La primera vez que fui a una asamblea feminista, alguien mencionó que llevaba más de 15 años enfadada con los feminismos. En ese momento, con unos veintipocos años, me chocó que eso que yo entendía como feminismo pudiera hacer daño. No alcanzaba a comprender de dónde procedía ese dolor y mucho menos cómo se podía prolongar durante tanto tiempo. En mi profunda ingenuidad había construido un imaginario que se correspondía con el planeta del feminismonaif donde no podía darse tanto conflicto, tanto malestar. Entendía que el feminismo era por antonomasia un lugar seguro, no era consciente de la amplitud de las galaxias feministas. Desconocía lo insondable de su espacio, la longitud real de sus distancias, el filo de sus aristas.
Primer aprendizaje
En las galaxias que dibujan los feminismos es esencial conocer tus coordenadas planetarias. Puesto que no comprender qué planeta se habita confiere una especie ceguera particularmente molesta para el resto de galaxias y para ti, solo que tardarás un poco más en saberlo (o no).
Esa compañera que volvía a la asamblea y hacia explícito su malestar prolongado en el tiempo, hacia que algunas cuestiones resonaran como un aviso, como una duda igualmente dilatada en el tiempo ¿Cómo confiar después de que tanto dolor te atraviese? ¿Cómo crear espacios de escucha para estas heridas? ¿Cómo atender al dolor sin recurrir al ataque? ¿Cómo hacernos cargo del daño que podemos causar? ¿Cómo nombrar esos malestares sin recurrir a la culpa moralizante? ¿Cómo no convertirnos en el enemigo? ¿Cómo hacer que la lógica patriarcal no esté presente en nuestras respuestas? ¿Cómo imaginar otras formas hacernos cargo en común del dolor?
Los desamores feministas son peores que los románticos, dinamitan algo por dentro que resuena con una fuerza sin igual. Duelen, se clavan, te hacen dudar, de ti misma, a veces de las demás, de la posibilidad de pensar en colectivo, de tener un espacio de seguridad y fragmentan algo que nunca puede romper otro tipo de amor. (Imagino que con esto también los estoy, de alguna forma, esencializando). Pero es que creo que la grieta que se abre camino tras el crack, detona la vulnerabilidad compartida y nos deja una sensación de soledad estelar sin igual.
No sé si esta sensación se debe a las muchas expectativas proyectadas en estos espacios, que son nuestro espacio de ser más nosotres, que cualquier otro lugar. Tal vez sea esa la razón que explique el profundo dolor esas heridas.
Segundo aprendizaje
Los desamores feministas crean una herida a la que le debe dar el aire, el tiempo y comprobar que no se infecta. Las heridas feministas infectadas son peligrosas, supuran odio, rotundidad, resentimiento, rabia y dolor. Los antibióticos funciona a ratos. Todo esto, sin posibilidad de convertirlo en algo político que nos ayude a todes.
Algunas heridas feministas recurren a estrategias patriarcales para su recuperación, confunden fondo con forma y dibujan un recorrido bajo paisajes ensordecedores. Las heridas feministas pueden arrollar un grupo, fagocitarlo o ser un ave fénix. Aunque para que esto último ocurra, hay que currárselo mucho. Se debe poner escucha al dolor, abrazarlo, dejarle espacio, lamer heridas, observar el origen del dolor y mirarnos a un espejo que nos devuelve una imagen en la que no salimos bien. Una vez mi amiga Celia dijo “hay que confiar” y sentí tras esas palabras el vértigo de abrazar un proceso que no había experimentado antes. Se trataba de eso ¡Pero qué difícil es! Es más sencillo mirar hacia otro lado que pararnos a arreglar los destrozos, a reconocer nuestros errores mientras volvemos a imaginar otro camino juntas. La confianza es un satélite esencial en las galaxias feministas. Confiere estabilidad, cuando desaparece, la vida planetaria se desestabiliza.
Tercer aprendizaje
Hay un camino más fácil, el más sencillo porque sale de las tripas, en él una voz grita: «rápido, hay que elegir un bando, hay que posicionarse, señala tu planeta, lanza misiles a otros lugares, defiéndete y asume que siempre tienes la razón».
Hay demasiado odio, sí, eso dicen, pero ¿acaso ha dejado de haberlo alguna vez? ¿Acaso esto ha sido alguna vez la casa de todes?
Cuarto aprendizaje
Una dificultad añadida desde la latitud que escribo, es que hay personas que visitan espacios feministas, asambleas, grupos como quien se dirige a un estadio de fútbol. Participan del espectáculo, dan gritos, comentan el partido y luego desaparecen. Se dirigen a esos espacios a fagocitar energía para luego explicar que son feministas en los grupos donde verdaderamente ponen energía y dedican tiempo. Normalmente esos grupos son espacios donde la marca persona prima. Donde verdaderamente logran rédito político feminista, que es, por otro lado, lo que anhelaban desde el inicio. Ojo con estas personas. Son estrellas fugaces que encandilan y desaparecen. Lo suyo es pasar de largo de la galaxia. Pero si no se detectan como las estelas que son, se pueden confundir con coordenadas de un planeta.
Quinto aprendizaje
Huyo de las afirmaciones rotundas, sin fisuras, sin medias vueltas. Me engarrota todo el cuerpo esa sensación de desazón y bronca que con recurrencia transita (no solo) las redes sociales. Me siento equilibrista entre los relatos boomer y el cringe (propio y ajeno). No sé si todo este ruido es real, ficticio, una fisura que nos permite pensar o tal vez, tan solo sea una especie de altar que sometido a likes y gestado desde la cultura del seguimiento, sencillamente, permite establecer qué opiniones son las que hay que tener. Porque, amigas mías, hemos consolidado una ontología feminista volátil. De las creadoras de “camisetas feministas” y bajo la producción de “todas somos feministas* (pero yo más)” ha llegado un nuevo estreno: “esto ya no es lo que era”.
Adrienne Rich (1929-2012) mencionaba, allá por 1978, que las feministas blancas estaban impregnadas de solipsismo blanco, una visión tubular que se traducía en una incapacidad para ver y comprender la experiencia no blanca como algo valioso. El problema ya no era solo la falta de visión, si no también ver lo que la poeta denominaba “esporádicos reflejos de culpabilidad con muy poca o ninguna continuidad ni utilidad política”. Este solipsismo blanco es una dolencia de la que tengo la impresión la galaxia feminismos, en general, no termina de recuperarse. Ya que aunque Rich se refería a él en términos de blanquitud y después de más de cuarenta años ¿No hay acaso tantos solipsismos como ejes de opresión? ¿No nos ayudan precisamente los feminismos a abrir miradas y a comprender qué privilegios habitamos? ¿Por qué nos cuesta tanto escuchar activamente a les otres? ¿Por qué no nos miramos desde el abismo que nos precede? ¿Desde dónde hablamos? ¿Qué hemos aprendido a no percibir?
Sexto aprendizaje
Entender el espacio que habitamos, como un lugar al que disputar su imaginario y el reverso tenebroso de lo que deja de vislumbrar, nos puede ayudar. Pero cuando no somos capaces de escuchar aquello que no nos atraviesa y, peor todavía, lo negamos y vapuleamos, nos parecemos mucho a quienes detestamos. Pasamos por alto que la lógica patriarcal también puede dibujar cartografías «feministas».
Necesitamos mucho pensamiento crítico dentro de los feminismos. Me refiero con ello a la necesidad imperiosa de reflexionar(nos), de revisar, de debatir que es intrínseca a la propia naturaleza de lo que significa defender una visión más justa de la realidad. La cultura neoliberal ha conseguido vender feminismo y su traducción directa ha sido la de posibilitar su consumo. El «feminismo» que se consume, que genera opinión sin cuestionamiento, que grita, insulta, menosprecia, es otra cosa. Juega al despiste, rentabiliza las polémicas y desinforma. Hay personas viviendo de ello, han conseguido rentabilizar su marca personal así. Seamos consciente de ello para no asumir sin cuestionamiento ningún posicionamiento, venga de quien venga.
La galaxia de los feminismos es la galaxia de todes, no podemos ser feministas a lomos de una estrella fugaz, seremos entonces meramente artífices de una trayectoria efímera. Puede que ese lugar sea, desde luego, el más cómodo para rentabilizar el feminismo, pero es el que menos construye, el que más dolor deja a su paso y el que convierte ideas en productos.
Me gusta cuando Sara Ahmed dice eso de que “el feminismo arruina lo que arruina” es una forma lúcida de entender lo que nos traemos entre manos. Da igual el planeta que habites en las galaxias feministas, tu órbita o si viajas sobre satélites. Estamos en todas partes, más allá del ruido y de las imágenes tubulares, seguimos convencides de que las galaxias feministas solo pueden seguir expandiéndose.