Según las informaciones recabadas por las autoridades, más de 600 personas habrán perecido ahogadas en el mar Jónico la pasada semana, en otro episodio de esa interminable diáspora de personas que huyen desde el sur víctimas de la miseria, el hambre y la guerra, en busca de la condescendencia del norte.
Lo peor de todo: la indiferencia. La indiferencia de todas las instituciones oficiales implicadas en el asunto desde las encargadas de su salvamento y rescate hasta las implicadas en cuestiones migratorias y de asilo a refugiados.
Indiferencia de todas aquellas personas que miran a otro lado ante la tragedia y sobre todo de aquellas que criminalizan a los inmigrantes por el mero hecho de serlo y que cada vez acaparan más puestos de responsabilidad en esas mismas instituciones a lo largo y ancho del continente europeo.
Que para colmo cuestionan y limitan cada vez más las operaciones de salvamento de las ONG que operan en el Mediterráneo como esta misma semana denunciaba Médicos sin Fronteras a cuyo barco ni siquiera avisó el operativo de Frontex a pesar de encontrarse cerca de la nave siniestrada.
Hace también sólo unos días, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, el primer ministro de los Países Bajos Mark Rutte y Giorgia Meloni, la flamante primera ministra italiana que se inhibió sin pudor alguno el pasado mes de febrero del naufragio de otras 80 personas a escasos metros de la costa de Calabria, han suscrito otro acuerdo más con un nuevo pistolero al servicio de la UE, el autócrata tunecino Kais Said.
Otro más que añadir a la nómina de las ya conocidas de Marruecos, Turquía y las milicias libias que operan en medio de su interminable guerra civil. Países todos ellos donde la democracia y la libertad resultan ya de por sí cantos de sirena y las condiciones de vida de todos estos grupos de migrantes resultan dantescas.
Una sórdida manera de ponerle puertas al mar, como vimos el pasado año cuando los guardias marroquíes empujaban contra las vallas de la frontera española a los migrantes subsaharianos acampados en el monte Gurugú hasta perder la vida en tierra de nadie, como si se tratara de un escarmiento, en la mayor tragedia registrada hasta la fecha en la frontera de Melilla.
Mientras las condiciones de vida de todas estas personas sigan siendo deplorables –en regiones cada vez más inhóspitas, consecuencia del cambio climático y el inexorable deterioro medio ambiental- y las ricas democracias occidentales no tomen las medidas necesarias en todos los ámbitos, el Mare Nostrum seguirá convertido en un gigantesco cementerio a la vez de un infinito reguero de cadáveres.
Con los 600 muertos que añadir frente a la costa griega son ya más de 1.000 en lo que va de 2023 y más de 30.000 en los últimos diez años. Cuántos más tendrán que morir para que occidente reaccione al respecto si es que, en estos tiempos que corren, ello no acaba convirtiéndose también en otra quimera.