¿Cómo cuidar cuando no estás presente?
¿Cómo te perdonas el no estar mientras que los días van serpenteando la memoria en la piel de los tuyos?
En la llamada rutinaria del sábado, mi madre relata las últimas novedades por casa y el pueblo. Noticias que incluyen desde los nuevos embarazos y los que se han arrejuntao‘, hasta sus riñas con el gato de mi hermano y la artritis del perro. Sin embargo, últimamente, el estado de salud de otras personas queridas se va introduciendo en las conversaciones, abarcando cada vez más espacio, más tiempo, más temor.
Aunque no es la primera vez que hacemos repaso conjunto de los malestares de familiares y vecinas, esta vez, al colgar el teléfono, me doy cuenta que estoy paladeando una bebida densa, gris oscura, amarga. Intento tragarla sin más, pero se va deslizando lentamente por la faringe hasta llegar al estómago, cual uñas de gata dejándose caer desde lo alto de la cortina. Ahí se clava y, como si mi estómago fuera un territorio por conquistar, decide colocar – o más bien asestar – su bandera en mis entrañas. Mi cuerpo se rinde y se doblega ante la conocida conquistadora. Bienvenida a casa, culpa.
Hace años, junto con otras hermanas, salimos de casa con las maletas cargadas buscando un no sé qué del progreso y de llegar a ser alguien en esta vida. Por lo visto, en ese momento aún no éramos. Se ve que necesitábamos que nos tallaran y que nos validaran en otros espacios por gentes que no sabían del olor a mandarinas recién cogidas del árbol, de la paciencia en la infancia para ir recogiendo y abriendo piñones uno a uno, ni del picor de la piel tras pasar la tarde saltando y aterrizando en montones de paja.
Nos marchamos del calor del hogar y los abrazos que nos daban la vida alentadas por un sistema que desprecia el campo en el que nos criamos y las pulgas que jugaban a marcar senderos en nuestra piel. Aunque nosotras no supiéramos a qué se referían en casa con ese ideal a perseguir, ni cómo conseguir que cupieran los pijamas con tantas expectativas familiares depositadas en tan sólo dos hombros que aún estaban en desarrollo. Cerramos la maleta y marchamos.
Esa fue la primer vez que nos fuimos, pero no sería la última.
Con el paso del tiempo fuimos almacenando en tarritos de miel las caricias que compartimos con seres que una vez nos fueron extraños, pero que terminaron siendo familia al arroparnos en las noches sin luna o, sencillamente, porque compartieron con nosotras lo que ya no podíamos compartir con las nuestras: la cotidianeidad.
En casa se siguieron sirviendo una copita de vino para celebrar las pequeñas alegrías. Pero ya no llegamos a tiempo de brindar. Ya no estamos para vivirlas con ellas, nos desdibujamos, nos volvemos a marchar. No sólo nos fuimos de los días más soleados, sino que dejamos de estar para dar la mano mientras esperan en la consulta médica los resultados de las últimas revisiones. No es que no sostengamos la mano, no es que no acompañemos con nuestro silencio o busquemos su mirada al salir de la consulta. No. Sencilla y dolorosamente: no estamos.
¿Cómo digerir la culpa de haber marchado y no estar presente para sostener el paso del tiempo de las personas a las que quieres?
¿Cómo hablar de cuidados cuando ya no sales a pasear después de cenar con esa familia vecinal que te daba la merienda y te arropaba por las noches mientras tu madre y tu padre se ganaban el jornal?
Me gustaría decir que sé de un remedio para que este trago sepa menos amargo. Pero no es así. Aquellas que decidimos marchar y que se nos atraganta el volver, nos seguiremos viendo atravesadas por esa ausencia en la cotidianeidad de nuestra tierra. Sin embargo, quiero pensar que llevamos mucho de ella y de la manera de acariciar de sus gentes grabado en la mirada. Quisiera parecer como si, en esa maleta cargada de expectativas, frustraciones y proyecciones familiares que tanto nos costó cerrar antes de marcharnos por primera vez, también nos hubieran metío unas semillas para ir cultivando esos afectos donde quiera que fuéramos, como señal característica de nuestros pueblos: la mano tendida, los brazos abiertos y el poner el cuerpo para amortiguar el dolor de la que camina cerquita.
Quizá no podamos llegar a recogerle la ropa a la hermana del pueblo que termina exhausta la jornada laboral, ni estemos para animar a padre a caminar un día más, quizá siempre nos estemos marchando de ese lugar.
Pero el irnos, también es un llegar a otra tierra.
Quizá también estemos extendiendo esas semillas de nuestro hogar en otras latitudes y climas, pero con la misma necesidad de hablarnos con la mirada fija en la pupila del otro, con la mano sumergida en el calor de sus entrañas, de calentarnos los pies en invierno o de juntarnos alrededor de un arroz el domingo.
Quizá cada día nos seguimos marchando, pero quiero pensar que quizá, también, estemos compartiendo nuestras raíces y sembrando para volver al hogar.
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