumo que depende exclusivamente del capital privado y del poder adquisitivo. Es decir, se convierte en una herramienta más de segregación, cuando justamente debería ser lo contrario.
Con este panorama, es difícil pensar en una cultura verdaderamente emancipatoria.
Corremos el peligro de que aquellos a los que les interesa una cultura domesticada y servil a sus intereses, acomodada al mundo que les interesa prefigurar, sean los que ostenten el monopolio cultural. Un mundo que sólo celebre las iniciativas privadas, que imponga el discurso neoliberal del emprendimiento, que naturalice aún más el reparto desigual en las condiciones materiales de existencia.
En este escenario, es necesario defender una cultura combativa.
Quizás precisamente por eso desde el gobierno les interesa cercenar aún más la limitada posibilidad de una producción cultural desde lo público, bajo la excusa de la pandemia.
Hoy se hace más urgente aún seguir preguntándonos qué es la cultura para cada una de nosotras.
La cultura:
Es un derecho.
Son los libros, las películas, las exposiciones, las alasitas y otras ferias artesanales, las bibliotecas, los archivos, los carnavales, la obras teatrales, los espectáculos de danza, los textiles, los conciertos, los discos, los cuadros, los grabados, las esculturas, el patrimonio, las instalaciones, los bailes folclóricos, las series para la televisión, los suplementos culturales de los periódicos y los propios periódicos, los programas de televisión y de radio, las ferias del libro, de música, de teatro, etc., etc., etc.
Pero la cultura no se trata sólo de los productos culturales que consumimos, o de las dinámicas propias del sector, o de los empleos que genera. Se trata de lo más íntimo que somos, de aquello que nos conforma, de los límites de nuestro mundo.
La cultura:
Es un espacio de conflicto en lo sensible, por eso es política.
Es un termómetro privilegiado para medir el nivel de democracia en un país.
Es el lenguaje, que no sólo nos permite expresarnos, sino también nos constituye.
Es la herramienta política que nos permite imaginar los horizontes posibles, construirlos y luchar por ellos.
Es el archivo de la dignidad de nuestras luchas.
Es una herramienta fundamental para cuestionar una y otra vez el orden establecido y los mecanismos de poder sobre los que éste se asienta.
Es una instancia determinante para cuestionar el reparto de lo sensible, la distribución desigual de la riqueza, la historia oficial, el sentido común, el lenguaje con el que nos definimos y nos relacionamos entre nosotros…
[…] ¿Qué cultura? […]