A estas alturas del metraje no podemos adivinar el desenlace final del caso del nuevo presidente del PP, Pablo Casado, que presuntamente consiguió un máster de manera más que dudosa, cuando en 2008 era diputado por la Comunidad de Madrid y ya empezaba a despuntar una prometedora carrera política. Sin embargo no es estrictamente este el tema que nos ocupa hoy sí no la reacción de una parte de la ciudadanía que, de algún modo, pretende exculpar al mismo de dicho vilipendio por considerar el asunto una mera cuestión baladí.
La completa inacción de la política española frente al fenómeno de la corrupción que nos ha puesto a la cabeza de tan lamentable ranking en el seno de la UE y recientemente a los pies de la justicia nada menos que al partido de gobierno de la nación, parece haber calado de tal manera en un buen número de ciudadanos que, si no de buen grado, han acabado asumiendo la misma como un mal irremediable. De ahí que el que Pablo Casado pueda postularse y con bastantes posibilidades de serlo para presidente del gobierno aun habiendo obtenido su titulación académica de forma fraudulenta, si ello llegara a demostrarse, según dicho modo de entender no es motivo suficiente para inhabilitarle al respecto.
Conforme van pasando los años, ahora que van a cumplirse cuarenta de la Constitución Española, es como si nuestra democracia anduviera perdida aún entre la senda de los impíos y el camino de los justos. Dicho de otra manera como si siguiera sumida en una eterna adolescencia y el tan azaroso virus de la corrupción, propio de modelos autoritarios, no haya quedado erradicado con el devenir del tiempo. En las centenarias democracias allende de los Pirineos, casos similares como el del flamante dirigente del PP y otros de mucho menor porte se han dado con cierta frecuencia pero han terminado generalmente de la misma manera, con la dimisión de quien se trate sin necesidad incluso de esperar resolución judicial al respecto.
La corrupción es un fenómeno que invade por lo general a la clase política y al mundo de la alta empresa en tanto en cuanto forma parte de las peores debilidades humanas: la avaricia y la codicia. Y conforme se van alargando los límites de éstas va invadiendo de manera progresiva las instituciones. Ocurre en España y del mismo modo lo hace en el resto de los países de nuestro entorno pero con una diferencia sustancial, mientras en España los respectivos sumarios se eternizan hasta poner en duda la misma independencia del poder judicial, en otros lares la respuesta es mucho más contundente e inmediata. O dicho más vulgarmente «cuando te pillan, lo pagas».
Y no solo eso, en España resulta tan contradictorio el asunto que cuando Manuela Carmena, que durante 30 años ejerció la judicatura, ahora en sus quehaceres como alcaldesa de Madrid ha fulminado de su cargo a alguno de sus concejales por lo que ha entendido una actitud impropia del mismo, incluso se le ha reprochado por su exceso de celo.
¿Dónde colocar el listón entonces? Una vez finalizada la Transición o al menos el primer capítulo de su inacabada versión, probablemente si Felipe González hubiese actuado con la debida contundencia en casos señalados como el del uso capcioso de un despacho de la Delegación del Gobierno en Sevilla por parte del hermano de Alfonso Guerra a finales de los 80, el devenir de hechos posteriores se habría desarrollado de manera distinta y la percepción popular acerca del tema de la corrupción se hubiese situado en órdenes bien distintos a los que viene manifestando habitualmente. Tanto que en los análisis que realiza Transparencia Internacional son los propios ciudadanos españoles los que aseguran una y otra vez tener una percepción absolutamente negativa de la corrupción política en su país.
La población de este país debe reaccionar ante el fenómeno de una vez por todas y no esquivarlo de manera tan contemplativa. El criterio de ejemplaridad ha de ser condición «sine qua non», para todas aquellas personas que ostenten cargos públicos y más especialmente para aquellas que han sido elegidas para su legitimización y representación por parte del pueblo. Y no pueden hacerse valer medias tintas cuando de una conducta inadecuada se trate.
Ha sido tal la falta de reproche ante la corrupción generalizada que han puesto en evidencia los dos partidos que han controlado la política en España desde la consolidación de la democracia, PP y PSOE, que puede considerarse un desdichado éxito de los mismos el que la mayoría del pueblo haya acuñado para sí el «todos son iguales», metiendo en el mismo saco a tantas y tantas personas que dentro y fuera de los mismos, entran en el mundo de la política con sus mejores intenciones.
El pueblo, más aún en estos momentos en el que los espurios intereses del gran capital se hacen cada vez más evidentes y su capacidad de persuasión en los representantes públicos tan fatales consecuencias está trayendo para la ciudadanía hasta empalidecer cada vez más el futuro de la humanidad, no puede seguir escabullendo sus responsabilidades y legitimar de ese modo el fracaso de la política.