«Ni creemos en el origen divino del Poder, ni compartimos la aceptación de carisma alguno que privilegie a este o a aquel ciudadano simplemente por razones de linaje. El principio dinástico por sí solo no hace acreedor para nosotros de poder a nadie sobre los demás ciudadanos».
Luis Gómez Llorente, historiador, filósofo, profesor y político (1939-2012).
Fue a Luis Gómez Llorente, diputado del PSOE, quien en 1978 le tocó defender la postura de su partido en las cortes españolas ante la disyuntiva república o monarquía. Aunque, no obstante, acabaría conviniendo que ese no sería motivo suficiente para oponerse a la nueva Constitución que estaba por venir. Esa, ni más ni menos, es la historia del partido socialista y otra más de sus eternas contradicciones a lo largo de la misma.
De hecho, no ha sido solo la derecha conservadora la que ha dado soporte a la monarquía española todos estos años sino ha sido el mismísimo PSOE, a pesar de su presunta alma republicana, el que ha mantenido de facto a la misma ya que sin su aporte hubiera sido imposible su continuidad.
Máxime tras los dispendios del hoy emérito Juan Carlos I que puso en un brete a la Corona y que le obligó a su precipitada abdicación en 2014, en favor de su hijo y tras casi 40 años de reinado, habiendo perdido el crédito entre buena parte del pueblo por sus reiteradas fechorías.
Vaya por delante que quien suscribe este artículo a pesar de no ser monárquico no tiene ninguna animadversión especial ni a esta casa real ni a ninguna otra. Simplemente que no puede aceptar más allá de lo que exigen las propias leyes que la jefatura del estado se perpetúe de forma hereditaria.
Pero, visto lo visto, y como responsable de la sección de esta revista nos vemos en la obligación de apostillar algún comentario al acto de jura de la Constitución de la princesa Leonor en el día de su 18º cumpleaños la pasada semana y que la confirma como heredera de la corona de España.
Ni en la realeza es todo color de rosa
No, no lo es porque de haberlo sido Juan Carlos I y Doña Sofía, a pesar del remarcado protocolo –entre otras cosas porque en el mismo no se contempla la figura del emérito-, ambos hubieran asistido a tan solemne ceremonia en la sede de la soberanía nacional.
No en vano, alguno de los más pretendidos conocedores de los mentideros de la Casa Real han afirmado que fue el propio Felipe VI el que le pidió a su padre que no asistiera al acto y que este último le exigió por su parte que si no podía hacerlo él tampoco se le permitiera el acceso a su esposa.
Lo cierto que no es para menos. Por mucho que se empeñen los más apasionados defensores de la cosa monárquica, la realidad es que Juan Carlos I no ha podido ser juzgado y menos aún condenado a pesar de las numerosas evidencias existentes por dos únicas cuestiones. La primera porque algunos de sus delitos habían prescrito mientras que otros eran imposible de ser juzgados por el carácter de inviolabilidad del jefe del estado durante el ejercicio de su mandato.
En lo que se refiere estrictamente al derecho esta última y no otra es la causa principal de todos los desatinos que se han cometido a lo largo de la historia reciente no ya solo en la casa real española sino en el resto de la realeza europea y todas las jefaturas de estado que tengan entre su doctrina semejante incoherencia en sus respectivas cartas magnas.
Debería resultar incompatible, por cuanto como hemos visto puede llevar a lo impúdico y deshonesto, que una persona que ya goza de un carácter de «irresponsabilidad», viéndose obligada a sancionar en la forma debida todas las leyes que se le propongan desde el gobierno de la nación, a la vez pueda cometer cualquier tipo de delito y salir impune del mismo por ese otro añadido de absoluta «inviolabilidad» de su persona.
Ello da pie a que en consonancia con las debilidades humanas el caso de Juan Carlos I se haya fraguado a lo largo de los años, como se han visto obligados a afirmar reconocidos periodistas y funcionarios sumamente cercanos a la Casa Real, desde los albores mismos de la Constitución y tras afirmar visiblemente ruborizados que «al rey se le ha tapado mucho».
Se le ha tapado por todos sus millonarios dispendios y por sus numerosas tropelías y excesos, a pesar incluso de los requerimientos de todos los presidentes de gobierno que la actual democracia española ha dispuesto. Una fortuna que ha cosechado a lo largo de su mandato y que al final le ha llevado a su propio auto exilio al amparo, precisamente, de una monarquía feudal propia de otro tiempo.
Si a eso sumamos los abusos de su hija Cristina y su yerno Iñaki Urdangarín hasta dar este último con sus posaderas en prisión, resultaba meridianamente palpable que la abdicación en favor de su heredero se hacía necesaria y de ahí que sea el propio Felipe VI el que intente quedar fuera de los focos a su padre y a esa parte de su familia en cualquier acto institucional que se trate.
De la cuestión promocional ya se han ido encargando desde aquel mismo día sus aduladores de siempre que, esperemos, no vuelvan a cometer el mismo error que cometieron con su padre.
El futuro de Leonor
Son esos mismos aduladores los que se han metido en un charco esta vez cuando por un lado se deshacen en elogios a la princesa mientras que, de forma contradictoria, afirman desconocer en realidad los gustos y deseos de la misma, debido a la híper protección a la que ha sido sometida por parte de sus padres y todo su entorno.
Al margen de otras materias que no son propias de este artículo como es esa desconexión de la realidad social y la posibilidad de verse «robada la infancia», como se cuestiona muchas veces a los miembros más eminentes de la realeza, no estaría de más rebajar tanta reseña que parece convertir a la joven incluso en algo sobrehumano para su edad.
Por mucho que se empeñen algunos ni siquiera sabemos, ni es posible asegurar en estos convulsos tiempos que corren y los que quedan por venir, el tiempo que le resta a una institución sin un gran arraigo como la monarquía española reinstaurada casi por la fuerza más que por la razón, como afirmara en la intimidad al cabo de los años Adolfo Suárez a Victoria Prego en medio de una entrevista.
En el contexto de la realeza es cierto que todo resulta exagerado por el propio carácter de la misma y que, como hemos visto en España, se ha visto protegida en sus excesos por toda una aureola mediática y propagandística que ha calado durante un tiempo en todas las capas de la población al margen incluso de las acciones y aptitudes de sus miembros.
Desde las antípodas del pensamiento político se percibe necesario tanto por el bien de la institución y el de la propia princesa una rúbrica más crítica apegada a la realidad y dejar de lado tanto edulcorante –ni siquiera la monarquía británica escapa ya a los escándalos-; además de adecuar las leyes inherentes a la corona a nuestro tiempo para no caer en los mismos errores de antaño y a la que, por una mera cuestión de sangre, se le otorga tan exagerados derechos y tan escasas obligaciones.
Hasta que un día, cabe esperar, recaiga directamente en el pueblo elegir y censurar a través de las urnas a quien corresponda la jefatura del estado.