«Al principio todo estaba vivo. Los objetos más pequeños estaban dotados de corazones palpitantes, y hasta las nubes tenían nombre. Las tijeras caminaban, teléfonos y cafeteras eran primos hermanos; ojos y gafas, hermanos. El reloj tenía cara humana, cada guisante de tu plato poseía una personalidad diferente, y en la parte delantera del coche de tus padres la rejilla era una boca sonriente con numerosas piezas dentales. Los lápices eran dirigibles; las monedas, platillos volantes. Las ramas de los árboles eran brazos. Las piedras podían pensar, y Dios estaba en todas partes […] Tus pensamientos más tempranos, restos de cómo vivías de pequeño en tu interior.» Paul Auster ha vuelto a hacerlo. Ha ido un paso por delante de su anterior Diario de Invierno.
En suma, se ha valido de la catarsis como recurso, se ha psicoanalizado. Este «Informe del Interior» no es sino el viaje moral, político, e intelectual de Auster ya que avanza poco a poco su camino hacia la adultez durante los años 1950 de la posguerra y en los turbulentos años 1960. Con su evocación de los sonidos, olores o sensaciones táctiles que marcaron su juventud, Auster construye una suerte de «Bildungsroman», que la sitúa en la onda de un Joyce y, a posteriori, de un Kosinski. Es decir, que elabora su propio «Retrato de un Artista Adolescente», en esta autobiografía de la postmodernidad dividida en cuatro partes, perfectamente marcadas.
Si la primera aborda su infancia hasta los doce años, busca en algunos sucesos puntuales de su historia para cruzarse con una serie de momentos de revelación y se encuentra con la culpa, el asombro, la decepción; la segunda, por contra, y una de las más inteligentes y extrañas aportaciones en toda la obra de Auster, se centra en dos películas que marcaron profundamente su infancia y dan cuenta de los inicios de su fascinación por el cine: «The Incredible Shrinking Man» y «I Am a Fugitive from a Chain». La elección de los títulos llama poderosamente la atención: la primera, es un drama kafkiano de transformación corporal indeseada, y la segunda la protagoniza un niño de catorce años, indeleblemente marcado por la injusticia social.
La tercera parte narra su vida de estudiante, la distancia, la soledad, la relación con sus padres y su primera novia, Lydia, ilustrada en el cuarto y último pasaje, con una vasta recolección de imágenes, anuncios…etcétera, que atravesaron la historia del autor. Los ecos del Auster existencial de los viejos tiempos están presentes, y no falta la deuda con un Maurice Blanchot, que reconoce cómo escribir es una aventura donde la meta es una incógnita. Es el viaje hacia el interior, como para los beatniks la carretera les descubrió a sí mismos, viviendo bajo unas normas que se negaban a acatar. Pero también hay mucho de Lacan, de Updike y hasta de Poe. Auster trabaja sobre la conciencia emergente de un futuro artista, un desafío autobiográfico en cuatro partes, en formas tan particulares e íntimas que apenas han sido vistas con anterioridad en su literatura. Ahí van unas palabras. Es su propio reporte, en efecto, de la vida:
«Recuerdas la inmensidad del cine abarrotado de gente, la espeluznante sensación de quedarte a oscuras en la butaca cuando las luces se apagaron, junto a otra de expectación y desasosiego, como si estuvieras y al mismo tiempo no estuvieras allí, ya no dentro de tu propio cuerpo, como cuando uno desaparece de sí mismo atrapado en un sueño.»
«Informe del Interior» es la miscelánea de un memorista, que le habla al niño que fue, y que constituye una sinfonía de paz como mera advertencia de que el pensamiento actúa de consigna moral, Auster se sumerge, nos sumerge, en un abanico de rupturas con el sistema conversacional, en un monólogo nítido, uno que sirve de testigo moral y vital.
Sacra meditatio.
Título: Informe del interior |
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