“¿Y qué es una viuda?”
“Pues una mujer a la que se le ha muerto el marido”.
«Y viudos, ¿también hay?”
“Pero menos. Cuando la mujer espicha, no dura ni uno. ¿Tú has visto algún club de viudos? No se lo pasan bien.”
¡Qué fácil me explicaban las cosas de pequeña en mi familia! Para mi padre, las viudas eran viejas, sin duda, pero viejas alegres, zampadas en la playa bajo la sombrilla, sin nada que hacer salvo cuidarse a sí mismas y llevar el luto. Verlas en comandita era un espectáculo, nada se les nublaba. Era tan sencillo lo que entendía por “viuda” cuando era niña que mirando atrás, ese relato apenas ha cambiado. ¿Cuánto de esperpento tenía la viuda lorquiana y cuánto la hooligang de Benidorm? Ambas eran retratos creados por espectadores que no sabíamos o no queríamos entender.
Porque si a nadie le gusta hablar de la muerte, menos aún de quien se queda. ¿Por qué pararnos a hablar de las viudas? Lidiar con el dolor ajeno, ya se sabe, es algo a lo que lo no se nos ha enseñado a enfrentarnos. La incomodidad de que cualquier consejo envasado para paliar un malestar emocional se sabe de antemano inútil nos confunde de tal manera que siempre ha sido más fácil evitar a quienes sufren tales tormentos: en la rotonda emocional en la que entramos para desviarnos de ver a alguien penar –ese alguien que la mayoría de las veces nos importa mucho- la salida rápida no convence a nadie.
Las viudas quedaban así como seres que mágicamente se recomponían solos por la llamada del deber, un deber que tenía un nombre: el hogar. Pocas eran una Hanna Glawari, la protagonista de la ópera alemana de “La viuda alegre”: un personaje acaudalado cuyos vecinos intentan buscar un hombre para que no se vaya del pueblo junto a sus ingresos. Las viudas, casi todas sin la formación suficiente al dejar los estudios al casarse, sobrevivían –sobreviven- con escasas pensiones con las que chiquillería y casa debían salir adelante. Con cuatro duros y estigmatizadas, solo se les ha levantado el estereotipo para, como mucho, tildarlas de cazafortunas si eran jóvenes o casos perdidos, si ya peinaban canas.
Sin embargo, según los datos del INE, sólo el 4,3% de las viudas deciden volver a casarse y rehacer su vida. ¿Adivináis por qué? La perspectiva de volver a los cuidados y las tareas domésticas del cónyuge quitan las ganas a cualquiera. Según ese mismo estudio, el mínimo porcentaje no quiere decir que no quieran compañía, sino que la “distancia social” ya la entendían desde hace tiempo de otra manera: la tendencia se llama “living apart together”, una forma muy moderna de decir, mira chato, tú en tu casa y yo en la mía. Hasta tu abuela Pura le daría al like sin sonrojo al “arrejuntarse”.
Pero este no es un artículo de divulgación sobre datos y cifras. Las viudas eran alegres, según mi padre, porque comadreaban. Mientras en el bar se hacinaban en la barra, cabizbajos, los viudos del pueblo, las mujeres se cardaban el bisoñé tan alto como la luna, se subían las medias compresoras y se iban a tejer, al portal, a Benidorm. Algunas viudas viajaban y tenían vida propia, y eso no siempre se les perdonaba. Las viudas, eso sí, siempre tenían a otras viudas.
Y con viudas que dejan sin aliento me sigo encontrando. Termino de ver el primer capítulo de “El fin del silencio”, la serie documental de Jon Sistiaga sobre ETA donde se da voz a todos los protagonistas de esta parte de la historia de nuestro país, de la no sabemos nada la mayoría, cegados por los prejuicios y el miedo de este país a revisitarnos en la memoria. En este primer episodio asistimos a la reconstrucción del asesinato de Juan María Jáuregui en el año 2000. Se le da voz a uno de los implicados en su muerte, Ibon Etxezarreta, que esperaba en el coche a la salida de sus compañeros en el atentado. Pero no es él el centro de la historia para mi, ni Jáuregui siquiera. Habla con voz propia su viuda, habla de su dolor, poco, como lo hacen las euskaldunas, lo justo para dejarte de piedra y no dar ni una miga al sensacionalismo.
Maixabel Lasa explica cómo Juan Mari fue su mayor influencia y cómo se acabó todo. Cómo debió salir adelante con las miradas del pueblo y una hija. Y también cómo, después de estar a la sombra de su marido en su etapa política y activista, decidió dar un paso adelante porque el fin de la violencia debía partir de un proceso sanador, en sus palabras, que crea en “las segundas oportunidades”. Hete aquí que la última parte del capítulo nos enfrenta a asesino y viuda, juntos en escena, compartiendo mesa y comida. El impacto no es nuevo para ellos: se conocen desde 2014 gracias al proyecto de la cárcel de Nanclares que puso en contacto a víctimas y verdugos. El espectador se revuelve en la silla, otra vez incómodo, porque en su mente la ecuación de la compasión no encaja. Esos dos juntos, dialogando, ¿cómo es posible? Lasa impresiona: no es una viuda doliente, a pesar de que afirma que Juan Mari fue su vida. Ibon recuerda su primer encuentro con ella como una bola de demolición: esperando la venganza de las víctimas estas les tendieron la mano, aceptando que el horror se había llevado por delante a unos y otros. La viuda le enseña al condenado cómo ha pochado los pimientos. La viuda le dice que siente cómo debe sufrir su madre. La viuda es la viuda de Jáuregui, pero también Maixabel , parte completa y protagonista. Sabiendo que en ese proyecto tan rompedor y valiente también hubo hombres, no se me ocurre a nadie más capaz que intentar reconstruir tan debacle solo con la palabra, el amor y la valentía que a personas como ellas. Una mujer que sola, que ha de enfrentarse a todo. A veces, la pobreza, otras el olvido, las que menos, pero aquí estamos, con quien te lo arrebata todo. Sin miedo y sin nadie más, cambiándolo todo: ni la primera ni la última vez en la historia.
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