La Isla Mínima parece, al comienzo, muchas cosas, y finalmente toma otros derroteros completamente distintos. No es True Detective, por mucho que existan las similitudes, ni Twin Peaks, ni mucho menos un simple whodunit.
Es 1980, marismas del Guadalquivir, dos desaparecidas y dos policías a los que se les castiga, por diferentes motivos, a hacerse cargo de un caso en apariencia poco importante en un pueblo perdido. Juan (tibio Raúl Arévalo) es un joven policía, de la bandada democrática, y que ha escrito contra un general, tiene una mujer y una hija pequeña y cree en una nueva España, alejada de los derroteros del Régimen.
En el otro extremo, Pedro (Javier Gutiérrez, ya declarado como uno de los mejores actores que tiene el cine español en la actualidad) es su opuesto aparente, de la old school, y al que se aparta como a todo lo que dé una imagen asociada al franquismo, que el Gobierno de Suárez quería borrar a toda costa. Personaje torturado éste, que esconde secretos terribles en su pasado, y que los ahoga en ginebra, impenitente y condenado ya a las llamas de lo que fue y no podrá ser. Si por ti fuera todo seguiría como antes, le espeta el demócrata Juan a Pedro. Y nosotros nos preguntamos: ¿en qué ha cambiado?.
Son enviados a un pueblecito sevillano dónde se malvive, se conservan recuerdos de las capitales andaluzas (Málaga o Cádiz), se golpea a las mujeres (la tremenda belleza de Nerea Barros y su caracterización como abnegada esposa, duelen en la mirada), y la gente vive apegada a la droga y al tráfico de ésta (Debo mucho dinero y no puedo pagarlo, nos dirá el personaje de Antonio de la Torre, otro magnífico actor), sólo por alimentar a sus familias y rellenar los agujeros de la infamia que desatan la pobreza y el caciquismo. Nada ha cambiado con la democracia. Llegará un momento, pues tal es el soberbio trabajo de Alberto Rodríguez (Grupo 7, No habrá paz para los malvados), en el que nada importa quién está detrás de la desaparición de las dos hermosas muchachas, pues, por el camino, Rodríguez y el excelso director de fotografía Alex Catalán han hecho un film sobre la Transición (el mejor, muy probablemente, y de forma involuntaria) y sobre España, sobre una España quebrada, empobrecida, cruel, claustrofóbica, desasosegante.
Es, además, un film de una plasticidad magistral, (recuérdese, si no, ese inicio, que transmuta el paisaje de las marismas con una suerte de inmenso cerebro) bello a su manera, y donde su director demuestra un dominio de la narrativa que ya venía apuntando en películas anteriores. La desesperanza nubla la investigación, y la convierte en insoslayable tapadera para ofrecer al espectador el retrato de un lugar y un tiempo. Todo ello entre planificación que tritura cualquier producto de este año facturado en España y que, desde luego, vaya por delante, ofrece una acuarela sobre Andalucía bien distinta de desafortunados bodrios como Ocho apellidos vascos. La película de Rodríguez detenta un especial gusto por el thriller, que aplaca loas a la Transición, tanto como al Régimen en el que vivimos.
Una bofetada cruda, disonante, hipnótica, con uno de los finales más terribles en el cine de los últimos tiempos. Y, sobre todo, una obra maestra absoluta, ya un clásico en toda regla.