¿Qué está pasando, o ha pasado, en Haití para que tantos haitianos se amontonen en la frontera de Estados Unidos?
En la recta final de la Asamblea General de la ONU la voz del primer ministro de Haití, Ariel Henry, se ha alzado este sábado contra el bochornoso trato dispensado a los migrantes haitianos en Texas por agentes fronterizos de Estados Unidos.
Haití es el país más pobre de América. Se puede afirmar que todo empezó cuando los países industrializados, dominados por los lobbies de las empresas multinacionales, no tuvieron ningún reparo en obrar en contra de lo establecido por ellos mismos en los Estatutos de la Organización Mundial de Comercio (OMC), una organización que nació en 1945 y que en la actualidad está relacionada con el tema de las patentes contra el Covid-19.
Sucedió lo que el Premio Nobel de Economía, Joseph E. Stiglitz, ha llamado «hipocresía de los países industriales más avanzados». En su libro El malestar en la globalización (2002:305, Madrid, Santillana) escribió: «Habían predicado -y forzado- la apertura de los mercados en los países subdesarrollados para sus productos industriales, pero seguían con sus mercados cerrados ante los productos de los países en desarrollo, como los textiles y la agricultura».
«Predicaron a los países en desarrollo para que no subsidiaran a sus industrias pero ellos siguieron derramando miles de millones en subsidios a sus agricultores, haciendo imposible que los países en desarrollo pudieran competir».
Paul Collier, director del Centro de Estudios de Economías Africanas, en su libro El club de la miseria. Qué falla en los pases más pobres del mundo (2009, Madrid, Turner ediciones) apunta que la política comercial de los países ricos es en parte culpable de la existencia del club de la miseria: una política que, mediante subvenciones, hace que sus grandes empresas agroindustriales puedan exportar por debajo del coste de producción. En palabras de Collier (2009: 261), «como todos sabemos, la política de la OCDE presenta algunos aspectos indefendibles. Lo menos defendible, tanto para los ciudadanos de los países miembros como para los países en vías de desarrollo, es la protección a la agricultura: los países ricos nos gastamos dinero en subvencionar cultivos que dejan sin oportunidades a gente que apenas tienen otras opciones. […] es una estupidez proporcionar ayuda con el fin de promover el desarrollo para después adoptar políticas comerciales que lo impiden».
¿Qué sucedió en Haití?
Una empresa estadounidense, Rice Foods, consideró interesante vender su arroz a Haití, y pidió a Bill Clinton, entonces presidente de Estados Unidos, que hiciera las gestiones necesarias para obligar al gobierno haitiano a bajar sus restricciones comerciales. Como resultado, en 1995, el FMI (podría haber dicho el Banco Mundial o la OMC, porque son tres instituciones que trabajan de forma coordinada), obligó a Haití a bajar el arancel de importación de arroz hasta el 3%.
Inicialmente, las cosas parecieron ir bien: el arroz de Rice Foods, al estar subvencionado por el gobierno estadounidense, era más barato que el producido en Haití (3,8 dólares frente a 5,12 dólares la libra). Pero poco a poco se impuso la realidad. Los haitianos empezaron a comprar el arroz que venía de Estados Unidos y centenares de pequeños agricultores, arruinados, dejaron el campo y se dirigieron a la atestada y pobre capital, Puerto Príncipe, para sobrevivir. Pero el terremoto (terremoto de 2010) que arrasó la capital empujo a los agricultores haitianos a intentar volver a sus regiones de origen.
Con una gran dosis de ironía, Almudena Grandes comentó este hecho en una de sus colaboraciones periodísticas, «Juan Palomo» (El País, 25 de enero de 2010). He aquí la parte que he considerado más importante de esa colaboración: «Sería interesante saber cuántas toneladas de ayuda y equipos de emergencia ha enviado a Puerto Príncipe, Riceland Foods, la cooperativa agrícola de Arkansas, que se ha hecho de oro a costa de arruinar a los antes mínimamente prósperos agricultores locales, para obligarles a emigrar a la ciudad que acaba de caérseles encima. Es posible que sus beneficios le hayan permitido una inversión mayor que la de todas las ONG que denuncian sus prácticas en nombre del comercio justo.
Así se cerraría un círculo vicioso que siembra día a día, grano a grano, en Haití y muchos otros países pobres, una destrucción de magnitudes comparables a las que produce un terremoto de grado 7.
Ahora, mientras Estados Unidos se afana en dominar la carrera del prestigio humanitario, sería el momento de preguntarle a los líderes mundiales que posan con gesto desolado ante las cámaras, si cabría una ayuda mejor, más generosa y eficaz para Haití, que devolverle el derecho a proteger su agricultura, imponiendo un arancel elevado sobre las importaciones de arroz. Esa iniciativa, destinada al fracaso, aparejaría el éxito de enseñarnos la verdadera cara de la solidaridad internacional. Y me temo que sería espantosa».
La pandemia del covid-19 está poniendo de manifiesto que la avaricia de las firmas transnacionales no ha desaparecido.
- Esta colaboración se ha publicado en mi libro Imaginar y crear el futuro, 2017:131, Editado por BuboK Publishing