Cuando Edvard Munch (1863- 1944) nació en Løten, aún desconocía que su sino era batallar contra la huella que iban a dejar sobre su existencia, la falta de una figura materna primero y la tutela de un padre autoritario después. Marcado por el abuso del alcohol y la inestabilidad mental, culpó de los genes que le inclinaron a la locura a su padre, un médico militar extremadamente religioso que le educó con mano de hierro, y de la predisposición a la tuberculosis a su madre, que murió de dicha enfermedad cuando el artista contaba con cinco años. Tampoco podía sospechar que una formación más bien convencional de cariz naturalista junto a Christian Krogh y un interés creciente por los impresionistas y simbolistas, le acabarían por convertir en uno de los principales precursores del expresionismo alemán de comienzos del siglo XX.
Gracias al ir reduciendo la forma expresiva de la línea y la forma y ensalzar el color como medio simbólico, la técnica se convertiría para el noruego en un mero vehículo de transmisión de un mensaje marcado por el recuerdo de sus vivencias, ya que como él mismo admitía: «No pinto lo que veo, sino lo que vi». Hace así de su producción artística una suerte de diario que lleva a cada obra individual a forma parte de un conjunto, otorgándoles una especie de continuidad entre ellas, como diferentes pasajes de la misma novela. Es así como sus cuadros te zambullen de lleno en esa desasosegante dicotomía entre dar rienda suelta al voyeur que llevas dentro, o desviar la mirada y no volver nunca a posarla en ninguna de las escenas salidas de la mente del pintor, que si bien pueden parecer de un temática simplista e incluso cotidiana, encarnan los miedos y angustias más profundos y universales del ser humano. Es por eso que sus rostros se desdidbujan, restándole importancia al individuo para dársela al arquetipo que representa, porque al final, se trata de que te encuentres a ti mismo pensando que ese hombre y esa mujer, podrían ser cualquiera, podrías ser tú. Y podrías ser tú porque Munch nos habla sobre angustia, miedo, amor, melancolía y muerte, partes indisolubles de la naturaleza humana que en él mismo y su obra parecieron convertirse en un todo del que es imposible disuadirse. «Enfermedad, locura y muerte fueron los ángeles negros que velaron mi cuna», solía decir. Unos ángeles negros en forma de tuberculosis como estigma familiar que le arrebataron a su madre y a su hermana Sophie, cuya agonía plasmaría en La niña enferma (1885 ), la que él mismo consideraba el antes y el después de toda su producción pictórica.
Es a partir de ahí cuando comienza, inspirado por su relación con el dramaturgo Henrik Ibser, a convertir sus obras en escenas de un libreto dejado a medias. Historias abiertas que nos invitan a pensar no sólo en lo que vemos representando, sino en un antes y un después que son inherentes a ese instante del que somos testigos. Tomando nota de estos principios teatrales, sus personajes comienzan en muchas ocasiones a volverse hacia el espectador, sosteniéndole la mirada en un desafío que le insta a no separarse de la escena, sumergiéndole en un influjo casi obsesivo, como obsesiva era la personalidad del propio Munch.
Uno de los rasgos más manifiestos de ello es su manera de retornar una y otra vez a sus obras, versionándose a sí mismo de manera constante. Pese a ello, negaba fervientemente copiarse a sí mismo por el mero afán de la copia o la falta de creatividad, atribuyendo su pulsión a un interés por revisitar estos temas como oportunidad para analizarlos desde diferentes perspectivas y profundizar aún más en ellos. Es lo que ocurre con esa angustia vital, intrínseca a todas su obras, omnipresente como la cuerda de una guitarra demasiado tensa que amenaza con romperse en cualquier momento y cuyo epítome, es su icónico El Grito (1893). Pero no es éste el único momento en el que nos permite asomarnos a ella, dejando retazos de la misma aquí y allá, salpicando con ella cada una de las obsesiones que fluyen de manera transversal por toda su producción artística: desde la búsqueda de comprensión del amor, el exorcismos de la muerte y los celos o lucha contra el fantasma de la esquizofrenia. Esta última se unía a la maldición familiar en cuestiones de salud, siendo la enfermedad que sufría su hermana Laura y que le aterrorizaba llegar a desarrollar , temor que quedó grabada para siempre en la mirada perdida de la susodicha en el retrato que de ella hace en Atardecer (1888).
Pero no fue Laura la única mujer en erigirse como protagonista de una de sus obras clave. La representación de la mujer en Munch es una constante marcada por un amor-odio difícil de catalogar. Si bien hay quienes lo definen como un misógino a secas, otros ponen el foco de atención en sus esfuerzos por comprender la naturaleza por entonces cambiante de la mujer. Hay que tener en consideración que se comenzaban a dar los primeros pasos hacia la independencia que se le había negado al sexo femenino durante siglos, lo cual suponía una contrariedad no sólo para el artista, sino para toda una generación a medio camino entre dos siglos que no concebía a la mujer, en el arte y en la vida, más allá de dos papeles muy claramente delimitados: santa o femme fatale. No hay por tanto una mujer que cubra el tránsito que hay entre la jovencita que nos mira entre el terror y la incertidumbre ante su despertar sexual en Pubertad (1895) y la mujer súcubo de Vampira (1894), de la que llegó a realizar hasta doce versiones diferentes. Porque fue esa, la femme fatale, la que realmente captó la fascinación del pintor. Hablamos de aquella mujer que se cierne sobre la figura del hombre escondida bajo un manto de tinieblas, esparciendo su cabellera rojiza, símbolo clásico del pecado, como si de una red se tratara. No hay escapatoria, su beso, cierne al hombre en la pasividad absoluta situándolo frente a un abismo que identifica el amor con un camino que irremediablemente lleva a los celos, la frustración y por último, la melancolía más absoluta.
Utiliza a estas mujeres como arquetipo de la dualidad a la que se reduce lo que se consideraba por aquel entonces la naturaleza de la mujer, llegando incluso a fusionarlas en lo que es hasta día de hoy continua siendo una de sus obras más misteriosas, Madonna (1984-1985). Con un título como este cabría pensar que su alusión a la Virgen María es más que clara, lo que entra en conflicto con la representación de una mujer desnuda en lo que muchos han entendido como un orgasmo. Dicho conflicto ha hecho surgir teorías que intentan aunar ambas visiones, la religiosa y la profana, asegurando que se trata del propio instante de la concepción divina de la Virgen María, entendida de una forma mucho más sexual de la que acostumbramos a ver, pero ideada bajo el mismo precepto religioso de la Inmaculada Concepción, ya que pese a lo que pueda parecer, seguiríamos encontrándonos ante la fecundación divina de una mujer en la que no interviene ningún tipo de relación sexual. Sin embargo, el propio autor aclaró en ocasiones que el poder creador de la mujer formaba para él parte crucial de su sexualidad, por lo que mucho se ha especulado también con que se trate de una mujer dando a luz, lo que parece corroborar el hecho de que el marco original de la misma, que no se conserva, estuviese decorado con lo que se ha interpretado como espermatozoides y fetos.
Esta visión arquetípica de la mujer, alcanza su punto álgido en Mujer en tres etapas (1895) en la que nos presenta a la mujer-madre encarnada en una figura fantasmal que con sus facciones caravéricas y sus ropajes de luto nos remite a la muerte, la mujer-femme fatale mostrando su cuerpo sin tapujos en un derroche de sensualidad y la mujer-virgen, con un rostro sin facciones, haciendo que lo único destacable de ella sea su vestido blanco, impoluto, imagen de la castidad, de la inocencia aún no corrompida por la femme fatale. Es así esa muchacha sin rostro el bastión de esa pureza idealizada que tanto atraía al noruego como demuestran sus múltiples versiones de Las niñas en el puente (1899). Estas son las etapas que según Munch representaban a la mujer o al menos, como ese hombre casi escondido en un rincón del cuadro observa a las mujeres de su entorno. Aturdido y de mirada desgarrada, ese hombre sirve como representación de cualquier hombre del mundo, de la psique masculina en torno a la mirada de lo femenino en pleno siglo XIX en su totalidad, la cual es diseccionada en tres estadios bien distinguidos por los que cada mujer debía regir su paso por la vida. No había caminos secundarios, una se debía a su virginidad, su sexualidad, preferible con objetivo reproductor, y su papel de madre después, por ese orden y sin nada que se pudiera hacer para interceder en ello.
Así el abanico de seres humanos dolientes presentados por el precursor del expresionismo se repite a sí mismo como en una autopista asfaltada por el sufrimiento para la que no existe salida mientras exista vida. Descorazonador pero con algo de verdad en ello para sus coetáneos, que empatizaron rapidamente con esta máxima e hicieron de él un artista popular, convirtiéndole así en uno de esos artistas privilegiados que pudieron saborear las mieles del éxito mientras aún vivían.
Aunque su nombre se asocie a menudo al club de los artistas torturados del que siempre aparece Van Gogh a la cabeza, lo cierto es que Edvard Munch buscó plasmar sus demonios no como ejercicio de catarsis personal, como ocurre en la mayoría de los casos en los pintores que se asocian a los desequilibrios mentales, sino como espejo para apuntar a los nexos comunes que guardaban sus demonios con el del resto de la humanidad, pretendiendo a su vez con ello cambiar como el ser humano era observado hasta entonces desde el arte. No en vano, una de sus más célebres afirmaciones respecto a su propio oficio es aquella que reza que «no debemos pintar más interiores con gente leyendo o mujeres haciendo punto. En el futuro hay que pintar gente que respire, sienta, sufra». Y fiel a sus propias palabras, eso hizo.