Texto colaborativo elaborado entre las componentes de la sección feminismos de esta casa. La ciencia ficción, como todo, será feminista o no será.
Quienes que se niegan a escuchar a los dragones probablemente estén condenados a pasar la vida representando las pesadillas de los políticos. Nos gusta pensar que vivimos a la luz del día, pero la mitad del mundo está siempre oscuro; y la fantasía, como la poesía, habla el idioma de la noche. Úrsula K. Le Guin
Cuando me asomo a esa ventana siento la desesperación de los días del encierro. De entonces solo quedamos la gata y yo, el resto del vecindario parece haberse esfumado, como el otoño que a pesar de lo entrado que está noviembre no acaba de romper, y hace el mismo tiempo pegajoso de entonces. Por suerte, aunque no alcance a ver quién es, además de nosotras se ha quedado en el barrio alguien que pone música antigua de 16:00 a 20:00 de la tarde, todos los días, desde entonces. Me gustaría salir a la ventana más cercana a la dirección de la música y gritar fuerte “yo también sigo aquí”, pero me da mucha vergüenza, así que no lo hago, al igual que evito salir a la ventana. He cambiado de habitación, ahora duermo y trabajo en la habitación grande, donde dormía la otra persona que me acompañó. He cambiado la colcha y las almohadas, y he dispuesto un orden más personal, he incorporado mi ordenador, mis libros y mis lapiceros. El hecho de habitar esta otra habitación me da cierta sensación de seguridad, y aunque siga necesitando la presencia de otros humanos me siento mejor cuando miro alrededor y veo que este lugar no fue el paisaje cotidiano del tiempo de encierro, cuando además de mi ventana las lucecitas iluminaban las otras casas y podías imaginar las rutinas, las discusiones, las risas y los juegos del resto del vecindario.
Día tras día, intento olvidar, sin mucho éxito, el tema de las imágenes. Hace algún tiempo -imposible recordar el día exacto o tener una idea clara de si han pasado semanas, meses o años- empezaron a aparecer en la casa fotografías, postales, recortes de prensa, cromos, sellos, páginas arrancadas de libros…En fin, distintos formatos en los que se reproducen imágenes de la época de los Grandes Fuegos. Todas tienen algún animal muerto: lagartos petrificados en un grito, tigres carbonizados con las patas hacia arriba, aún con la tensión de la huida, monos con las cuencas de los ojos vacías y la cola chamuscada apenas como un rastro, tapires con la boca ligeramente abierta, como si en el momento de la muerte hubieran estado a punto de beber de un charco mínimo.
Algunas imágenes aparecen bajo la puerta de entrada. Dado que no siempre paso por ahí, entretenida como estoy en la nueva habitación, a veces las encuentro cubiertas de una ligera capa de polvo, lo que me indica que han sido introducidas por la rendija hace ya algún tiempo. Otras veces aparecen en las ventanas, como si fueran palomas o drones mensajeros los encargados de depositarlas ahí, o como si fuera el viento el que, casualmente, las arrastró hasta esa ventana un día cualquiera. En ocasiones, alguna está húmeda o desteñida por el sol inclemente. Señales de que, al igual que con las imágenes de la puerta de entrada, han sido depositadas allí hace días, o semanas, o meses, o…¿años?
Pero hay otras imágenes que aparecen en los sitios más diversos de la casa: dentro de la nevera, en la cama, en la silla en la que me siento a comer, en la mesa del escritorio.
Incluso, alguna vez, ciertas imágenes han aparecido pegadas a la pantalla de mi ordenador. Recuerdo, por ejemplo, aquella del gato: estaba enrollado sobre sí mismo, como si se hubiera resignado a la muerte y hubiera dejado de huir. De no estar claramente carbonizado, parecería que estuviera durmiendo apaciblemente, como lo hace la gata con la que vivo, hecha bolita en el medio de un rayo de sol. Esta imagen, que era una postal con un sello de un pequeño pueblo del Amazonas, me había producido un especial malestar. No sabía si tomarla como una amenaza, como un presagio, o como un recuerdo de otra vida: tan profundamente resonaba en mí ese pequeño cuerpo felino. Esa imagen, que destruí inmediatamente, es la única que no guardé en las cajas donde almaceno el resto. Como si me hubiera convertido en una simple gestora de cenizas o en una cronista de la catástrofe, estoy administrando un archivo de animales muertos.
Para intentar desconectar de las imágenes me he dado a la jardinería. Cuido con un delicado mimo todas y cada una de las plantas y cactus de casa. Con el confinamiento aprendí sus nombres, cómo transplantarlas, reproducirlas, sus cuidados. Desde el encierro las observo con atención comprobando la evolución de su crecimiento, se han convertido en una extensión de la casa. He aprendido a valorar cada milímetro de su crecimiento. No sé si he cuidado de ellas o si ellas me han cuidado a mí. Desde entonces, los domingos la gata y yo formamos un equipo de lo más eficaz, mientras voy regando y limpiando hojas, ella araña ramas y escarba la tierra. No sé si soy yo la que la entretengo a ella o es ella la que me entretiene a mí.
Durante el encierro se aceleró el crecimiento de las plantas, las ramas y hojas parecían haber tomado prácticamente el salón. Recuerdo la noche en la que la gata me despertó, con su nariz en mi nariz, sus ojos clavados en los míos me llevaron al salón, donde junto a ella tenía la sensación de estar en una jungla felina, se hizo un ovillo de nuevo y junto a ella dormimos en el salón, abrazadas por hojas de zamioculcas, monsteras y begonias.
Recordar esa noche hace que vuelva a aparecer una nueva imagen pegada en el espejo del salón.
Me detengo ante ella y la gata se eriza.
[…] La caja de cenizas […]