Principios educativos. En su libro Democracy and Education, de 1916, John Dewey afirmó que el proceso de adquisición de la lengua materna era «el modelo prácticamente perfecto» de «un crecimiento educativo adecuado» (pág. 133). Resulta imposible aislar esta afirmación (sobre la que volveremos) de la tesis general que concreta, a saber: que la educación no tiene fines externos, puesto que el verdadero fin de la educación es «permitir que los individuos continúen educándose» (pág. 117), que vayan ampliando progresivamente la amplitud y la profundidad de su relación con el entorno. La educación de hoy prepararía el terreno para las experiencias educativas de mañana, aquéllas que permitirían al individuo hacer y entender cosas que no puede hacer ni entiende hoy. Pero en todo este proceso, lo único que cambiaría sería la intensidad de dichas experiencias, no su esencia o cualidad educativa. No se sale de la educación en ningún momento: ella no es preparación de nada, y nada prepara para ella excepto ella misma. Sin duda, cabe esperar del futuro que traiga experiencias educativas más potentes (en lo que respecta a su capacidad para transformar la realidad), más complejas (en lo que respecta a la sofisticación de los medios lingüísticos y no lingüísticos empleados) y también más democráticas, algo por lo que Dewey entendía la capacidad de coordinar y armonizar diversos propósitos en una misma acción, gracias a la deliberación de los diversos agentes implicados. Pero el único modo de llegar a las más altas cotas educativas sería teniendo, aquí y ahora, experiencias que ya fuesen educativas en sí mismas: potentes, complejas, democráticas; enraizadas y por ello capaces de afectar la realidad; que incluyan signos y herramientas y, finalmente, que coordinen a diferentes agentes y propósitos. Sin estas cualidades, decía Dewey, no habría ni educación, ni crecimiento personal, ni vida social al fin y al cabo.
El modelo del lenguaje. Esta visión general la acabaría concretando su discípulo Kilpatrick en el modelo de la enseñanza por proyectos, en un pequeño cuaderno de 1918: El método por proyectos. El uso del acto intencionado [purposeful] en el proceso educativo. Pero volvamos ahora a la afirmación relativa a la adquisición de la lengua materna y enriquezcámosla con lo que ya sabemos acerca de la premisa educativa general. Pues, si el modelo «prácticamente perfecto» de «un crecimiento educativo adecuado» era la adquisición de la lengua materna, y si aquél no tenía otro fin que el de seguir educando, entonces nadie acaba nunca de aprender su propia lengua. Tal sería el corolario. Esto último, que lo han defendido escritores y traductores en infinitas ocasiones, lo experimentará cualquiera que se observe hablando y escribiendo a través del tiempo. Entonces verá que no sólo los errores persisten y las palabras se olvidan, sino que nuevas se aprenden a medida que nos vemos impulsados por diferentes intereses, lecturas, diálogos… por nuevas situaciones educativas, tal y como las definimos en el anterior párrafo. Así, durante algún tiempo somos expertos en una actividad y conseguimos trazar un discurso ordenado en torno a ella; pero entonces el interés cambia y aparecen vacíos que necesitan ser llenados. Las lecturas y proyectos varían (junto con las conversaciones) y las palabras que nos acompañan también se transforman. Saber una lengua, desde este punto de vista, no significaría tanto ser capaz de actualizarla al completo cuanto estar en condiciones de educarse (de seguir educándose) a través de ella. Cuando el lenguaje ya no es un impedimento para tomar parte en experiencias educativas potentes, complejas y democráticas —entonces se conoce una lengua, aunque uno nunca acabe de aprenderla.
La adquisición de la lengua materna. Ahora bien, ¿cómo se aprende la lengua materna en primer lugar? ¿Cómo se adquiere sino es a través de este mismo tipo de experiencias? En su librito The School and Society, que recoge conferencias impartidas en 1899, Dewey establece que el contexto original de este aprendizaje es el hogar familiar. Allí el niño aprende a hablar a la vez que observa cómo sus padres organizan la casa y él mismo va integrándose en estas tareas, tareas que son potentes, complejas y democráticas en el sentido que le hemos dado hace un momento. De ahí la preciosa sugerencia de que la casa ideal y el colegio ideal, a la postre, no se distinguirían, del mismo modo que en un cuento de Borges la casa del minotauro acababa siendo el mundo entero. Añádele a una casa una biblioteca —proponía Dewey—, un laboratorio, un estudio artístico, un taller, un huerto, un amplio jardín para actividades deportivas, y un bosque cercano en el que explorar in situ la naturaleza, y tendrás todos los espacios necesarios para albergar las actividades de todas las disciplinas escolares. Y añade, después, un educador experto e imaginativo a cada uno de estos espacios, junto con más niños para que éstas últimas ganen en potencia, sofisticación y cualidad democrática, y tendrás el colegio perfecto. ¿Podrá el niño aprender en él?, se pregunta. «Sin duda, pero vivir sobre todo, y aprender a través y en relación a esta vida» (pág. 25).
Familia versus escuela: historia de una discontinuidad de experiencias. En vez de afianzar esta continuidad entre la casa y la escuela —como hemos visto, la segunda perfeccionaría aquello que de educativo tiene la primera—, hoy advertimos su diferencia radical. En su hogar los niños viven y aprenden muchísimas cosas (en ocasiones, cosas diametralmente opuestas a las que la escuela aspira a enseñar). Pero en el colegio no sabemos bien qué hacen exactamente. Una buena manera de empezar entender esta realidad sea aproximarse a ella tal vez sea desde una perspectiva histórica. En este sentido, casi todas las obras de Dewey incluyen, parcialmente al menos, cierta explicación de por qué el sistema educativo moderno nunca proveyó, en realidad, experiencias educativas como las que hemos descrito arriba. Insisto: el ideal de Dewey no fue, ni ha sido nunca, la normalidad histórica. Y sin embargo, como explica en Democracy and Education, durante cierto tiempo los alumnos norteamericanos de formación profesional estuvieron expuestos a experiencias como éstas, cuando, debido a la creciente modernización tecnológica de finales del siglo XIX y principios del XX, la clase empresarial de la gran industria norteamericana presionó para que el estado diese formación técnica a los vástagos de las clases obreras (muchos de ellos inmigrantes), destinados a cubrir la amplia gama de trabajos manuales. La paradoja es que, en medio de esta ordenación clasista del sistema, sólo los alumnos de los itinerarios manuales lograban participar en actividades cuya orientación práctica las acercaba, al menos en parte, a los postulados pedagógicos de Dewey. Mientras tanto, los hijos de las clases acomodadas recibían una formación tradicional y libresca que se hallaba en las antípodas de este ideal. De ahí que, cuando bien entrado el siglo XX la mayoría de los países occidentales tendieron hacia la univocidad del sistema educativo (al menos durante una larga fase obligatoria), Dewey insistiera en que éste debía mantener a toda costa el enfoque práctico de la formación profesional, si bien debería liberarse de los fines estrechamente económicos y profesionales que limitaban la amplitud y la riqueza de la experiencias educativas que ésta ofrecía. Así se lograría la síntesis de lo práctico y lo teórico, de lo empírico y lo conceptual. No fue posible y lo que al final se hizo fue universalizar la educación tradicional.
El malentendido de la institución escolar. Pero es posible retrotraernos aún más allá. Según Dewey, el tono libresco y la clase magistral que acabaron permeando la enseñanza moderna no fueron sino el desarrollo coherente de las intuiciones que sirvieron para fundar la institución escolar: la sensación de que el saber acumulado de la humanidad debía transmitirse a toda costa. Esta sensación la había intensificado la especialización científico-técnica del saber y la creciente división de trabajo. Desde este punto de vista, lo que las nuevas generaciones de alumnos requerían para convertirse en miembros productivos de la sociedad ya no lo podían aprender a través de las interacciones sociales cotidianas, tampoco a través de las relaciones tradicionales entre el maestro y el aprendiz que durante siglos habían albergado en su seno experiencias educativas potentes, sofisticadas y democráticas, en los márgenes de contextos escolares. Ahora se necesitaba una escuela; su fin debía ser el de enseñar muchas cosas, y debía hacerlo a toda costa. El tono libresco y la clase magistral fueron percibidas entonces (según la lógica de la productividad industrial) como formas eficientes de transmitir el conocimiento acumulado. El problema fue que esta enseñanza ocurría al margen de cualquier educación, de cualquier experiencia potente, sofisticada, democrática.
La imposibilidad de enseñar la lengua directamente. Como es obvio, esto tuvo consecuencias directas sobre el aprendizaje de la lengua materna. Lo que debía ser el resultado de la participación de los alumnos en experiencias educativas ricas (como por suerte seguía y sigue ocurriendo en el hogar) se colocó como objetivo unívoco de una asignatura. «Pensad en al absurdo de tener que enseñar el lenguaje como una cosa en sí misma», avisaba Dewey en su libro de 1899; «[…] no es sorprendente que una de las principales dificultades del trabajo escolar haya acabado siendo la enseñanza de la lengua materna» (pág. 35). Pues, en este caso, la dificultad era doble: no se trataba ya de que dicha materia no albergase experiencias educativas poderosas (algo que, en realidad, no ocurría en casi ninguna asignatura) sino que ésta ni siquiera incluía un material cognitivo interesante, como podía serlo la descripción de procesos históricos o naturales. En las asignaturas de Historia o Biología, estos contenidos podían llegar a establecer un contexto significativo que, aunque no diese lugar a experiencias educativas poderosas (aunque no abandonasen ni el libro ni la clase magistral), sí implicase la transmisión de ideas que podían resultar estimulantes para el alumnado. Pero en la clase de lengua no ocurría ni una cosa ni la otra. Aunque esa educación ideal cuyo fin fuera «permitir que los individuos continuasen educándose» no se hallara en ningún sitio, enseñar historia o biología como una cosa en sí misma era preferible —y más factible— que enseñar la lengua por la lengua, lo cual incurría directamente en una imposibilidad.
Consecuencias sobre la enseñanza de la lengua extranjera. ¿Y qué decir, finalmente, de la enseñanza de una lengua extranjera (lo cual acaba significando la enseñanza del inglés)? Sobre todo, que ha acabado exacerbando todos los vicios asociados a una concepción educativa inadecuada. Más aún: que, en la medida en que esta deformación no es casual sino que obedece a tendencias históricas, muy posiblemente acabe contaminando, en un futuro cercano, al resto de asignaturas. En este sentido, sería el espejo en el que el resto de áreas habrían de asomarse para ver (y combatir) su propio destino. En primer lugar, se reconoce sin tapujos que la enseñanza del inglés tiene una justificación meramente instrumental: facilitar la inserción laboral en un capitalismo globalizado. Y, en segundo lugar, se asume que su aprendizaje ha de basarse en el trabajo privado del individuo frente al libro de texto, como si este proceso de aprendizaje se desarrollase en un limbo cognitivo ajeno a cualquier contexto material, social, cultural, etc. Finalmente, todo el proceso de enseñanza se divide y periodiza: las palabras que hay que aprender, las expresiones, los tiempos verbales, etc. Al conocimiento de ciertas palabras, expresiones, tiempos verbales, etc., se le atribuye un nivel lingüístico, y a la vez se asignan fechas que establezcan, por medio de exámenes estandarizados, cuándo estos niveles deben ser adquiridos. Este ordenamiento disciplinario y temporal se erige de espaldas a la idea —ya explicada— de que nadie, nunca, acaba de aprender un idioma. Si esto era cierto de la lengua materna, ¡cómo va a serlo de la lengua extranjera! Y sin embargo, por oposición a ella, en ningún momento se intenta que el aprendizaje del inglés se solape, aunque sea mínimamente, con una experiencia educativa potente, sofisticada, democrática. Hasta hace poco, ni siquiera se buscaba que su enseñanza incorporase algún tipo de contenido de otras áreas escolares. Me atrevo a decir que toda esta periodización y división ad nauseam, junto con como la masa institucional que la impone y la acompaña, es la terrible manera en la que la disciplina trata de ignorar el hecho de que esa clase de experiencia no se manifiesta en ningún momento en el aula. Con tal de no mirar ese punto negro, se construye y se potencia todo lo demás.
Alternativas. Frente a esto, ¿qué significaría que la enseñanza del inglés asumiera que el fin de la educación es interno a sí misma? ¿Cómo sería esta disciplina en el caso de que, tal y como ocurre dentro del hogar con la lengua materna, su aprendizaje fuese el resultado de la participación de los alumnos en actividades propiamente educativas? Básicamente, cambio implicaría que, lejos de priorizar los niveles y exámenes que hoy organizan su enseñanza, las formas lingüísticas irían introduciéndose en la medida en que los alumnos necesitaran conocerlas para poder completar una actividad potente, sofisticada y democrática. Esto significaría que lo primero que el profesorado tendría en mente (aquello que guiaría su imaginación pedagógica) sería cómo construir este tipo de experiencias, no ya las palabras, expresiones, tiempos verbales, etc., que incluye cada nivel lingüístico que hay que alcanzar. Lo segundo en orden de importancia sería cómo esta experiencia podría incluir un cierto componente de aprendizaje de la lengua inglesa sin sacrificar por ello su calidad educativa general. El aprendizaje del inglés sería una de las variables (no la única, ni siquiera la más importante) que intervendría en el diseño de los proyectos que ofrecería la disciplina. Pues, a la postre, si el fin de la educación consiste en seguir educando, y si uno nunca deja de aprender una lengua (ni la materna ni la extranjera), entonces el fin específico de la enseñanza del inglés debería ser, precisamente, el de abrir cada vez más la puerta para que el alumno quiera seguir educándose a través de ella.
[…] mis lecturas pedagógicas he podido constatar que este solapamiento era un vínculo necesario para John Dewey, uno de los pedagogos más relevantes del siglo XX. Para él, la verdadera educación participaba del torrente de la vida, y toda experiencia vital […]