Vivo en la ciudad más triste que jamás
Nacho Vegas – ciudad vampira
Una mente triste pudo imaginar
Vivo y no concibo escapar
El territorio es algo que te atraviesa con cierto margen de aviso. Algo así como cuando se observa un relámpago y se adivina el trueno que vendrá. Se sabe que resonará, tarde o temprano, segundos arriba o abajo, pero, llegará. De alguna manera la tierra que se habita, no deja de habitarnos. A veces abre heridas, otras, regala certezas que se agolpan luminosas bajo la piel. Sobre estas últimas, se habla menos, el lenguaje del que se alimentan los retazos de felicidad es más volátil que el de la penas.
Un hallazgo: qué complicado hallar las palabras que nombran lo que nos ocurre, pero también qué importante. Qué alivio supone nombrar, qué tranquilidad proporciona saber que hay cosas que tienen nombre, porque lo que no se nombra, ya lo dijo lo dijo alguien, no existe. Nombrar es, de alguna forma, ordenar.
Hay territorios que hablan lenguajes que fácilmente resuenan en otros lugares. Como si de un lenguaje común se tratase. Hay otros, sin embargo, cuyo sonido es imperceptible. Recurren a una traducción imperfecta como única forma de eco. Son cajas de resonancia sordas. Son tantos los esquistos que componen el territorio, que reparar en las palabras obliga a articular un imperfecto refugio laminado.
¿Por dónde empezar entonces? Justo por aquí, pongamos aquí el zoom. Agranda con el pulgar y el dedo índice. Ya lo tienes, has llegado al río. El río que recorre el territorio es como una tristeza silenciosa que arrastran los pies. La apatía de quien se dirige levantando el polvo de la superficie seca. El cadáver de una paloma atrapada en la malla metálica bajo el puente del hospital. Ese pequeño cuerpo atrapado y consumido actúa como una señal de aviso sobre los abismos que despliega el asfalto. El río se ensancha aquí solo porque está contenido. Como casi todo lo sorprendente de la ciudad. Porque aquí nada es lo que parece.
Si dibujamos desde el puente del hospital una línea en diagonal hacia la carretera del Palmar, un niño grita de emoción en el autobús al ver que, por primera vez, él y su abuela pasan por encima de lo que antes era el túnel del Rollo «mira abuela, todo esto es nuevo». Ambos celebran el evento con entusiasmo, sienten ese fragmento de la ciudad como suyo, lo inauguran entre risas, mientras, la abuela le cuenta la historia de cuando la policía les acorraló en ese túnel, que ya no existe, se manifestaban por el soterramiento de las vías. Atraviesan la ciudad con los ojos llenos de alegría. La ciudad les pertenece. Configuran una pareja de lo más peculiar, son ternura y complicidad andante. Las abuelas y criaturas en este lado del río son estructuras de resistencia política.
Lejos de allí, cruzando el río de nuevo, las parejas de derechas dejan una estela de criaturas fascistas a su alrededor que crían en colegios segregados para que el hardware racista, sexista, clasista y patriarcal continúe intacto. Ningún fallo en matrix. Paralelamente moralizan la ciudad con ceniza, atan con cadenas los vértices que temen y luego van a misa. Sus tentáculos se alargan y atraviesan las raíces de la ciudad. Nada en la ciudad se les escapa. Me pregunto si mis vecinos, tan amables en el rellano, también participan de esta táctica. O tal vez no, puede que no sean ese tipo de gente quienes, de igual forma, representan otro tipo de insistencia política.
De vuelta en el barrio del Carmen las empleadas de hogar se dirigen en transporte público a los chalets de la Alberca y, simultáneamente, en dirección inversa, sus empleadores bloquean la autovía con blancos tanques impolutos. El nuevo monovolúmen-color-blanco-familiar-tragapetróleo ha triunfado entre estos últimos. Cuanto más grande mejor. Los desplazamientos de la ciudad recuerdan de alguna manera un viaje por vagones. En la ciudad el medio de transporte es el mensaje social.
En una de las paradas de bus próximas, un grupo de testigos de Jehová espera difundir su mensaje de salvación. Un poco más allá otro grupo de vecinos trata de parar las obras de movilidad. Entre los del segundo grupo una voz resuena con fuerza tratando de explicar que favorecer al peatón y el transporte público, va a significar irremediablemente que haya más delincuencia en el barrio. Pasados unos minutos, es el racismo quien acaba por ser el protagonista de su discurso. La ciudad es un espacio duro.
Metafórica y literalmente, hay días en los que el aire no se puede respirar. Asfixia y fatiga. Aunque también hay otros que ganan a la tristeza y la desazón. Hay gestos, pequeñas victorias sutiles, que sacuden el polvo que se arrastra en los pies. Hay una ciudad oculta a los ojos, tranquila y amable que regala hospitalidad, ternura y cuidados. Una ciudad que negocia y acuerda, que no recurre a los golpes en la mesa. Ese lugar es un archipiélago de victorias a las soledades que nos acechan.
El neoliberalismo se encargó de que la ciudad se habitara como quien habita un centro comercial, en ella: se trabaja y se compra. En ese orden. «Murcia: una ciudad para disfrutar comprando» reza en un cartel a la entrada de la estación de tren. Cómo decir que no al insaciable deseo del tener.
La ciudad es un espacio sorprendente. Hay quienes construyen y trabajan por una lugar hacia afuera, quienes habitan la ciudad desde la alegría de compartir espacios públicos, servicios públicos y lo común. Sin hacer mucho lío, sin verlo como algo excepcional, sin sentir que lo que hacen es un quiebre magnífico a tanta soledad. Como las cuatro señoras viudas que cogen el autobús para ir a comer juntas en la Perla del Pacífico. Porque hay que ver lo que añoran Guayaquil y qué rico sabe el bolón. Como el grupo de madres que se organiza para que no cierren la biblioteca infantil de su barrio.
Pero volvamos al zoom que nos dispersamos, en otro punto del mapa, una guía turística se detiene ante un grupo de acalorados turistas en la fachada del Palacio del Almudí para explicar el significado del relieve que recoge a la matrona de la ciudad. Informa al grupo de que el símbolo del pelícano representa la calurosa acogida de la gente forastera en la ciudad. Una ciudad, afirma la guía: amable y generosa. Eso dice, aunque habría que consultarle a quienes desde muy lejos han llegado hasta aquí para contrastar relatos. Según cuenta el mito, ante la escasez de alimentos, el ave llega a picarse el pecho para alimentar a sus polluelos con su sangre. El cuerpo como pan, la vida como ofrenda. Puede que sea la imagen más poderosa del ejercicio sacrificial que zarandea a este territorio. El eco trágico que vertebra habitar esta tierra. Resistir a los embistes de la desigualdad a través de tu propio desmembramiento. Lo realmente perturbador de las tragedias es conocer desde el inicio la terrible sucesión de los acontecimientos.
La ciudad es un lugar enfangado. La narrativa del lodo ha tallado identidades tan fragmentadas que solo pueden ser habitadas con incomodidad para, posteriormente, ser articuladas como chiste. Un grupo de amigas se escandaliza por lo que votan sus vecinos, afirman no comprender la situación. Qué problematico resulta pensar que somos mejor que lo que detestamos. ¿Dónde está la audacia para construir una ciudad más habitable?
En algún lugar del mapa de la ciudad, late la desazón de no haber sido capaces de articular políticamente una genealogía de la pobreza que apunte hacia quienes la generan, sino que precisamente ha hecho todo lo contrario. En la ciudad se señala a quienes la padecen como los arquitectos de sus propias desgracias. Así, hay quienes levitan señalando el problema y quienes miran sumergidas en el lodo hacia arriba pensando que es el elemento clave de la fórmula. La ciudad no deja de ser un espacio misterioso. Y así seguimos, tras las herramientas para comprender el paisaje, buscando las palabras que dibujen narrativas más allá del fango.
La ciudad también es un espacio de ácido abandono. Los limoneros más silvestres, sin cuidado, ni apenas riego, llenos de caóticos chupones, continúan ofreciendo floración tras floración el fruto que cae a la tierra. La prosa de la ciudad es la de la generosidad, más allá de las aves, esos limoneros descuidados atravesados por ramas que les devoran por dentro, puede que sean la mejor metáfora, de lo que sin duda, es el territorio.