Durante muchísimo tiempo el cine de Ingmar Bergman ha estado condenado a padecer un malentendido que sospecho está condenado a no desaparecer nunca del todo.
Tótem máximo del cine de autor, sus defensores, tanto los del director como los de este tipo de cine, han parecido necesitar revestir al director en primer lugar de un sentido críptico y en segundo lugar de un sentido depresivo que su cine no posee en absoluto.
O no lo posee al menos en las vulgares coordenadas de pesimismo-optimismo en las que parece moverse la crítica, el pensamiento y el cine. Unas coordenadas que no responden en absoluto a la obra de humanistas como Bergman, ni responden a la práctica totalidad del cine realizado en Europa desde el final de la II Guerra Mundial hasta principios del siglo XXI, donde creció el que ahora llaman “cine de la crueldad”.
Bergman no es críptico. Pocas narrativas más cristalinas que la suya, pocos diálogos más elocuentes. En Persona (aún siendo un punto de ruptura, alimentado y gestado al menos desde El silencio, si es no hay ya reminiscencias en el sueño de Fresas salvajes) los personajes enuncian sus sentimientos y visiones con una nitidez digna de la mejor causa. Ello no es vulgar ni subrayado, no tendría por qué ser enigmático o inasible. La oscuridad no es una virtud en si misma, la claridad no es un defecto en si mismo.
Puede que La hora del lobo sea más complicada y Pasión culmine una década más visual y narrativamente arriesgada, menos fiada a su talento inconmensurable para el libreto pero esa idea del Bergman críptico sigue sin aparecernos, por mucho que muchos lo desearan, quizás para exhibir cómo descifran lo indescifrable.
En cuanto al pesimismo, me es imposible pensar el cine de Bergman en términos tan baratos (también me lo resultaría simplemente optimismo).
En Juegos de verano lo horrible se entremezcla y se sucede con un impulso vital irrechazable.
En El séptimo sello la certeza del final se ve sorprendida por una escena maravillosa, para mi la clave de la película, en la que todos comen fresas y el caballero Antonius Block retendrá ese momento de felicidad como algo que explica su existencia, sin negar que otra vez el horror y el vacío parecen devorarlo todo.
La secuencia de las fresas tiene su debido espejo al final de Gritos y susurros, a pesar del espanto de la enfermedad, que inevitablemente acabará con la muerte de Agnes, el reencuentro con sus hermanas le proporcionará unos momentos de paz que aliviarán y le harán olvidar su dolor. Un espejo que tiene también su correspondencia cuando al inicio del film se despierta y sonríe al ver a su hermana, la interpretada, por Liv Ullmann, que ha estado velando por ella.
En Como un espejo padre e hijo concluirán que amor y Dios son una misma cosa.
En Persona Elizabeth Vogler emprende el loco proyecto de simplemente ser, sin máscaras.
Salvando las distancias, cómo el palpitar y la degradación de la carne y de la vida conviven me recuerda algo a La guele ouverte de Maurice Pialat.
Propongo pues, y no soy original en eso pero invito a escapar de muchos tópicos, una lectura de Bergman más cercana al existencialismo, a la idea de un ser humano arrojado sin Dios y ante la certeza de la muerte que ha de aferrarse a la vida con las posibilidades que ello puede conllevar (casi siempre las fresas son nuestra salvación).
Reducirlo a términos de depresión es perderse muchas cosas, en el cine y fuera de él.
[…] mismo”. La visión de Bergman de la pareja es más que desoladora pero como apunté en otro artículo, en toda obra de Bergman hay una rendija de luz (que no de optimismo) y aquí compone el mejor […]
[…] mismo”. La visión de Bergman de la pareja es más que desoladora pero como apunté en otro artículo, en toda obra de Bergman hay una rendija de luz (que no de optimismo) y aquí compone el mejor […]