Uno puede sentirse solo ocasionalmente, incluso puede desear ese vacío que provoca la imposibilidad de comunicar durante horas o de relacionarse en el espacio con personas más o menos próximas, lo que difícilmente es asumible es saber que esa situación es irreversible, que de la noche a la mañana tus escasos momentos de comunicación han desaparecido y estás obligado a administrar tu soledad absoluta sin caer en la desesperación; aguantando la lágrima, reservando las fuerzas para no desaprovecharlas rindiéndote antes de tiempo. Charlie es un chico solitario obligado a administrar su soledad desde la infancia, pero que cuenta con el cobijo mínimo de un hogar y un padre. No es el mejor padre, ni es el mejor hogar, «ojalá todo fuera distinto» dice el padre, pero es, al menos, un padre que está en ocasiones, que habla con él, que, a su manera está pendiente de un hijo que, también, es el único asidero real que mantiene el adulto para no desmoronarse en una soledad absoluta. Cuando la sensación de abandono empieza a hacerse irrespirable, Charlie puede sacar de su bolsillo una vieja fotografía, una mujer joven y un pequeño niño rubio sonríen a la cámara. El último recuerdo, el único recuerdo, de una madre que decidió dejar de seguir ocupándose de su hijo porque perdió la necesidad de seguir siendo madre y decidió emprender la huida, como Charlie cuando corre, pero sin intención de volver.
El mundo en el que Charlie se mueve es el de la inestabilidad permanente, el de los frigoríficos vacíos, desorden, falta de dinero. Cada mujer que comparte una noche con su padre puede transformarse en una nueva «madre», por eso Charlie observa, analiza su carácter hogareño, valora cómo se dirige a él, aprecia un desayuno colosal en medio de tanto desencanto. Charlie no quiere una nueva madre, sino un hogar estable, lo más estable posible para no tener que usar el footing como un escape mental cuando el nivel de ahogo resulta insoportable, y la estabilidad en su mente juvenil parece ligada a la idea de la pareja, que su padre encuentre su propio referente vital para que no decida, otra vez, cambiar de casa, de ciudad, de trabajo, para que deje de huir y se dedique, todos los días, a ser padre. En el cine de Haigh los sentimientos se tocan, se respiran, no se verbalizan, o al menos, la economía de palabras es una parte de su señal de identidad. Con «Week-end» y con «45« el director británico se posicionó en el retrato moroso de sentimientos que van avanzando, que van acumulando experiencias y sensaciones hasta colapsar. Con Lean on Pete el esquema se mantiene, quizás en exceso, quizás la historia exigía menos recorrido, pero entonces la angustia vital del personaje principal no se sentiría tan agobiante para el espectador si ese camino fuera más breve, más condensado.
Cada vez que Charlie decide hacerse adulto y luchar contra la soledad, la vida le da un revés que le deja al borde del k.o. Es entonces cuando siente el primer impulso de correr, de lanzarse hacia delante pero siempre con un objetivo. Son carreras espontáneas pero con meta conocida, son reacciones inmediatas ante las tremendas experiencias a las que se ve sometido el personaje juvenil. No conviene ni desvelar los acontecimientos ni el objetivo final del muchacho, forman parte de su necesidad vital de luchar contra la amenaza de una soledad absoluta. Por eso cuando Charlie consigue alcanzar su meta final la sombra de una duda permanece, ¿puede ser verdad que, por fin, la estabilidad haya llegado a su vida?, ¿es posible poder pensar, por fín, en algo que no sea en el día a día, en el cómo conseguir lo mínimo para sobrevivir? La duda del espectador acompañará al propio protagonista. Su silencio, su aparente incapacidad para demostrar sus verdaderos sentimientos, su lucha constante por aferrarse a una manifestación de cariño, de compañía, de comprensión, hacen de Charlie un personaje que transmite empatía, un personaje al que queremos empujar para que alcance su destino en Wyoming y, por fín, pueda recibir ese abrazo que está necesitando para provocar la catarsis emocional que le devuelva a la niñez en vez de mantenerse como adulto prematuro.
Esa catarsis, que relaciona Lean on Pete con Estiu 1993; películas ambas en las que la muerte ronda la infancia y adolescencia de sus protagonistas; mantiene el ritmo reposado, la acumulación de sentimiento continua sin caer en el melodrama que busque el efectismo barato y sensiblero. A Charlie le pueden asomar las lágrimas, pero siempre lo harán con timidez, como es él en realidad. Pero Haigh nunca asume el reto con una necesidad de dar rienda suelta a un torrente emocional que termine eclipsando la evolución del personaje en medio de la progresiva desaparición de apoyos que busca para madurar. Los golpes son duros, a veces cruentos, otros meras decepciones en las personas; las reacciones pueden ser de huida o de venganza, de pérdida o de rescate, pero en la dureza de la situación no hay regodeo en la miseria material o en la ausencia de amor para el personaje. Sufrimos con él sin necesidad de derrumbarnos hacia las simas de la depresión. Su lucha es coraje al límite, entereza mental en medio de su probable derrumbe definitivo si su última salida también colapsa. Apoyarse en Pete es una metáfora de lo que Charlie busca, apoyarse, apoyarse en una persona aunque hasta que la encuentre bien valga un animal al que rescatar de una muerte anunciada. Hay un sustitutivo de la madre perdida en su comportamiento con el caballo de carreras llamado a ser sacrificado. Si nadie, por poco que haya sido, hubiera asumido su cuidado en la infancia, hace tiempo que Charlie podría haber muerto, así que «Lean on Pete», el caballo del título, se transforma en un peluche vivo que llena el espacio vacío de la noche, como ese oso infantil, recuerdo del tiempo en que alguien lo recogía, lo arropaba en la cama y le daba calor mientras se adormecía.
Haigh cambia el Reino Unido por los territorios de California y Wyoming, cuál sea el motivo real de este cambio de escenario de esta producción británica lo desconozco, pero en el camino de Charlie desde el hogar perdido, hasta el reencuentro con un pasado familiar más cercano, intentando crear su nuevo espacio, el director aprovecha para introducir el elemento necesario de crítica social con la misma falta de estridencia que ofrece el discurrir dramático de la historia, algo que hace con más ahínco y sin cargar las tintas que la reciente The rider, de Chloe Zhao, una de las injustamente olvidadas películas de 2017. El progresivo acercamiento del adolescente al lumpen, su recorrido por carreteras secundarias, por circuitos hípicos de tercera división, por los barrios marginales de las poblaciones por las que va circulando, consiguen evidenciar la acumulación de miseria, abandono, supervivencia al límite de ciertas capas sociales de la América olvidada en la era Trump y Obama. La ruina, la miseria, el paro, el hambre, la enfermedad, el fraude, el delito, se van presentando ante Charlie como integrantes de un nuevo paisaje común del que quiere huir aunque sus armas sean tan limitadas que necesite emplear la violencia para hacerse respetar y conseguir llegar a su destino. Ese destino desde el que Charlie, tras seguirle en una nueva carrera, como la casi inicial, por la nueva urbanización en la que ha decidido intentar asentarse, nos mira de perfil con un interrogante al que no sabremos responder. ¿Ha encontrado Charlie su sitio, o, como tantas personas que ha ido conociendo en su periplo, incluídos sus padres, su futuro está encadenado a la provisionalidad, al cambio constante, a la huida en busca de un mejor futuro y de una compañía nunca asegurada?. Así es la vida, sin respuestas seguras.
Ficha técnica |
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