L’Hirondelle et la Mésange (La Golondrina y el Carbonero) se formula como uno de esos casos en que la decisión final de la producción puede truncar la carrera de una gran película, silenciando un más que digno trabajo del director teatral y crítico André Antoine (1858-1943) con el que podría haber brillado este documental rebosante de poesía y naturalismo, testigo de una parte de Europa recién salida de la guerra que intentaba resurgir de sus ruinas. Que exista o no una llegada a puerto de un proyecto cinematográfico depende de muchos elementos ajenos a la ilusión y trabajo depositados en el proceso de producción. Una cuestión lamentablemente bastante frecuente en la historia del cine, en la que ha habido casos de paralización de planes que han tenido más resonancia que otros. La posibilidad de alcanzar o no la meta de la sala del cine ha obedecido a diversos factores como los económicos durante la producción, enfermedad o muerte sobrevenida del principal responsable del rodaje, escasez de material por las guerras, desavenencias con los de arriba o un primer montaje que no es del gusto de la producción y distribución… Algunos permanecerán para siempre amordazados, a otros se les cruza el azar y pueden reflotar del olvido.
En este último caso se situó esta película rodada en 1920 en Bélgica por el río Escalda hasta llegar a la frontera con Francia. Cuando se presentó a Charles Pathé la desaprobó sorprendido y desconcertado, encontrándose Antoine su no consideración de película como tal debido a su largo metraje, su realismo, un escenario fuera de estudios (principalmente en exteriores) e interpretaciones nada exaltadas, sino provistas de un verismo y sobriedad poco acostumbrados. En definitiva, un producto que adoptaba la forma de documental adelantado a su tiempo en una temprana década de los veinte, bastante incomprendido por su riqueza innovadora en el planteamiento y esa permanente priorización de la descripción del entorno y su idiosincrasia, más que del desarrollo de un hilo argumental al uso. Sólo gozaría de una discreta proyección sin repercusión en 1924 en un Cine-club de París para nunca ser estrenada en salas, perderse esa copia y esfumarse durante sesenta años al ser descubierta por azar en las colecciones de la Cinémathèque française. Observando la importancia histórica y calidad del hallazgo se planteó de inmediato una nueva versión sintetizada a cargo de Henri Colpi de las seis horas encontradas, la inclusión de intertítulos originales del mismo André Antoine y una música original de Raymond Alessandrini con tres temas del célebre Maurice Jaubert. Esta decisión desembocó en un estreno verdadero en la Cinémathèque en 1984 que hacía justicia a esta especial película, la cual sería plenamente restaurada y corregida digitalmente en 2012, que es la que se puede disfrutar ahora en una alta calidad. (Enlace a la película en la página de la Cinémathèque).
La primera idea que viene a la cabeza en el primer visionado es inevitable. Esa corriente de Cine fluvial tan delicioso que ocupó unos años la filmografía francesa como contrapartida aquella rígida espacialidad del Film d’Art –buscando escenarios vivos, frescos, cambiantes, muy distintos a los yermos y secos del western también que provenía de EEUU– gozó de mucha aceptación entre el público. Hubo muchas y muy célebres en la década de los ‘20 en torno a los ríos que conjugaban con maestría poesía y documental, pero nos acordamos más de la imperecedera y más tardía L’Atalante (1934) de Jean Vigo que, desgraciadamente, la comenzó a editar muy enfermo sin llegar terminada por él al estreno. Un montaje en otras manos final que no conservaba su espíritu y al que le cambiaron el título no terminó de cuajar en su momento. La excelente película de André Antoine nos lleva irremediablemente a la obra maestra de Vigo de forma involuntaria porque es enorme la estela de L’Atalante. Podríamos decir que ésta resultó ser el punto álgido y de convergencia de este subgénero fluvial debido a que sublimó y cristalizó con ingenio lo poético, lo vanguardista, el drama social, la incipiente modernidad, libertad y un toque de anarquía, como si fuera una eclosión de todas las anteriores.
Sin embargo, la dirección de la interrelación de las dos películas debería tener un sentido inverso si hemos de ser justos. El conocimiento de que se rodó catorce años antes ésta de André Antoine la colocan en un lugar preferente, porque anticipó esta inquietud de evolución de temáticas, de paisajes, del tránsito al género documental. Fue precursora antes que La Belle Niverneuse (1923) de Jean Epstein o que La Fille de l’eau (1925) de Jean Renoir, excelentes ejemplos de esos años también. Pero el curso de los acontecimientos al no ser estrenada la invisibiliza, subrayando la idea de que sería necesaria una reescritura de la historia del cine no sólo con ésta, sino con muchas más películas enmudecidas. Desconozco si sería vista por esos directores o por un joven e inquieto Jean Vigo de 19 años en 1924 en ese único y desangelado pase. Si este texto fuera invadido por la ficción, cabría imaginar que después de vagar por muchas ciudades en internados después de la muerte en la cárcel por problemas políticos de su padre, Vigo llegaría a París en 1922 pudiendo haber estado esa tarde allí disfrutando e inspirándose en la frescura renovadora de L’Hirondelle et la Mésange y su inagotable modernidad.
Conocidas son las constantes reinterpretaciones y reescrituras en todas las artes. En las visuales, es natural ese diálogo entre obras que no pueden considerarse burdas copias, sino que forma parte de un proceso de evolución del arte por la influencia de unos creadores a otros, que se ha mantenido y se mantendrá. En el hipotético caso de que Jean Vigo hubiera acudido a la proyección ese día a ver la de André Antoine, ésta le abriría una puerta al mundo de las péniches (barcazas), al potencial cinematográfico de su recorrido visual por el curso de los canales siendo testigos del costumbrismo, de las diferentes culturas de cada pueblo o ciudad, de su folklore y, sobre todo, de las intrahistorias generadas por sus moradores conviviendo en esos habitáculos minúsculos a modo de hogares nómadas; enamorándose, peleándose, con espacios exteriores en continua metamorfosis. Habitados por personajes abiertos a conocer mundo, dispuestos a permearse constantemente del paisaje y entorno, a buscar horizontes vitales entre miradas de nostalgia por esquivar constantemente el arraigo.
En realidad, estoy describiendo las virtudes de la obra de André Antoine que –esto sí es objetivo–, demostró su desacuerdo cuando vio el estreno de L’Atalante en 1934. Según he podido leer en la página de la Cinémathèque, cito textualmente: “Numerosos reportajes publicados en las revistas especializadas Cinémonde y Pour vous acompañaron el rodaje. Dos grandes nombres de la crítica se alzan como defensores o detractores de la película: por un lado, el historiador del arte, filósofo y ensayista Elie Faure; del otro, André Antoine, reconocido director de escena y realizador, autor de la película L’Hirondelle et la Mésange en 1920, cuya acción se desarrolla también en el mundo de las barcazas”.
Ellas son un hogar mutante en decoración exterior, cosmopolita, las que posibilitan una permanente vida errante elegida por personas en perpetua adaptación a los cambios, abiertas a diferentes culturas y personas que marcarán sus vidas. Pobladores de agua dulce
Sin conocer ni poder encontrar el porqué exacto de ese descontento por la última película de Vigo, ni llegar a poder elucubrar, si el estudiante universitario Jean Vigo no la conoció –con seguridad si se haría eco de ese corpus fílmico alrededor de lo fluvial anterior a la suya mientras se formaba en su cinefilia–, sí resultan muy interesantes sus conexiones, sus embarcaciones, los paisajes, su poesía, su desencanto en algún momento, si bien la del malogrado director tiene una arquitectura más vanguardista. Es más romántica, más libre, aún más fresca, pícara, menos dramática y más pasional, erigiéndose con méritos como una de las películas más emocionantes y grandes del cine mundial.
Pero dediquémonos por fin a describir más virtudes de esta película ocultada tanto tiempo y redescubierta felizmente, aunque de forma tan tardía. Sin duda, L’Hirondelle et la Mésange podría ser la punta de lanza del Cine fluvial, constituyendo un documento visual relevante de su tiempo, pues las cámaras llevadas en esas péniches se convierten en los ojos de su época y el de los nuestros que participamos del rastro óptico dejado a su paso por esas embarcaciones gemelas que van de la mano por esas aguas mansas. Una cámara en movimiento y en diferentes ángulos que se hacen invisibles al personalizarse y adentrarnos en su discurrir lento a través de la vegetación, animales, trabajadores del campo, puentes, ciudades intactas y otras que no tuvieron tanta suerte en la I GM exhibiendo sus ruinas. Las barcazas apodadas como pájaros del matrimonio Pieter y Griet, acompañados de su hermana pequeña Marthe, transportan carbón y materiales de construcción destinados al resurgimiento de las ciudades fantasmales de posguerra. Ellas son un hogar mutante en decoración exterior, cosmopolita, las que posibilitan una permanente vida errante elegida por personas en perpetua adaptación a los cambios, abiertas a diferentes culturas y personas que marcarán sus vidas. Pobladores de agua dulce dibujados por Antoine en la cubierta siempre ajetreados limpiando, sacando agua en cubos, cosiendo, comiendo y que, cuando tienen un momento de ocio al final del día, se sientan o recuestan con mirada melancólica al curso del canal y su devenir como metáfora. Muy bellos son los repetidos planos dorsales de los personajes mirando hacia el discurrir del agua (viendo lo mismo que nosotros sobre ese futuro siempre abierto e incierto) que se insertan entre escenas documentales y que aportan la poesía que compensa la continua descripción del entorno.
La escasa ficción de esta joya visual la añade la historia de ese triángulo familiar, el contrabando de unos diamantes escondidos (algo muy habitual entre los pénichards a causa de su debilitada economía) y la entrada de un cuarto miembro como ayudante para pilotar una de las péniches que desestabilizará la convivencia entre el enamoramiento, el recelo, el engaño y la avaricia. Existe un costumbrismo y sensibilidad en los planos secuencia de Antoine con desayunos muy vistosos al aire libre en cubierta, la forma de pescar con una red cuadrada, en cómo se alimentan las gallinas y el perro que los acompañan o cómo arrastran alguna vez a pie las embarcaciones con una larga cuerda en jornadas extenuantes. Todo rodado con una esencia naturalista apuntada al principio del texto que contagia vida y que recoge momentos vitales tan reales, como atractivos. Como especialmente atractivo e íntimo –cercano al erotismo– resulta la forma de enrollarse Griet una tela de encaje en su cuerpo desnudo comprada en Amberes para ocultarla en la aduana con Francia. Uno de los escasos planos en interiores.
Observamos también la tecnología de su época en los puentes levadizos que nos transportan al cuadro de Van Gogh o los que rotan con el trabajo de manivela, así como en los barcos enormes en ciudades importantes con los que se cruzan. Asimismo, resultan muy interesante las fiestas de Amberes con esa procesión multitudinaria rodada con cámaras no visibles, los edificios históricos tan bellos por los que pasea el cuarteto o cuando se divierten en Temse en una feria donde se tomarán una imagen. Un verdadero homenaje a lo que el cine debe a la fotografía con ese plano del revelado que sostiene en las manos y que les causa expectación. La película trasmite tranquilidad por la observación dilatada y parsimoniosa de las calles y sus viandantes, por la naturaleza y esa vida paciente de muelle en muelle donde dormir. Rezuma vida, cuidado y mimo de los personajes y lo que los rodea. Antoine se enamora de lo que rueda (hace alarde de su conocimiento teatral y puesta en escena con la composición de planos visualmente inmejorables) y así nos lo hace ver en secuencias fabulosas bellamente iluminadas por el director de fotografía habitual de Julien Duvivier, René Guichard. Pero también va in crescendo lentamente en tensión por un guion secundario que terminará en drama y que marcará un rumbo dudoso al llegar a Francia al bordo de las dos embarcaciones con un intertítulo que dice: “Por los canales de Francia, l’Hirondelle et la Mésange avanzan lentamente por el agua que guarda su secreto”. Un texto y una imagen muy bien casados de las embarcaciones que miran al futuro, dejando un final abierto, arriesgado y aleatorio.
Un final que complementa el espíritu de la película y de sus personajes en constante proceso de metamorfosis, los cuales no cuentan con elementos estables y repetidos a los que asirse más que esas casas flotantes y sus interiores. Hogares sin ancla, nunca definitivos, a merced del agua que nunca se detiene componen esta joya demorada largo tiempo en reconocimiento al testamento cinematográfico de André Antoine.
DIRECTOR: ANDRÉ ANTOINE. TÍTULO: L’HIRONDELLE ET LA MÉSANGE. AÑO: 1920. PAÍS: FRANCIA. GÉNERO: Documental drama. DURACIÓN: 1 h 18 min. GUION: Gustave Grillet. INTÉRPRETES: Maguy Deliac, Pierre Alcover, Louis Ravet, Jane Maylianes. MÚSICA: Raymond Allessandrini, Maurice Jaubert (versión restaurada). FOTOGRAFÍA: René Guychard. MONTAJE: Henri Colpi (versión restaurada). PRODUCCIÓN: Societé Cinématographique des Auteurs et Gens de Lettres (SCAGL). RESTAURACIÓN: Cinémathèque française (1984).