Mongolia es un inmenso país en el centro de Asia cuyas raíces se remontan al imperio mongol. En 1924 logró de mano de la antigua Unión Soviética su definitiva independencia. Hasta la desaparición de la URSS, Mongolia fue un satélite de la misma y en ese tiempo se construyeron cantidad de edificios en ciudades donde fueron alojadas multitud de familias nómadas que poblaban el país.
Pero con el fin de la era soviética muchas de aquellas personas abandonaron las ciudades, volvieron a su vida nómada, con sus caballos, sus yurtas y sus tradiciones. Y lo hicieron por algo muy sencillo, porque así se sentían felices.
Quizá, de forma objetiva, la ciudad pueda proporcionarles mejores servicios en general, mayores recursos, más comodidades y por tanto mejores condiciones de vida, pero no el deseo de vivirla tal como todas esas familias mongoles necesita según sus ideales y costumbres.
Hace solo unos días un conocido CEO de la industria afirmaba, casi de manera sorprendente, que se ha perdido la conciencia de clase. Que la mayor parte de la ciudadanía se considera a sí misma clase media pero, sin embargo, la realidad dista mucho de ello.
Evidentemente el concepto de «conciencia de clase» que, en su día formulara Karl Marx en un contexto histórico como el suyo, con una revolución industrial y un movimiento obrero en plena efervescencia, ha ido evolucionando a través de los tiempos pero no por ello debería haber perdido ese carácter reivindicativo de la clase obrera.
Ha sido la propia industria, en base a su endiablada propuesta de crecimiento perpetuo, la que ha inducido a buena parte de la población convertir el ascenso social en una obsesión provocando que esa necesaria conciencia de clase haya quedado en el olvido y que su concepto de felicidad, por contra al de nuestros amigos mongoles, se base en la acumulación indiscriminada de propiedades y bienes.
La clase media
Definir la clase media desde el punto de vista de la sociología resulta complejo por cuanto a decir de los especialistas habría que tener en cuenta numerosos factores económicos y culturales, que no acaban de poner de acuerdo a los mismos, con la intención de delimitar la clase obrera o trabajadora, la clase alta y la citada clase media.
Atreviéndonos a definir el concepto en base a la suma de tales proposiciones podría decirse de manera escueta –con seguridad excesivamente escueta-, como perteneciente a la clase media toda aquella persona con un cierto nivel educativo cuyos emolumentos le permitan por sí sola, después de cubrir sus necesidades básicas, la capacidad para ahorrar y dedicar al ocio parte de su tiempo.
Para entendernos de manera más sencilla que una vez cubiertas dichas necesidades, pueda ir de vacaciones, coger algún que otro puente, cenar una o dos veces al mes en un restaurante, comprarse algún capricho de vez en cuando, ir al cine o al teatro y, además, aún pueda prevenir mediante el ahorro cierta estabilidad futura.
Sin embargo en contraposición a esto, si observamos las encuestas realizadas en referencia a la pertenencia de clase, en el caso de España por poner el ejemplo más cercano, los resultados que nos ofrecen las mismas una vez cruzados los datos con los de los ingresos de los ciudadanos se muestran sorprendentes.
Sin ánimo de atiborrarles de datos que pueden conseguir fácilmente en el INE y en cualquier medio solvente, lo primero que tenemos que tener en cuenta son los conceptos de renta media, mediana y modal.
La renta media resulta básicamente de sumar los ingresos de todas las personas de un país y dividirla por el número total de las mismas. En el caso de España en 2021 fue 25.896,82 €, según los datos del INE. En el caso de los hombres, el salario medio anual fue de 28.388,69 € y en el de las mujeres de 23.175,95 €.
En este caso el dato no resulta lo suficientemente válido a la hora de analizar la situación real de los españoles. El problema es que la renta media no tiene en cuenta numerosos factores como por ejemplo, la edad, el sexo, la actividad o el cargo desempeñado amén de que en el mismo saco caben desde los ejecutivos de las grandes empresas y las categorías más bajas de la escala laboral.
Tanto es así que es el propio INE el que aclara al respecto: «Una característica de las funciones de distribución salarial es que figuran muchos más trabajadores en los valores bajos que en los sueldos más elevados. Este hecho da lugar a que el salario medio sea superior tanto al salario mediano como al más frecuente».
La renta mediana, por su parte, es el valor que ordenando a todos los individuos de menor a mayor ingreso, deja una mitad de los mismos por debajo de dicho valor y a la otra mitad por encima. En 2021, el salario mediano fue de 21.638,69 €. El salario mediano de las mujeres fue de 19.162,47 € y el de los hombres, de 23.490,62 €.
Y el salario modal o más frecuente entre los trabajadores y trabajadoras fue en 2021 de 18.502.54 € y el segundo más frecuente de 16.487 €. Entre ambos más de 1.100.000 personas.
Por último y siguiendo también los datos facilitados por el INE, a cierre de 2021 –el último dato disponible-, el 64.37 % de los asalariados no superan dos veces el Salario Mínimo Interprofesional y de los mismos el 17.53 % ni siquiera lo alcanzan.
Sin embargo, he ahí la cuestión, el 73.9 % de los entrevistados por el CIS afirman pertenecer a la clase media. El 7.8 % a la media-alta, el 48.1 % a la media-media y el 18.0 % a la media-baja.
O lo que es lo mismo, es obvio que muchos de los que se encuadran en la clase media realmente no reúnen los requisitos de la misma. Sobre todo teniendo en cuenta las enormes diferencias entre las CC.AA. en relación a parámetros como la vivienda, el transporte e incluso las actividades referidas al entretenimiento.
El ascenso social
El furor desatado por la industria en general basado en un inusitado modelo neoliberal de desarrollo económico se ha consolidado en base a la promoción de la demanda en aras del crecimiento incesante de la misma.
Para ello y a través de una poderosa labor de persuasión ha inducido a la población a la idea de que la acumulación de riqueza en dinero o en especie era sinónimo inequívoco de progreso y bienestar.
Así, buena parte de consumidores, atraídos por la propuesta, han caído en la trampa de una percepción equivocada de clase, tanto por sus aspiraciones de ascenso social como de menosprecio hacia otras presuntamente menos exitosas como pueda serlo la clase obrera o trabajadora aunque fuera por una mera cuestión de concepto.
La indispensable colaboración del mundo financiero en ello facilitando el acceso al crédito, especialmente a partir de la llegada del nuevo milenio, fue cortada de raíz por la crisis de 2008 que si bien instigada desde las más altas esferas del mismo, hizo sucumbir a buena parte de una población que había sido incitada a una acumulación de patrimonio y adquisiciones por encima de sus posibilidades reales.
Desde entonces los desequilibrios han ido en aumento de manera progresiva tal como corroboran todos los indicadores. Dicho de otro modo, la riqueza generada entre todos es acaparada cada vez por menos personas mientras que las tasas de pobreza en sus diferentes acepciones han ido en aumento.
A tenor de esa errónea valoración subjetiva de clase inspirada a partir de la percepción de que la clase media provee una mayor consideración social, muchas personas arrastradas por una borrachera consumista desaforada ven con la llegada de nuevas crisis, en forma de pandemia, energéticas, de inflación, etcétera, cómo se derrumban sus expectativas.
Si bien una parte de estas serán capaces de asumir su verdadero rol otras, en cambio, acabarán atrapadas en una vorágine en la que incapaces de reconocer sus errores busquen en terceros el mal de sus desdichas.
De la frustración al miedo y del miedo al odio
Hostigadas pues por un modelo económico depravado, la incapacidad de mantener el estatus, la decepción por ello y la percepción real de un sensible aumento de los desequilibrios es el principal caldo de cultivo para que en muchos casos haya personas que se vean atraídas por ideologías en extremo conservadoras, ultra nacionalistas y de corte radical como estamos viendo en todo el mundo occidental en la actualidad.
Para colmo los efectos de una mal entendida globalización, la degradación de los servicios públicos –lo que hace perder cohesión social-, y el efecto acción/reacción fraguado en posiciones conservadoras en respuesta a los avances en materia de feminismo y ecologismo entre otros, acaban traduciéndose en sucesivas manifestaciones de inestabilidad política.
Es aquí donde nuevas formas de fascismo se abren paso; una doctrina donde la pertenencia de grupo, la jerarquía, el racismo, la xenofobia y los chivos expiatorios son parte de su filosofía.
Aunque sus variantes resultan innumerables, tanto en el periodo de entreguerras del siglo pasado como en la actualidad -por el momento, no se encuentran muy dadas a posturas de corte militarista como antaño-, también forma parte de ciertos paralelismos con los sucesos acaecidos en aquella Europa convulsa.
La gripe española entre 1918 y 1920 y la pandemia de 2020; La Gran Depresión de 1929 frente a las sucesivas crisis económicas y financieras poco después de arrancar el segundo milenio; además de importantes crisis inflacionarias, de recursos, conflictos bélicos locales pero influyentes, la mencionada inestabilidad política, la proliferación de grupos de extrema derecha en posiciones de gobierno y otros tantos acontecimientos al unísono que están sirviendo de alegato al respecto.
A lo que añadir los intempestivos, cuando no trágicos efectos de un cambio climático que parece irreversible.
Todo un cóctel de sucesos nada propicio que cuestiona y condiciona esa misma percepción de clase y de los que, una vez más, la avaricia y la codicia humana vuelven a ser sus protagonistas.
«Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando».
Warren Buffet, inversor y empresario estadounidense (1930- )