-¿Cómo es el juez Racine?
-Es un juez de dos cifras
-¿De dos cifras? ¿eso qué significa?
-Pues que sus condenas comienzan a partir de los 10 años de cárcel.
Este simple diálogo pretende dar una imagen rápida y precisa de la opinión que en los tribunales se tiene del presidente de la Corte, este juez Racine, excepcionalmente interpretado por Fabrice Luchini —qué tiempos, yo le descubrí por primera vez con Rohmer, su alcalde, el árbol y la mediateca, un anuncio de los proyectos megalómanos posteriores de tantos políticos—. Lo de juez de dos cifras define a la persona, pero por otro lado también define su trabajo. La Cour d’assises francesa se encarga de los casos por crimes cuyas penas de prisión comienzan a partir de los 10 años de prisión y alcanzan la cadena perpetua. Es, por lo tanto, el tribunal que, en primera instancia, con más dureza puede castigar un delito, y cuenta con la particularidad de que los juicios se desarrollan mediante el sistema del jurado. Vincent, un director, por otro lado, cuyo cine no me ha interesado demasiado hasta ahora, proyecta una imagen al exterior de este personaje como un tipo duro, inflexible, respetuoso pero determinante, con autoridad pero no autoritario, sobradamente experimentado para dirigir un proceso en el que, a lo jurídico, se une lo popular. Conseguir hacer partícipes a los ciudadanos de una obligación y un derecho, aprender a ser justos mediante la aplicación de la ley aunque el resultado sea duro. Y sobre todo, a olvidar prejuicios o sospechas para ceñirse a los hechos y lo probado. Racine condena a penas que sobrepasan los 10 años de prisión, pero realmente la ley no le permite otra cosa cuando la culpabilidad queda probada, no es él por lo tanto, el duro y castigador, es el resultado de aplicar la ley como mecanismo de la justicia. Racine sabe, menos mal, que un juicio no acredita ni demuestra la verdad, algo que solo conocen internamente los acusados, y no siempre. Su labor es hacer creer a los miembros del jurado que hay una verdad probada, la del juicio, y una eventual verdad material cuyo alcance puede quedar desconocida tras el juicio, ello no debe bloquear las deliberaciones del tribunal.
El director utiliza el escenario judicial para introducir la historia personal, una historia paralela al juicio que se desarrolla durante tres días ante ese tribunal y en el que el proceso se transforma en un gran mcguffin olvidado de repente, solventado de manera elíptica y precisa, para centrarse en dos personas, el juez, y una de las componentes del jurado, una doctora que atendió unos años atrás al juez tras un grave accidente de tráfico y de la que Racine quedó enamorado sin llegar a conocer realmente a la verdadera persona que se escondía detrás de esa bata blanca. La doctora Ditte Lorensen Cotteret —otra magnífica interpretación de la actriz danesa Sidse Babett Knudsen— se transforma en el objeto metajurídico del juez, concentrado al máximo durante las sesiones y con una rápida capacidad de desconexión una vez que éstas terminan —memorables las salidad del parquet del presidente—, para procurar obtener respuestas a aquello que quedó en el aire en su momento. Porque este juez que sonríe de manera forzada, intentando una cercanía emocional con testigos y jurados que, realmente, ni quiere ni desea, pero que su educación no le permite mostrar abiertamente, que es un juez inquisitivo en sus interrogatorios pero sin perder en ningun momento la calma ni el sosiego necesario, un juez capaz de desarmar los argumentos de la acusación con un par de preguntas inteligentes, en su vida personal ni es tan agudo ni sus pensamientos se transforman en palabras dichas en el momento justo, sólo el recuerdo de una mano cálida y reconfortante le sirve de llama permanente para pensar que esa mano puede volver, y, además, de otra manera.
Racine tiene que significarse en el tribunal, es monsieur le president aunque los testigos se empeñen en llamarle «mr. le juge», el armiño de la toga y el color rojo denotan su posición y preeminencia. Pero para él eso no es más que trabajo, una representación teatral donde lo único que no está permitido es aplaudir al final de la escena. Ese protagonismo que la ley le concede está deseando aparcarlo entre las paredes de su despacho en cuanto acaba la jornada para convertirse en un ser anodino, uno más entre los miles de habitantes de Saint Omer. Una persona que arrastra su maleta con expedientes por las calles de la ciudad y va saludando con cierta mezcla de educación e indiferencia, una carga real, pero también simbólica, un peso que le impide sentirse liberado y que dificulta su avance. El color rojo de su toga le diferencia en los estrados, pero le oculta y le mimetiza en la calle, usando una permanente bufanda de ese color consigue que la gente se fije en la prenda y no en su cara, una estrategia para no ser visto. Al juez Racine le pesa el pasado y este juicio se convierte en una posibilidad de remendar algo que, en su momento, no tuvo que pasar de esa manera. Usar un mensaje de móvil es casi lo mismo que ponerse una bufanda roja, una manera de no dar la cara, de marcar distancias pese a que lo que se desea es que esas distancias desaparezcan. Si Racine podía, o no, haber intimado con la doctora tras su convalecencia es una pregunta que bombardea la cabeza del juez desde que no obtuvo la respuesta esperada a un mensaje de texto tras una cena. Ese mensaje decía una cosa pero realmente quería decir otra, entre decir «te echo de menos» o «quiero estar contigo» hay diferencia, sobre todo cuando se dice lo primero pensando que la otra persona entenderá lo segundo y contestará en consecuencia. A ese miedo que no dejó a Racine decir lo que realmente pensaba le siguió el olvido y el fracaso de un intento fallido. Cuando la doctora Lorensen es seleccionada como miembro del jurado, el juez, en pleno proceso de divorcio y liquidación de su patrimonio, expulsado casi de su antigua casa por una sirvienta con una fregona que va borrando su rastro a su paso, como si ya nada le vinculara con esa mansión, vislumbra la posibilidad de cerrar o abrir, definitivamente, ese capítulo inconcluso.
La película, por lo tanto, se construye desde el interior, para crecer de manera formidable. Puede ser la innegable calidad de sus dos intérpretes, lo acertado de introducir el romance o el flirteo en medio de un entorno tan poco erotizante y aséptico como un juicio, un juicio, además, escabroso y duro, como es la muerte de un bebé con el padre como acusado y sobre el que sobrevuela la sospecha de que la persona juzgada no es, realmente, quien debería responder de lo sucedido, pero en todo caso, el ritmo sosegado, los diálogos naturales, las situaciones nada forzadas y el encaje progresivo de todas las piezas ,hacen de esta película una auténtica sorpresa, uno de esos outsiders a los que uno no presta demasiada atención inicial pero que, cuando empieza el boca a oreja tan unánime, se termina cayendo en ella y disfrutándola, lamentando que termine tan pronto, que se acabe, y que acabe con una declaración de amor tan hermosa como la de los últimos planos y esa forma de ponerse cómoda y mirar la doctora al juez. Michel Racine empieza la película comiendo manzanas de su huerto agusanadas, arrastra una pierna con secuelas tras aquel accidente, es una persona con dolor físico y emocional, pero en el fondo no es el trabajo del tribunal el que hace daño, «estamos blindados» dice, y no le falta razón, «nuestros pacientes no pueden llamarnos por teléfono desde la prisión», comenta con sorna, es lo que le falta cuando por las tardes desconecta y termina de sentenciar lo que le aumenta esos dolores y carencias. Cuando termina este juicio y empieza el siguiente, el personaje soberanamente tratado y creado por Luchini tiene la ocasión de curar todas sus heridas, la gripe y la fiebre desaparecerán y ello gracias a ser capaz de decir lo que realmente piensa y no por esperar a que otro lo diga por él.
Ficha técnica