Toda lucha política es también una lucha por las palabras.
Así, en un escenario saturado de discursos,
pronunciamientos y violencias, hay palabras que adquieren la consistencia
necesaria para resaltar en medio de todos los relatos enfrentados y las
consignas incendiarias. Son palabras que operan como núcleos de sentido en
disputa, a partir de los cuales se van estableciendo los marcos de lectura de
la realidad de cada sujeto individual y colectivo.
En momentos de efervescencia política y de movilizaciones
masivas polarizadas suele haber marcos de sentido fuertemente enfrentados.
Es, evidentemente, otra consecuencia más de la
disputa por el relato, de ahí que muchas palabras sean compartidas por posturas
enfrentadas al punto de saturarse de sentidos y vaciarse.
En el inicio de la crisis actual que vive Bolivia, esto sucedió con las palabras pueblo, libertad, democracia, respeto (al voto), que día a día fueron perdiendo la capacidad de significar. Quizás sólo el relato que se construya de esos días les devolverá algún tipo de sentido pactado temporalmente. Mientras más plural sea el sentido, más potencialidades de emancipación real tendrán las palabras.
En momentos como el actual, el sentido común hegemónico ha estallado por los aires y se está en pugna por instaurar uno nuevo, aún por determinar. Lamentablemente, esta indeterminación suele ser altamente permeable a las violencias. Es como si los límites permitidos para una violencia controlada, que está siempre latente en toda sociedad, saltaran también por los aires. Y la violencia extrema, una vez desatada, carece de sentido y anula la capacidad de las palabras para construir un marco común para la disputa y para el diálogo.
Es así como, a un mes del inicio de la catástrofe en la que Bolivia se halla inmersa, el lenguaje se ha escorado hacia la muerte. Ahora abundan las palabras-trinchera, palabras inflamadas de miedo, palabras que configuran el cierre, la frontera, el muro, la violencia militar como fuente de certezas. Frente a toda negociación entre diversas identidades y universos heterogéneos, se ha elegido normalizar las palabras que obedecen a la lógica de la guerra: ellos o nosotros. Y ante ese escenario sólo queda esperar al silencio, aunque éste se alcance arrasando toda diferencia, aunque éste se consiga sólo generando muerte.
A un mes del inicio de la catástrofe, me pregunto: ¿hemos optado por diseminar el miedo en las palabras para así aprender a justificar la muerte? Casi sin darnos cuenta, las palabras que configuran nuestro horizonte de sentido ahora son terrorismo, sedición, hordas, vándalos. ¿Quiere decir entonces que nuestro horizonte es la más despiadada de nuestras fronteras? ¿Quiere decir entonces que nuestro lenguaje se ha convertido en uno de los mecanismos más eficaces para decir “protección necesaria” a algo que, en realidad, se llama masacre?
Y me pregunto con el corazón destrozado (pero claro, decir esto es sólo una fórmula que intenta adecuarse a lo que siento), me pregunto con el corazón en llamas (mientras me permito licencias poéticas que no alcanzan, que no pueden siquiera acariciar lo atroz en lo que nos hemos convertido), me pregunto con el horizonte de diálogo devastado ante todas esas formulas vacías que no admiten otra alternativa que la lógica del adversario, me pregunto: ¿qué hemos perdido al perfeccionar el lenguaje que justifica la muerte? ¿En qué nos hemos convertido al entregarnos obedientemente a la gramática de las cacerías? ¿Cuánta de nuestra humanidad ha quedado extraviada en el laberinto de las confrontaciones, que nos llevan a reafirmarnos en la certeza de que nuestra seguridad sólo puede conseguirse a partir de un mecanismo de muerte?
Para que tú vivas, otros deben morir, nos dice el poder soberano al que le hemos cedido incluso nuestro lenguaje. Porque los cuerpos de esos muertos, que consideramos no son de los nuestros, no tienen cabida en nuestro imaginario y por eso en lugar de guardar silencio, aprendemos de memoria las palabras-trinchera que limpian nuestra consciencia: hordas, vándalos, terroristas. Porque si fuéramos capaces de experimentar por un segundo el dolor de un cuerpo destrozado, el terror de morir atravesado por una bala en medio de la calle, la tragedia absoluta de una vida apagándose, entonces no podríamos simplemente emplear el lenguaje como si fuera inocente, como si pudiésemos seguir pronunciando la palabra horda ante un cuerpo que agoniza y no sentir que esa muerte condiciona por completo quiénes somos, nos señala contundentemente las limitaciones éticas del paradigma confrontacional en el que hemos decidido macerar nuestras certezas.
Estos días en Bolivia ni ante la muerte nos permitimos sentir semejanza. La lógica del nosotros frente a ellos no admiten espacio para la compasión, para la apertura radical y ética que implica hacerse cargo del dolor de los demás.
Toda lucha política es también una lucha por las palabras excepto cuando nos hallamos inmersos en los mecanismos de la necropolítica y nuestro lenguaje se repliega, incapaz de significar, en una pura justificación miserable de la muerte.