Hay palabras silenciadas por guerras, palabras amordazadas por dictaduras, palabras omitidas por exilios y palabras subestimadas por pertenecer a las mujeres. Minimizada durante décadas por ser la compañera sentimental del poeta Agustí Bartra, en la vida de Anna Murià i Romaní las palabras -ya fuera como periodista, traductora, novelista o biógrafa- adquirieron un trascendental protagonismo. Si bien Murià tuvo como referentes literarias catalanas como Dolors Monserdà, se apartó un tanto del tipo de novela intimista (acusación constante de la literatura de mujeres). Además de su trayectoria periodística en diarios y revistas como La Dona Catalana, La Rambla, Meridià y Diari de Catalunya, Murià destacó en narrativa corta y prosa literaria. De hecho, entre 1927 y 1930, publicó seis cuentos y treinta y dos prosas, entre los que hay que señalar el Premio de Prosa a los Juegos Florales del Rosellón en 1929.
La represión de la Dictadura de Primo de Rivera, especialmente dura en el caso de Cataluña, provocó justo el efecto contrario. La abolición de las instituciones autonómicas y el castigo a todo signo de cultura catalana, incitó una respuesta creativa en el ámbito de la literatura y de la lengua catalana. Justamente fue la novela el género literario más abundante durante los años de la dictadura (1923-1930), género que había quedado en desuso por el Noucentisme.
Publicada en 1938 y acabada en enero del 1936, hay que señalar que La pecera no fue escrita, ni pensada en un momento de guerra. Por este motivo el lector y lectora puede sorprenderle no hallar en la historia ninguna alusión al golpe de estado del 36, ni al conflicto bélico. Existe una pequeña referencia a la dictadura de Primo de Rivera -quien es invitado por el jefe Don Llorenç a un almuerzo- y a la proclamación de la II República -hacia el final de la novela-, pero ninguno de estos acontecimientos históricos son determinantes en el transcurso de la historia. Este hecho en concreto sólo sucede en sus dos primeras novelas Joana Mas (1933) y La peixera (1938), ya que a partir de los años cuarenta, la obra de Murià girará entorno a la guerra, la posguerra y el exilio.
Con una prosa sencilla y dinámica, La pecera relata la historia en primera persona de Gaspar, un joven barcelonés de espíritu libre y habituado a la vida bohemia de la ciudad que debe enfrentarse a la mediocridad del trabajo en unas oficinas. No es hasta el final que descubrimos que la historia está dirigida a su pareja, Francesca, una joven italiana que conoció en Madrid después de huir de la fábrica de Can Roca i Figueres. Se trata de una explicación y justificación hacia Francesca del porqué, a pesar de estar arruinado, no puede volver a pedir trabajo en la fábrica de colonias. Murià, que trabajó de joven en el negocio de perfumes de Vicenç Ferrer, utiliza este episodio autobiográfico para liberarse y lo hace de forma sarcástica.
No exageraba en absoluto cuando me quejaba a mi madre de la prisión que era para mi el despacho de Can Roca i Figueres. Cada día encontraba más pesado el techo ennegrecido. Cada día veía las almas más pequeñas. Aquello que representaba el ideal de mis compañeros de trabajo, tener asegurada la mediocridad para toda la vida, me desesperaba.
Murià, 2005: 65
A partir de las descripciones que Gaspar hace de sus compañeros y compañeras de trabajo nos adentramos en esa mediocridad de la pequeño-burguesía catalana de los años 20 del siglo XX. Para el protagonista, sólo los mozos y obreros de la fábrica merecen su respeto, los demás son sencillamente pececillos que nadan en la pecera.
– ¡El pan seguro! ¡El pan seguro! Todos pensáis lo mismo. Ya os lo digo yo: como los pececillos de una pecera. Tienen el pan seguro: les tiran migas y le cambian el agua. Y se pasan el día dando vueltas, dando vueltas, sin saber porqué (…) De vez en cuando se ponen cara al vidrio y abren la boca y miran… pero no ven nada; ¡qué tienen que ver! Sólo saben abrir la boca.
Murià, 2005: 81
Murià expresa así todo el desdén por esa existencia vacía de objetivos, por esa existencia basada en un trabajo para toda la vida y hasta que la muerte los separe. Un trabajo que mantenía y justificaba las relaciones desiguales entre hombres y mujeres no sólo dentro de las fábricas y oficinas, sino fuera de ellas.
El salón de te estaba rodeado de mecanógrafas a la caza del marido, como Avelina, y de pobres dependientes, como yo, en busca de alguna chica para pasar el rato o de ocasiones para bailar bien pegado.
Murià, 2005: 57
Al principio el protagonista asume su destino: debe quedarse en Can Roca i Figueres debido a unas deudas generadas por él en negocios que han fracasado anteriormente. Paulatinamente, Gaspar va rebelándose contra ese destino que le parece cruel. Can Roca se convierte entonces en la representación de la vejez, del hastío y del materialismo insípido.
Hasta que un día, de repente, me rebelé contra la condena: no, ¡allí no estaría para siempre! ¡Yo me liberaría! ¿Cómo? No lo sabía. Pero tenía que huir, tenía que romper las rejas, porque era mi voluntad.
Murià, 2005: 81
Gaspar guarda un buen recuerdo de un empleado: el señor Gasquida, un señor mayor que escribe versos en sus ratos libres y que esconde entre los cajones del escritorio del trabajo. En su juventud fue actor de teatro pero abandonó este trabajo tras casarse. Este hecho sirve para que la autora exponga su opinión acerca de los matrimonios pactados. A pesar de la animadversión que siente el señor Gasquida por la vida misma, Gaspar ve en él un espíritu libre; él no es un pececillo, él es una víctima más del sistema.
Era algo que tenía un lugar señalado en mi existencia, algo que acababan de cerrar con cemento dentro de un agujero en la pared, desterrado para siempre de mundo de los vivos, arrinconado a pudrirse, a deshacerse, a disolverse, a desaparecer; cerrado y emparedado para que no pasen sus emanaciones al aire de la ciudad que ayer chupaba su trabajo.
Murià, 2005: 132
Molinos de viento contra la pecera
Fruto de su vida bohemia y libertina, Gaspar tiene un querida: una actriz de teatro. Sólo con ella, Ruth, es feliz y libre. Pero esa felicidad tiene un precio muy alto; y Gaspar, aunque lo paga de buen grado, acaba endeudándose. Cada noche que pasa a su lado es un respiro de juventud, de entusiasmo y de quijotismo; sin embargo, los molinos de viento acaban desmoronándose en el momento en que desde la Caja de ahorros comienzan a exigirle el pago de la deuda. Luego vendrá la casera y la nómina embargada.
Sólo me quedaba un refugio, que era el olvido en el sueño. Y todos mis deseos eran sólo uno: dormir. Huir de la casa Roca i Figueres, huir de las deudas, huir del malestar al lado de Ruth, huir de la repulsión del teatro; marchar a casa, encerrarme y dormir. Dormir horas, y horas, y horas; cuantas más mejor. Dormir era no vivir; y el vivir me resultaba tan punzante que prefería la negación. El reposo animal, la inconsciencia, era la única felicidad posible para mí.
Murià, 2005: 139
Según la RAE, se entiende por quijotismo la exageración en los idealismos y en los sentimientos que muestra una persona. Esta idea que bebe antes del sentido común que de la obra cervantina, no contiene uno de los elementos del Quijote, que es «la necesidad que la vida tiene de las ilusiones». (Ruiz, 2013: 46) Es por ello que Gaspar se endeuda. Lo que no entiende el protagonista es que no vale cualquier ilusión, sino que la ilusión menesterosa es aquella que nos impulsa hacia la consecución de una felicidad posible y plausible.
Fue seguramente ese espíritu quijotesco el que motivó la vida de Murià después de 1939 y, más concretamente, después de 1941 cuando comenzó un largo exilio de tres décadas en República Dominicana, Cuba, México y algunas estancias en Estados Unidos. Durante estos años, Murià dedicó gran parte de su tiempo a dar a conocer la obra literaria de Bartra, pero también escribió algunas obras en prosa. Todas ellas fueron conocidas en la década de los 70, tras su retorno a Cataluña. Entre las primeras obras, destacamos Crónica de la vida de Agustí Bartra (1967) y La obra de Bartra (1975). Ya en los años 80 Murià publicó, entre otras obras, Nada es verdad, Alicia (1984) y Este será el principio (1986).
Llegó un día en que las palabras silenciadas por la guerra, las amordazadas por la dictadura, las que se omitieron durante el exilio y aquellas subestimadas por pertenecerle a ella, una mujer, le condujeron a la Cruz de Sant Jordi de 1990. Y es que no hay nada más quijotesco que brillar en la negrura de la mediocridad. Tenía razón Gaspar, Murià:
¡La vida es buena, Francesca! La vida es buena de todas formas, mientras sea sin cadenas.
Murià, 2005: 177
Titulo: La pecera (La peixera) |
Autor: Anna Murià i Romaní Editorial: Publicacions de l’Abadia de Montserrat (PAM) Nº de páginas: 179 Encuadernación: Tapa blanda |
Bibliografía
Espinós, J. (primavera 2004) «Anna Murià: Biografia, Autobiografia, Ficcions» en Caplletra, nº 26, pp. 153-172
Ruiz Fernández, J. (2013) «El Quijote y el fenómeno del quijotismo» en Revista de Humanidades, nº 20, pp. 41-62
Real, N. (2005) «La peixera i els inicis d’Anna Murià com a escriptora» en Murià, A. La peixera. Publicacions de l’Abadia de Montserrat, pp. 5-25
(Las traducciones al castellano de la obra La Peixera han sido realizadas por la autora de este texto)