Decía Antoni Tàpies en El Arte y su lugar (1999) que la misión de los artistas es reciclar, mantener viva de algún modo, su manera de acceder al Misterio, lo que se traduce en un ejercicio constante de búsqueda y experimentación que permita al arte sostener el pulso contra un mundo de formas siempre cambiantes, al que hay que adaptarse cada segundo. Esta idea no puede completarse sin asumir, como Aby Warburg ─al que otras veces he hecho referencia y con el cual Tàpies demuestra en este aspecto importantes concomitancias─ que ese «Misterio» supone una constante hacia la cual se ha dirigido el arte de forma invariable desde su origen; pasan los tiempos y los estilos, pero nada habría apagado ni transmutado el viejo fuego de ese «poder misterioso que todos sentimos pero que ningún filósofo explica» (Goethe) a la luz del cual es necesario mirar las obras de arte, o al menos aquellas que merece la pena mirar.
Al abordar esta cuestión el artista tiene ante sí dos opciones, lanzarse hacia una enérgica exploración «hacia adelante», paralela en velocidad y ritmo al tiempo que avanza, o replegarse en busca de la esencia del misterio para encontrarla, volver con ella de entre las sombras y depositarla bajo el sol del mundo moderno. Una confrontación muy similar establecía el crítico John Ashbery entre la metodología de Pablo Picasso o Henri Matisse y la de Georges Braque, presuponiendo a este último un vagar meditabundo y feliz por su propio genio frente al examen exhaustivo que llevaron a cabo los otros dos durante toda su vida. Demuestra Ashbery además cierta simpatía o predilección por la fórmula de Braque, a quien considera todavía capacitado, desde su inocencia, para sorprendernos más allá de la pura novedad. No son el único ejemplo. Mientras Jackson Pollock bebe y chapotea en sus lienzos, Mark Tobey medita sobre el vacío, mientras Wassily Kandinsky llena páginas de ensayo, Hilma af Klint charla con los fantasmas…
Un personaje curioso dentro de esta onda fue el pintor italiano Amadeo Modigliani (1884-1920), protagonista de una biografía en extremo turbulenta a pesar de que, como creador, podríamos encajarlo mejor dentro de esa deriva más bien instintiva hacia un arte esencial, encaminado al hallazgo de sus propios lenguajes antes que al agotamiento sistemático de toda fórmula posible. De hecho, en un París de agitación vanguardista, Modigliani se perfiló como un bohemio clásico, descreído de las tendencias cubistas y futuristas que marcaban el patrón por entonces y continuador además de dos temáticas imperecederas como son la del retrato y el desnudo femenino, que abordará en un estilo personalísimo. Aunque algunos lo han hecho por ese motivo un enemigo, por ejemplo, de Picasso, una figura díscola, estamos más bien de un místico que, en el arte, no quiso configurar otra cosa que un espejo para el alma del mundo. Un solitario irremediable, aunque no le faltaron tampoco camaradas ni sus dosis de juerga.
Es Modigliani alguien de quien resulta muy difícil hablar sin tener en cuenta su frenética biografía, pero al que debemos intentar comprender más allá e incluso, diría, a pesar de ella… Nacido en Livorno un 12 de Julio de 1884, el mismo año en que Paul Verlaine publicaba Los poetas malditos, es precisamente su malditismo lo que le ha perseguido aún hasta hoy. A nosotros ha llegado la figura típica del artista decadente, pobre, bebedor de absenta y amigo de las relaciones tóxicas, el hecho de que se dedicase a la pintura funciona muchas veces como un mero telón de fondo a su drama vital, una vía para destruirse más romántica que si hubiera sido contable o panadero en Montmartre. Ese lado de Modigliani se ha llevado incluso al cine, de manera parcial y edulcorada, en varias ocasiones, por lo que no merece la pena insistir aquí sobre lo que ya tanto se ha escrito, filmado y divagado: vivió con intensidad. Ahora, hablemos de arte…
Huyendo de la prosaica, la industrial Livorno, y persiguiendo la promesa fulgurante de París, Amadeo llegará a dicha ciudad en 1906. Allí entra en contacto con el vastísimo universo de vanguardias que bullía en cada rincón de Montmartre y Montparnasse, barrios en los que residió, pero sin llegar a diluirse en ningún movimiento concreto; su sangre italiana y una temprana estancia en Venecia durante la infancia constituían un sustrato más que suficiente para marcar el carácter de un artista que jamás perdió de vista a los grandes maestros del pasado o, mejor, que no renunció a la porción de Misterio que habían logrado hallar en su pintura. Si el arte, al final, consiste en buscar esa especie de raíz primigenia y eterna, Modigliani usó las nuevas fórmulas a su alcance solo en la medida en que intuyó en ellas algo de este sustrato original, y no como un alarde necesario de ruptura o modernidad. Al tiempo que calle, alcohol, amoríos y compañías como la del mítico Maurice Utrillo daban forma a la imagen del artista caótico y autodestructivo, otro de aquellos locos que se movieron en la después llamada «Escuela de París», su mirada interior se dirigía únicamente a lo esencial, un peregrino más en busca de la perla…
En cualquier caso, la pintura de Modi no llega a descifrarse a través de la elucubración mental, sino cuando se mira. Decía Walter Benjamin aquello del «aura» de la obra de arte, algo que solo existía en el original y no sobrevivía a su reproducción técnica… Recuerdo la vez que por fin me crucé con una obra real de Modigliani, hace cinco años, en una exposición del Guggenheim Bilbao titulada Panoramas de la ciudad: La Escuela de París, 1900-1945. Era un pequeño desnudo, no especialmente famoso, la única obra suya de la sala… y allí me quedé. Desde el centro del espacio aquel liencito irradiaba una atracción superior a la de cualquier otra pieza: el misterio o, si se prefiere, la magia intrínseca del arte. Lo que se siente ante él es una impresión parecida a la que despierta un viejo ídolo griego, azteca, íbero o africano ─ y no es casual que, de todas las corrientes que recorrían París, Modigliani se sintiera atraído por el mal llamado primitivismo, que tanto gustó también a sus compañeros de generación─, una imagen cuya presencia trasciende su apariencia externa para invocar algo mucho más profundo: es decir, un símbolo, un arcano.
Aunque su intensa labor como retratista responde en gran medida a la acuciante necesidad de vivir, hay también en ella, como señalaba Werner Schmalenbach, un cierto instinto de «tomar posesión de los personajes de su entorno», idea que recuerda inevitablemente a lo que también se ha dicho sobre los animales que se asoman hasta nosotros desde las paredes de cuevas antiguas, un impulso de dominación mágica y estética sobre un mundo inmenso… Decía el ocultista y poeta francés Stanislas de Guaita, colega de los pintores simbolistas del siglo XIX, que toda obra de arte es una obra mágica, y que todo artista, en fin, es un mago o un hechicero; en Modigliani parece tomar cuerpo esta idea. Se da en él algo de ese hieratismo sagrado de otros tiempos, la reducción intencionada de sus figuras a rasgos geométricos mínimos que convierten a cada persona en un pequeño dios, sin perdernos en nimiedades o anécdotas físicas, en convivencia con su tradición clásica, la traída desde Italia, formas de una armonía y estilización que llegan hasta el extrañamiento, a la manera de Sandro Botticelli o de un todavía más enigmático Parmigianino, quien por cierto acabaría dejando la pintura por la alquimia.
Es tal vez ese extrañamiento, ese materializar algo venido de muy lejos, como de otra parte, lo que hace a Modigliani irresistible. Pero hay otra cosa que te atrapa: sus ojos, dicen, sin mirada… y aunque es cierto que en Modi el espacio destinado a los ojos se convierte en dos simples huecos, dos cavidades en un rostro de roca habitadas únicamente por una pincelada de color, creo que no hace falta nada más. Al fin y al cabo, ¿qué mirada tiene un dios? De unos ojos solo el color, la luz, el destello que podrán inundar y abarcarlo todo. No conformarse con la promesa de una mirada, sino querer rasgar el misterio que hay tras ella, eso nos expresan sus ojos vacíos, y es que, tal cual dirá más tarde Yves Klein, «en el corazón del vacío arden llamas».
«Lo que busco no es la realidad ni la irrealidad, sino lo inconsciente, el misterio de lo instintivo en la raza humana» (Amadeo Modigliani)