En buena medida es cierto que aquel trágico 11 de marzo de 2004 marcó un punto de inflexión en el escenario político español. A partir de ese momento se perdió ese mínimo fair play que debe tener la convivencia democrática. Solo 3 días después de aquella masacre se acabó consolidando ese triste fenómeno de la «polarización» que ha ido in crescendo desde entonces, no solo en la política, sino también en cierta parte de la sociedad española.
Es verdad que tras la Transición ya se vislumbraba que su supuesto espíritu conciliador era más ficción y propaganda que otra cosa y tanto es así que el ahora tan idolatrado Adolfo Suárez, uno de los principales artífices de la misma, por aquellos entonces era vilipendiado desde ambos lados del tablero.
Que el caso Rumasa y las repercusiones del mismo ponían en evidencia que cierto modelo empresarial que tan bien describiera en su día Berlanga no se había ido del todo -en realidad no lo ha hecho nunca-, y que el «márchese Sr. González» y el intento de desestabilización del estado que protagonizaron a tal efecto las fuerzas conservadoras, cómo confesaría años más tarde el propio Luis Mª Ansón, ocurrió mucho antes que unas bombas sesgaran las vidas de casi 200 personas en los trenes de Madrid.
Pero la inaudita reacción del gobierno de José Mª Aznar, anteponiendo el interés de unas elecciones que se iban a celebrar 3 días más tarde a la verdad de los hechos, intentando ocultar la autoría de los mismos para evitar una relación directa del atentado con su papel como uno de los principales instigadores de la guerra de Irak y ello pudiera perjudicar a su partido en los comicios, ha sido uno de los episodios más deplorables desde el retorno de la democracia a este país a costa de la vida de todas aquellas personas que perecieron bajo las bombas.
La posterior derrota en las urnas del Partido Popular desencadenó una brutal reacción de la furibunda conservadora en forma de deslegitimación del nuevo gobierno; una estrategia que perdura hasta hoy cada vez que los populares quedan fuera del mismo.
Aquel terrible día
A buen seguro que cada uno y cada una de ustedes recuerdan qué estaban haciendo aquella mañana de tan fatídico 11 de marzo. En mi caso desayunaba en una cafetería antes de entrar al trabajo cuando llegaron las primeras noticias.
Al principio, sin conocer las características del atentado, la autoría de ETA se daba por hecho después de tantos años de actividad. Pero al cabo de pocas horas, cuando se iba descubriendo la magnitud de la tragedia, el modus operandi del mismo ponía en evidencia que la banda armada no tenía nada que ver con los hechos y que estos se correspondían con los modos y maneras habituales del terrorismo yihadista.
Cualquier observador de la realidad, capaz de poner en perspectiva los acontecimientos, podía darse cuenta que el gobierno de Aznar al pronunciarse de manera tan rápida como contundente, telefoneando directa y personalmente a los principales medios de comunicación -como se supo después-, para que atendieran sólo la hipótesis de la autoría etarra, lo que estaba haciendo en realidad era ganar todo el tiempo posible para tapar la verdadera autoría de los atentados por cuanto podía poner en peligro el resultado de las inmediatas elecciones.
Unas elecciones que se presentaban claramente favorables, a tenor de las encuestas, al Partido Popular y de las que sólo quedaba por dilucidar si este volvería a lograr o no la mayoría absoluta.
La jornada electoral
Si siempre resulta para el debate si quién gana unas elecciones lo hace por méritos propios o deméritos ajenos y aunque no hay encuesta más válida que la de las propias elecciones, parece obvio que la relación causa/efecto de los atentados y la nefasta gestión de estos por parte del gobierno hicieron que, más allá del arraigado voto conservador popular, algunos de sus votantes de orden más liberal se quedarán en casa o que junto a otros muchos en la izquierda fueran ese día a votar al partido socialista dando lugar a un imprevisto vuelco electoral.
Lo ocurrido después representa todo un esperpento de teorías conspirativas promovidas desde determinados medios de comunicación con la inestimable y necesaria colaboración de la insólita verborrea de muchos dirigentes del Partido Popular. Entre ellos el propio Aznar que preso de su habitual soberbia jamás ha pedido perdón –como ha sido el único del trío de Las Azores que no lo ha hecho con respecto a la guerra de Irak-, ni siquiera a los familiares de las víctimas.
Recuerdo, poco tiempo después a pesar del veredicto judicial y la montaña de pruebas policiales sobre la autoría islamista, escuchar una conversación en la que uno de los interlocutores aseguraba con rotundidad, ante la impasibilidad de sus contertulios, que era el PSOE quien de verdad estaba detrás de tan criminales atentados.
Algo que, sorprendentemente, no resultaba una anomalía sino que, todo lo contrario, se respiraba en el aire en no pocos ambientes donde la democracia nunca ha dejado de estar cuestionada en España.
Más tarde llegarían como en todo nuestro entorno las diferentes crisis económicas y financieras, la austeridad, la degradación de las clases medias, la pandemia, las crisis energéticas e inflacionarias y en lo que más particularmente nos toca el procés.
Pero en España, con una democracia que nunca ha superado la adolescencia, todos estos sucesos han servido de combustible para reavivar un incendio que empezó aquel 11 de marzo de 2004 y no se apagó nunca del todo.
Todavía hoy, 20 años después de la tragedia, el runrún de todas aquellas disparatadas teorías sigue vivo en determinados círculos que alimentan también esa ola reaccionaria que se hace cada vez más fuerte en todo el mundo occidental.
De aquellos barros estos lodos y la política española se ha ido emponzoñando cada vez más hasta acabar metida desde hace años en un lodazal de difícil salida por cuanto lo que menos importa para muchos de sus representantes no es la vida de la gente sino ese encarnizado enfrentamiento partidista entre el PP y el PSOE para hacerse con el gobierno del país.
Para colmo numerosos medios de comunicación –maniatados por una propiedad completamente ajena a la profesión-, donde aquella máxima del periodismo «informar, enseñar y entretener», ha quedado desvirtuada por sus intereses de parte y unas redes sociales cada vez más infames han acabado alimentando un monstruo que fue vencido en la II Guerra Mundial pero nunca derrotado del todo.
Dando alas a una poderosa corriente en extremo conservadora, ultra nacionalista y xenófoba que ha hecho del odio un poderoso instrumento con el que está envenenando al pueblo, está poniendo a temblar los cimientos de la democracia y por ende todos los valores de la humanidad misma.