«No podemos negociar con aquéllos que dicen, «lo que es mío es mío y lo que es tuyo es negociable».
John Fitzgerald Kennedy (1917-1963)
El 25 de Octubre de 1977 en el Palacio de la Moncloa, nueva sede aquel mismo año del gobierno de España, se firmaron los llamados Pactos de la Moncloa que promovidos por Adolfo Suárez marcaron el paso definitivo a la transición democrática del país.
El nombre de «pactos», viene dado porque realmente se trató de dos acuerdos. El primero de ellos sobre la reforma del modelo económico, reafirmándose en la economía de libre mercado por una parte y el saneamiento del mismo por otra que, en esos momentos, era lo que resultaba más perentorio.
Por aquel entonces España se encontraba en una situación económica muy delicada por cuanto se habían unido varios factores, en buena parte debidos a las sucesivas crisis del petróleo, como una inflación excesiva, una alta tasa de desempleo, etc.
El segundo de aquellos pactos intentaba modelar el camino hacía un nuevo estado de carácter democrático. En el mismo se pretendía además la despenalización de cuestiones tan incomprensibles como el adulterio que, en la práctica, solo venía a condenar a la mujer mientras resultaba casi imposible en el caso de los hombres. O tan triviales hoy en día como el uso de anticonceptivos, prohibidos hasta ese momento.
Pero lo que verdaderamente se trasladaba en esa parte de los acuerdos eran materias tan fundamentales en un estado democrático como la libertad de expresión, de prensa, el derecho de reunión, de manifestación, de consolidación de los partidos políticos y las centrales sindicales, etc. En definitiva el punto de partida de lo que sería la Constitución que habría de venir un año después.
Los partidos que firmaron los Pactos de la Moncloa fueron la UCD, PSOE, PCE, PSP (Partido Socialista Popular), Convergencia Socialista de Cataluña (más tarde PSC), PNV y CiU. El Partido Popular, en aquel momento Alianza Popular, con Manuel Fraga a la cabeza, solo firmó el acuerdo económico.
En el caso del Partido Popular se da también la circunstancia que en el Pleno que se celebraría en el Congreso el 31 de Octubre del año siguiente para aprobar la Constitución, de sus 18 parlamentarios 5 votaron en contra y tres se abstuvieron. Otra de las paradojas que nos depara la historia reciente cuando cuatro décadas más tarde sus herederos propagan constantemente ser los principales guardianes de la misma y, como de los Pactos de la Moncloa, sus principales valedores.
A buen seguro que los Pactos de la Moncloa no fueron los mejores posibles, como del mismo modo ocurriera con la redacción definitiva de la Constitución. Pero como he referido también desde esta misma tribuna en alguna ocasión, las reticencias del gran capital agraciado hasta entonces por enormes privilegios y el permanente acecho de un ejército que había sido diseñado más para controlar a los españoles de puertas a dentro que de puertas afuera y al que el régimen franquista había obsequiado con todo género de beneficios, tal vez resultaron escollos de tal magnitud que impidieron llegar mucho más lejos.
Una alternativa imposible: La gobernanza mundial.
Sería de suponer que a muchas personas, salvo aquellas ofuscadas en el arrebato nacionalista patrio, les hubiera parecido oportuno que en una situación como la actual, con la totalidad del planeta implicado en una crisis como la del maldito coronavirus, una institución supranacional con la colaboración de todos los países en cuanto a medios técnicos y científicos, se hubiese hecho cargo de la situación.
Pero de la ONU que es quien debería representar ese papel ni está ni se le espera, debido a que ya se encargaron en su día las grandes potencias de minusvalorarla cercenando las atribuciones de su asamblea general y dando todo el poder de facto a su tan celebérrimo Consejo de Seguridad. Un órgano que se caracteriza por su carácter antidemocrático por cuanto el derecho a veto de sus miembros permanentes: EE.UU., Francia, China, Reino Unido y Rusia. Y que para colmo EE.UU. y otros países de relevancia han acabado dinamitando en buena parte por su falta de contribución a la organización.
En cualquier caso, en la coyuntura actual, este supuesto se antoja aún más difícil habida cuenta de los pormenores que está arrojando la presente crisis. Y es que no son precisamente los estados con menos recursos, como es lo habitual, los que están padeciendo las más duras consecuencias de la misma sí no son varios miembros del G20 los que encabezan tan dramática lista.
En principio los que más medios deberían contar para combatir la enfermedad son ahora los que mayor número de afectados presentan ya que, al contrario de otras epidemias más localizadas en ámbitos subdesarrollados –como suele ocurrir regularmente con el sarampión o la malaria, tal como citábamos en nuestro último artículo-, este COVID-19 no conoce de razas ni de fronteras.
¿Qué nos viene a decir esto? Que a la hora de hacer sonar las alarmas han primado de manera mucho más predominante criterios económicos que de salud pública. Dicho de otro modo que en este mundo que nos ha tocado vivir los privilegios de la economía quedan por delante de la vida de las personas. Sobre todo en los países de mayor desarrollo, donde por lo general la toma de decisiones es directamente proporcional a su volumen de negocio.
En lo que respecta a la Unión Europea ya sabemos que sus respuestas son desesperadamente lentas, tanto que a buen seguro de haber intentado llegar a un acuerdo para comandar la crisis sanitaria el puñetero bicho se hubiese puesto del todo las botas hasta acabarse aburriendo de si mismo.
En lo económico, tras varias decenas de millares de muertos en el continente, la Unión se ha decidido a poner algunos parches a la situación, al menos esta vez, por el contrario a lo sucedido en 2008 sin condiciones austericidas. Y todavía queda por ver si los famosos y tan necesarios coronabonos acabarán viendo la luz.
De los gobiernos de coalición.
En verdad poco o nada deberíamos decir de esto, si es que España al menos haya alcanzado su adolescencia democrática. Esté formado por dos o más partidos, sean de izquierdas, de derechas, del enigmático centro, de aquí o allá, pero se trata de una fórmula tan habitual en democracia que, digo yo, alguna vez tocaba que España habría de pasar. Dinamarca, no ha conocido nunca un gobierno con mayoría absoluta en tiempos modernos, Holanda está gobernada por una coalición de 4 partidos y así sucesivamente, con sus altos y bajos y sus lógicas discrepancias -líbranos allá donde nos las haya-, pero con absoluta naturalidad en toda Europa.
Y con toda sinceridad, creo que ya va siendo hora de dejar a un lado aquella estupidez de que «Spain is different!», más allá de la idiosincrasia propia de cada comarca, región o país. He viajado mucho, por toda Europa y si el puñetero bicho me deja lo seguiré haciendo, y con toda sinceridad, que no he visto personas con tres brazos, tres piernas o dos cabezas en ninguna parte. Es más diría si cabe que a mí me parecen todas iguales y solo advierto cierta diferencia en el habla, sin fijarme si quiera si tienen más o menos rosada la piel.
Que, por cierto, cada vez me hastía más ver los mismos centros comerciales, las mismas tiendas y los mismos escaparates en todas partes, echando de menos esa misma idiosincrasia a la que hacía mención antes.
Todos sabemos que nada más desearía el gran capital, el mundo de las finanzas y la gran patronal que el Partido Socialista le pegara una patada en el trasero a Podemos aprovechando la catástrofe y lo reemplace por el Partido Popular. Sería el suicidio para el PSOE como le ha ocurrido a otros partidos análogos en el resto de Europa, antes y después de 2008, y lo que es peor una nueva vuelta de tuerca a la ortodoxia capitalista, sin que las lecciones dadas por la presente crisis hubieran servido de nada.
En lo que le toca, Unidas Podemos deberá estar a la altura, aprender que el arte de negociar es el arte de ceder y que no se trata de apuntarse vía Twitter, día sí y otro también, tal o cual logro porque para eso quedan las campañas electorales. De lo que se trata es de remar todos hacia adelante y ser consciente que la utopía, aun manteniéndola siempre en el horizonte, por mucho que se corra nunca queda a nuestro alcance.
En cualquier caso apenas si ha tenido el nuevo gobierno la oportunidad de ponerse en marcha. Tras unos primeros esperanzadores pasos –la subida del SMI o de las pensiones-, tener que enfrentarse con la mayor crisis sanitaria y económica conocida desde hace casi un siglo y por tanto sin el correspondiente manual de instrucciones, ha venido a trastocar todos los planes previstos.
En esta última semana se han cumplido los primeros 100 días del gobierno de coalición. 100 días que a la mitad prácticamente de los mismos un diminuto enemigo ha resquebrajado las intenciones puestas en esta la legislatura. 100 días de supuesta cortesía que han transcurrido sin respiro por parte de una oposición incapaz de asimilar una vez más el veredicto de las urnas y empeñada en minar al gobierno para provocar su descarrilamiento cuánto antes.
El reto.
Francamente creo, a estas alturas de una hecatombe como nadie habría adivinado y que mantiene confinada de un modo u otro a la mayor parte de la población mundial, que todavía es demasiado pronto para hablar de algo parecido a una especie de «acuerdos de reconstrucción nacional», en el que se impliquen todas las fuerzas parlamentarias de este país y al que puedan y deban sumarse los representantes de los trabajadores y las patronales tal como ocurriera igualmente, algo más tarde, con los citados Pactos de la Moncloa.
Pero también entiendo que los mismos no han de ser cosa de un día, que dicha negociación será larga, complicada y como quiera que el puñetero bicho no va dar tregua de momento, tampoco está de más que vaya armándose un futuro que si ya se por tenía difícil ahora todavía resulta menos enriquecedor.
Pero puestos a arrimar el hombro, no se trata solo del futuro más cercano. Se trata, además de la reconstrucción de todo un país tras la catástrofe, de acometer una serie de reformas de las estructuras del estado que subsanen de una vez defectos adquiridos de otro tiempo y todo el daño causado en los últimos veinte o treinta años por la horda neoliberal. No en vano que la actual crisis sanitaria haya resultado una auténtica tragedia, en buena medida, resulta de haber volatilizado los recursos públicos en beneficio de la economía de mercado.
En dicho sentido y en numerosos ámbitos vuelve a rememorarse la figura de John Maynard Keynes, el hombre que diseñó una nueva manera de entender la economía desde la intervención pública en la misma y que a la luz de sus ideas se interpretaría un nuevo modelo de Estado del Bienestar que evitara que todos aquellos sucesos que acabaron dando lugar a la 2ª. Guerra Mundial pudieran volver a darse.
Es obvio que tenemos que asumir la realidad del capitalismo pero tampoco del mismo modo que cada vez que los problemas zarandeen a los adalides del mismo estos recurran al estado socializando las pérdidas para luego quedarse los beneficios. Aquella frase en 2008 del presidente de la CEOE, el ínclito Gerardo Díaz Ferrán: «habría que hacer un paréntesis en el capitalismo», para que entre otras cosas él mismo pudiera poner en orden sus fechorías, viene a resumir de manera muy gráfica toda una forma de actuar.
La crisis actual es, sin duda, la forma más dramática de aprender una lección que nuestra sociedad ha venido suspendiendo una y otra vez desde hace demasiado tiempo. Las consecuencias de ello las tenemos a la vista. Se necesita poner en valor lo público. De haber sido así, a buen seguro el COVID-19 no hubiera causado los estragos de la magnitud que está provocando.
En definitiva, se trata de dotar a un país de los recursos fundamentales que puedan comprometer un futuro mejor para todos. Algo a lo que solo se puede aspirar mediante unos servicios públicos de calidad y una administración garante de los mismos.
Hagamos pues un análisis general de la situación del tablero político en España a tales efectos para escudriñar qué se gesta en cada parte y veremos después con más detalle el reparto de papeles en el mismo.
A la derecha del tablero.
Si más deberían embargarnos las dudas acerca de la viabilidad del reto, lo es en especial por el clima tan reaccionario desatado en la derecha al gobierno de Pedro Sánchez que, desde el mismo momento de su formación en Enero pasado, no le ha dado ni un solo minuto de tregua. Una costumbre adquirida por la parte más conservadora de nuestro espectro político desde que José Mª. Aznar diera el salto a la política nacional, como reconociera en su día el mismísimo Luis Mª. Ansón.
Una arrebatadora forma de hacer oposición, difícil de encontrar en nuestro entorno europeo –por lo general solo desde la parte más escorada de esa misma banda ideológica-, y sobre todo en una situación tan dramática como la actual, pero que guarda ciertas similitudes a lo que le ocurriera también en su día a José L. Rodríguez Zapatero tras su llegada al gobierno.
Contra Zapatero se promovieron todo tipo de teorías «conspiranoicas», desde la derecha mediática para desalojarlo de la Moncloa a costa de los atentados del 11M. Hasta hubo quien se desgañitaba en la barra del bar acusando directamente a Zapatero de estar detrás de los mismos. Y no digamos cuando la crisis económica de 2008 le estalló en sus manos, aunque en la misma nunca podrá quedar exento de su responsabilidad, tanto como los gobiernos anteriores.
Un extremo este último que, aun todas las evidencias de que la denominada Gran Recesión fue el resultado de un endiablado entramado económico y financiero echado a rodar muchos años antes, la maquinaria conservadora ha endosado en su totalidad a la gestión del primer ministro socialista, con una sorprendente narrativa pero con un sonoro éxito entre la ciudadanía.
La irrupción por la derecha del Partido Popular -el partido que ha tenido la hegemonía en ese lado del tablero desde el retorno de la democracia a España-, de un partido ultranacionalista, ultramontano y con fuertes sesgos xenófobos, surgido como sus homólogos europeos a colación de la gestión de la crisis económica y de ese efecto acción/reacción que deriva de los cambios sociales, ha venido a enturbiar esa parte del espectro político conservador y, lo que es peor, a una rivalidad inédita hasta ahora que ha derivado en un peligroso ardor por demostrar, parafraseando a Serrat: «a ver quién es el que la tiene más grande».
El centro político.
A estas alturas del metraje sería difícil ubicar en dicho tramo alguna formación política desde el punto de vista ideológico más allá del PNV, un partido fundado en 1895 de larga tradición democristiana.
En esa especie de tótum revolútum que a veces resulta el centro político, sobre todo una vez que la ortodoxia liberal parecía decidida a echar por tierra cualquier otra adscripción ideológica que no fuera el culto al dinero, se han ido arrimando formaciones o parte de las mismas a un lado u otro de este, a buen seguro con la intención de pescar más allá de su habitual caladero de votos en una excesiva visión pragmática de la política.
Probablemente este haya sido el motivo del desastroso devenir de los tradicionales partidos socialdemócratas y laboristas europeos desde la irrupción neoliberal en el continente allá por los años 80. «Tony Blair», respondía Margaret Tatcher de forma sorprendente preguntada acerca de su mayor logro político.
El líder laborista británico junto al alemán Schröder, poco después Felipe González y así el resto de los partidos socialistas europeos fueron abandonando sus tradicionales postulados en un giro hacia el citado centro político –cuando no a posiciones propias del liberalismo económico-, con un desastroso bagaje para los mismos frente a su electorado natural. Siendo el caso del Partido Socialista Francés, el que fuera más poderoso de toda Europa, el más paradigmático al haber prácticamente desaparecido de la escena pública francesa.
Por el otro lado, hasta la irrupción de Vox, el Partido Popular solo tenía por su derecha un pequeño grupúsculo de partidos sin la menor relevancia. En definitiva venía a agrupar dentro del mismo todas las facciones de la derecha en España. Desde la más reaccionaria hasta la más moderada y liberal –en lo político-, en el entorno democratacristiano.
Dicha circunstancia tenía la ventaja que mantenía a buen recaudo a los que añoraban el antiguo régimen pero a su vez la contraprestación de tener que hacer concesiones a éstos de cuando en cuando –sus ambiguas posiciones con respecto al aborto, la homosexualidad o el feminismo son prueba de ello-, como reclamo a esa parte de sus electores.
Como se ha dicho eufemísticamente ello ha contribuido a que el Partido Popular nunca haya terminado su «viaje al centro político», y hoy en día, su rivalidad con Vox le ha hecho otra vez alejarse del mismo en lo que debería entenderse como una estrategia equivocada, tan perjudicial para el mismo cara a su electorado más moderado como para el devenir del país.
En cuanto a Ciudadanos, en sus horas más bajas desde su irrupción en la política nacional, parece encontrarse por enésima vez en proceso de reconversión y, al menos a simple vista, se diría que en esta ocasión sí se le aprecia cierta disposición a ocupar ese espacio centrista que tanto reclama.
El histórico lío de la izquierda.
O la permanente desunión de esta, una lógica dentro de su naturaleza crítica que le ha servido para aportar la mayor parte de los recursos sociales catalogados en las democracias occidentales pero le ha cribado siempre en exceso desde el punto de vista electoral.
Por fortuna, los estropicios causados por el entramado neoliberal en los últimos tiempos han ayudado a que un cierto positivismo se haya formado por una vez alrededor de los partidos de la izquierda y ello vaya dando lugar a nuevos pactos y coaliciones en algunos países europeos.
España ni podía, ni debía escapar a ello. Por una parte la aparición de Podemos que venía a ocupar el espacio que había dejado el PSOE tras borrar de su ideario la S y la O de sus siglas y abandonarse al imaginario socioliberal con Felipe González todavía al frente.
Por otra la renovación en el PCE con el relevo de su vieja guardia y su alianza con Podemos. Lo que unido al repentino cambio de rumbo del PSOE, por fin y tras un largo periplo electoral con altos y bajos por todas las partes, el primer gobierno de coalición de la presente etapa democrática española acabó dando a luz a primeros del presente año.
Todo ello a pesar de las idas y venidas del propio Sánchez y del arrogante ego de Pablo Iglesias erigido como figura indiscutible de Podemos. Tan vigoroso como ideólogo como ineficaz gestor de un partido que casi se había echado a perder fruto de su propia impericia y, qué duda cabe, de las inquietudes, impaciencias y sobresaltos previsibles de una nueva formación política que había cosechado un éxito sin precedentes hasta ese momento en el ámbito electoral español.
Continuara…
[…] Como decíamos la semana pasada no hace falta recurrir a muchas encuestas para comprender la necesidad de un pacto entre las fuerzas políticas que contribuya a la reconstrucción del país derivada de esta crisis. Pedro Sánchez lo sabe y con toda seguridad todos los líderes de las fuerzas políticas, con la sola excepción de aquellos cuyo único objetivo sea la asunción del poder. […]