Decía Stephen Hawking que no tenía ningún interés en que una civilización extraterrestre, mucho más avanzada que la nuestra, alcanzara nuestro planeta porque ello no garantizaba que vinieran en son de paz. Que, al fin y al cabo, la historia de la humanidad se remonta a miles de años y todavía seguimos matándonos entre nosotros para dilucidar nuestras disputas.
Y no le faltaba razón.
Amén de que los fusiles de asalto, granadas de mano y variopintas bombas no crecen en los árboles y, por tanto, todas las grandes potencias fabricantes se hayan implicadas en todos y cada uno de los frentes que aparecen en el mapa, dos de los mismos son los que están acaparando en estos momentos la atención de Occidente.
Ucrania, la guerra que regresa a Europa
Vaya por delante que Ucrania es un estado soberano e independiente y tiene todo el derecho a su legítima defensa. Ahora bien, dicho esto, quienes le gobiernan tienen también la obligación de velar por el bienestar y la paz de su pueblo.
Porque en todo caso deberían haber sido conscientes, desde el primer día de la invasión rusa, que nunca podrían vencer en una guerra convencional a su gigantesco e inmensamente más poderoso vecino. Máxime cuando está bajo la dirección de un ultra nacionalista como Vladimir Putin.
Por cierto, el mismo Putin que hasta ese mismo momento –quién sabe si hasta ahora-, era venerado como un auténtico paradigma por toda esa marabunta de partidos de extrema derecha que van haciéndose cada vez más fuertes en todos los países e instituciones europeas.
La única opción posible para que las fuerzas ucranianas pudieran derrotar al ejército ruso y recuperar Crimea como pretende el líder ucraniano Volodomir Zelenski sería con la intervención directa de las fuerzas de la OTAN sobre el terreno, por tierra, mar y aire, lo que acabaría desatando una III Guerra Mundial de consecuencias imprevisibles.
Todo lo demás es una guerra de desgaste, peor aún contra un ejército y una nación rusa acostumbrada a asumir enormes pérdidas en el campo de batalla y en el que el ejército ucraniano está absolutamente supeditado a la ayuda militar de las potencias occidentales.
De una parte de la administración norteamericana cuyas dificultades son cada vez mayores por los bloqueos republicanos y de otra la Unión Europea con sus habituales debates internos perdidos en un infinito mar de dudas.
Eso, sin contar con que Trump, amigo personal de Putin, recupere el despacho oval el próximo noviembre, que ya ha anunciado repetidamente que cancelara por completo cualquier ayuda a Ucrania.
Dicho de otro modo que de ganar Trump tendrá que hacerse Zelenski la idea de que las regiones rusófanas de su país quedarán bajo jurisdicción rusa definitivamente.
Quizá debiéramos haber empezado por ahí, haber buscado una solución pactada de algún modo -la política también es el arte de ceder-, para un territorio que los últimos 8 siglos se han ido repartiendo entre los sucesivos imperios de su entorno hasta convertirse en la actual Ucrania tras su independencia en 1991.
De haber sido así la tragedia del pueblo ucraniano hubiera podido evitarse y con ello ahorrarse decenas de millares de vidas por ambas partes y una ola de destrucción inimaginable.
Palestina, un drama centenario
«Un día, mientras estaba en urgencias, vi a un niño de 3 años y a otro de 5, cada uno con un solo agujero de bala en la cabeza. Cuando les pregunté qué había pasado, su padre y su hermano dijeron que les habían dicho que Israel se estaba retirando de Khan Younis. Así que volvieron para ver si quedaba algo de su casa. Dijeron que había un francotirador esperando y que disparó a los dos niños».
Dra. Khawaja Ikram, cirujano ortopedista, 53 años, Dallas, Texas (The New York Times, 9-10-2024)
Por el medio la enésima entrega del conflicto palestino-israelí que está atravesando uno de sus momentos más dramáticos, después del brutal atentado de Hamás en octubre del pasado año y la despiadada respuesta israelita cometiendo un genocidio en toda regla sobre el pueblo palestino en la franja Gaza, mientras aprovecha también la ocasión para ir desalojando a los mismos en Cisjordania.
No solo y con ello Israel ha vuelto a invadir Líbano, presuntamente con la intención de desbaratar la guerrilla de Hezbolá y crear una nueva franja de seguridad en su entorno.
Tal como hiciera en los Altos del Golán sirios en 1967 y que a pesar de las resoluciones de la ONU siguen en manos hebreas desde entonces.
Es obvio que ni entonces, ni ahora, le ha servido y va a servirle al pueblo israelí de mucho.
El conflicto palestino israelí no es más que la consecuencia de la nefasta política aliada que tras la II Guerra Mundial y como quiera que tras el Holocausto el pueblo judío no era bienvenido en ningún país europeo, los británicos decidieron reasentarlo en Palestina a costa de desalojar a cualquier precio al resto de moradores.
El odio acumulado por ambas partes traducido en la aparición y consolidación de grupos radicales que solo ven en el derramamiento continuo de sangre una vía de escape a sus problemas hacen imposible una resolución pacífica y ordenada del conflicto.
La extraordinaria superioridad del ejército hebreo y la pasividad, inacción e inoperancia de la comunidad internacional al respecto permite una vez más la consolidación del genocidio palestino como una estrategia del sector más radical de la sociedad israelí para ampliar territorios.
Encarnados estos últimos en un tipo como Benjamin Netanyahu que ya no cuenta con el apoyo mayoritario de los israelitas y que acorralado por la justicia de su país solo ve en la guerra y en infligir al pueblo palestino el mayor de los daños su mejor huida hacia adelante.
Netanyahu con sus acciones no solo está vulnerando el derecho internacional sino que está enterrando bajo una ola de destrucción y muerte el orden establecido tras la IIGM precisamente para evitar sucesos como este y de los que en su día fue víctima el propio pueblo judío.
Visto el impasse en que se encuentra Joe Biden quien se contradice una y otra vez deseando la paz sobre el terreno y que se ponga fin a la barbarie mientras sigue facilitándole armas a Israel tal como ha afirmado el mismísimo Emmanuel Macron, como en el caso de Ucrania, las próximas elecciones a la Casa Blanca serán determinantes para la continuidad de este enésimo episodio del conflicto.
Si Trump gana Netayanhu seguirá teniendo manga ancha para actuar a su antojo pero si es Kamala Harris la que logra la presidencia –marcada hoy por la campaña electoral y el temor a la pérdida del plácet judío norteamericano-, es posible que intente frenar al desalmado primer ministro hebreo.
Y quién sabe si pueda abrirse una puerta para poner a un fin de forma pacífica a un conflicto que se remonta casi a un siglo y que, como se ha visto en todo ese tiempo, a sangre y fuego es imposible resolver.
Sin embargo las dudas de Harris en campaña pueden acabar alejando a muchos votantes demócratas en beneficio de su oponente lo que, mientras tanto, sigue dando alas a Netayanhu para que pueda seguir perpetrando sus horribles crímenes.
Por último sí hay algo que resulta meridianamente claro es que estos nuevos frentes y esta inusitada manera de ejercer la violencia, nada van a aportar a la resolución del conflicto. Que quizá, por parte israelí, puedan asestar unos golpes demoledores para facciones como Hamás y Hezbolá, pero ante tanta destrucción y muerte el odio seguirá in crescendo entre todas las partes implicadas en el mismo.
La versión española
De nada sirve a cualquier persona o medio de carácter progresista en España todo tipo de reproches a Hamás o Hezbolá, sendos grupos armados –aunque trasciendan más allá de ello-, que someten prácticamente a un régimen de terror al pueblo palestino y están dispuestos a las mayores atrocidades para causar terror a la población israelí como hiciera Hamás aquel fatídico 7 de octubre del pasado año.
Ni poner en la picota de forma reiterada un régimen teocrático y casi feudal como es el caso de Irán o el de la Siria de un sátrapa como Bashar al-Ásad.
Cualquier atisbo de crítica a la gestión del gobierno Netayanhu o, en general de las autoridades israelíes desde que se iniciara abiertamente el conflicto en 1948, sobre todo en estos confusos tiempos que corren, son sinónimo para el conservadurismo español de simpatía con las hordas más extremistas de la nación árabe.
Lo peor es que quienes manifiestan ello, sin el más mínimo pudor, desde la política partidista o sus medios afines, sí que son plenamente conscientes de que faltan a la verdad por cuanto lo que pretenden al unísono es crear esa sensación de desasosiego entre la opinión pública a modo de arrojadiza arma electoral.
Se trata de una arista más de la estrategia de difamación que practica el conservadurismo nacional español, especialmente desde los tiempos de Aznar, en aras de desprestigiar a los diferentes gobiernos progresistas y una vuelta de tuerca más a esa imagen apocalíptica de la nación española que dictamina y profetiza una y otra vez desde sus altavoces políticos y mediáticos en virtud a su particular concepto patrimonialista de España y en especial cada vez que se encuentra en la oposición.
Las tropas españolas en lo que les toca como parte del contingente de Cascos Azules que tiene destacado la ONU en el Líbano desde hace años ya han empezado también a constituir un objetivo más para el ejército israelí después de haber sufrido sus primeras embestidas.
Sin duda una manera de forzar su salida del teatro de operaciones como ocurre con los numerosos periodistas y miembros de las ONG asesinados haciendo desaparecer así a los posibles testigos de sus fechorías.
Y una puesta en evidencia más de la incapacidad de actuación de las Naciones Unidas en escenarios como este, presa de la inequidad y el menoscabo a la democracia de su propio Consejo de Seguridad.