Uno de los defectos más agotadores de las películas del cine contemporáneo, o uno de los sufrimientos más notorios que conlleva el seguimiento de la actualidad cinematográfica (conozco pocas tareas más ingratas, más inútiles y más innecesarias si no se cobra por ello) es siempre el mismo. Un director-guionista con alma de genialidad ha decidido que puede crear de la nada un guión, con unos personajes, una trama sostenible, creíble y atractiva y además a posteriori tramar una puesta en escena, dirigir a unos actores y montar una buena película.
La pretensión de tan excesiva se suele estrellar demasiadas veces. Ni si quiera en películas malas, simplemente en proyectos que empiezan a volar y se desmoronan a mitad o a final de metraje. Ideas atractivas que no aguantan y demasiadas películas que caen en el olvido más penoso y deprimente sin ser si quiera malos trabajos.
Además hay algo que lo suele empeorar. Dos cosas por lo menos. Nuestro genio no suele tener amigos, ni pareja, ni hijos, ni enemigos ni medio conocidos que o bien les echen una mano en el guión, o bien se lean el guión y se atrevan a decir todo aquello que no funciona o es susceptible de ser mejorado.
La otra cosa que lo empeora es algo en lo que hemos caído todos más o menos, pero si no haces cine puede no ser tan grave. El genio busca en el cine visto o en el cine por ver. Las películas se estrellan en un ensimismamiento enfermizo de cine dentro del cine y sobre cine una. Pocos tienen a su alcance ser Godard o ser Scorsese.
Pocos están dotados para convertir en películas lo aprendido en su experiencia vital, pero quizás sería conveniente buscar más en otros caladeros que no conviertan el cine contemporáneo en un exasperante juego autorreferencial.
Paul Thomas Anderson es quizás una de las más grandes y más importantes voces del actual cine USA, y el principal motivo para mí es que no ha detenido su carrera en el ensimismamiento en su genialidad, sino que ha proseguido la búsqueda incansable de su camino y ante el posible agotamiento de ese camino lo ves tomar los desvíos convenientes y sospechas además que reflexionados.
Tras la matriz scorsesiana de sus primeras obras y de sus relatos de emociones fragmentadas y ascensión y caída, emprendió otro camino con “Pozos de ambición”, heredero de Kubrick o del cine mudo, siempre suyo en cualquier caso, y siguió andando por esa senda con “The master”. La inventiva de Anderson no se cansa ni se detiene y su proverbial perspicacia es la que le pudo dictar que quizás el camino estaba agotado y convenía dar un giro.
Anderson podría haber escrito otro guión original como el de “The master”, como hacen muchos, aupados por los vítores que les recuerdan día sí y día también su propia genialidad.
Pero no se contentó con eso y emprendió el camino de la adaptación de un prestigioso escritor, que además posee fama de ilegible e inadaptable, el norteamericano Thomas Pynchon y su novela “Inherent vice”, según dicen la más accesible, la más legible (y según algunos) la menos interesante de las suyas.
Leyendo antes de ver la película “Inherent vice” no cuesta mucho ponerse en los ojos de Anderson, en su posición artística posterior a “The master”. Imaginar qué le interesaba y qué le motivaba a configurar su propio universo con ella, su propia adaptación, su propia película.
“Inherent vice” es una novela heredera de la imaginería de Raymond Chandler pero traladándose a finales de los años 60, a un momento de ruptura y desencanto del sueño hippie, traído por la irrupción de Charles Manson y el poder oscurecedor de la era Nixon.
Es una novela tan atractiva, alocada, como de trama incomprensible, aunque eso, y no es un tópico, es recomendar que se actúe con sentido común, acaba dando igual (y es que el Arte con mayúsculas, señoras y señores, yo soy de los que piensan que no es un suddoku que deba ser resuelto, y unas dosis de misterio e incerteza son la mar de sanas).
Anderson le da cara a la voz narrativa y poetiza la tercera persona, refuerza su carácter evocador, dándole para empezar inequívocamente un aire elegíaco a su desenfrenado noir.
Tras la película hay un ingente esfuerzo de puesta en escena, Anderson apenas ha de pensar en la fortaleza del guión literario. Se lo ha traído desde una novela muy trabajada, y muy bien trabajada, donde no dejan de pasar cosas, donde el lector no se aburre. No se ha de plantear demasiado dónde y cuándo baja el interés, puede permitirse el lujo de pensar en otras cosas y ratificar que no ser el autor omnímodo tiene enormes ventajas.
“Inherent vice” es además de entretenida un ejercicio deslumbrante de puesta en escena. La ligereza de la trama transcurre a través de un poder enorme en sus imágenes, en sus actores, en cómo van vestidos, en cómo se conducen, en sus movimientos de cámara y sus composiciones.
Anderson ha cogido la novela y no la ha adaptado mecánicamente. La ha utilizado como barro que moldear amorosamente como director de cine y ha elegido en esta ocasión ser fundamentalmente un director de cine (lo cual no significa que el guión no haya que escribirlo previamente, claro, pero no es lo mismo que trabajar sobre la nada).
La prueba de esta peregrina teoría está en sus dos horas y media de metraje. Pocas películas contemporáneas tienen el ritmo, la belleza, el humor, la melancolía de nuestra canción favorita como la tiene “Inherent vice”. Hay en ella un aire etéreo, juguetón, inocente pero concienzudamente trabajado que no hay en ninguna o hay en muy pocas. Anderson sabe que, como nos contaba Donen en la ceremonia de los Oscar, su película es su mirada, cómo recoge el testigo de su cine anterior y lo recicla y lo actualiza (con ese raro puntito hermanos Coen), pero que su película, que su maravillosa película es la novela de Pynchon, es la música de Jonny Greenwood, es la fotografía de Robert Elswit, es la interpretación pilla de Joaquim Phoenix, las apariciones de ese sueño perdido que es Katherine Waterston…
Y que todo eso lo ha ido a buscar a una novela, fuera del cine. Decía la última vez que me parecía muy difícil que los chicos de Pixar siguieran haciendo cine tras la cima que representa “Inside out”. “Inherent vice”, que es otra obra maestra, de otro tipo, representa justamente lo contrario, las ganas de seguir buscando, de seguir filmando, y las ganas de contar con los demás. Las simples y puras ganas de vivir.
[…] Puro vicio (Inherent vice, Paul Thomas Anderson 2014) […]