No hace mucho un buen amigo me refería un tanto sorprendido la película El niño 44 (Daniel Espinosa, 2015). La historia se desarrolla en la antigua Unión Soviética y narra las dramáticas circunstancias de un policía que tras relacionar varios crímenes entre sí descubre la existencia de un asesino en serie. Pero no es ese realmente el argumento principal sí no de lo que realmente versa la trama es cómo el régimen intenta por todo los medios ocultar el asunto para sostener entre los ciudadanos la quimera de una sociedad perfecta donde obviamente este tipo de sucesos resultan inimaginables.
Más o menos el mismo modus operandi que en cualquier otra dictadura, sea de la orientación política que se trate, en cualquier parte del mundo. Es obvio y el devenir de la historia así lo ha evidenciado, para que un régimen de esas características se sostenga en el tiempo necesita de tres premisas fundamentales: la manipulación mediática, una sensación de orden y progreso y el miedo.
«Gobernar a base de miedo es eficacísimo. Si usted amenaza a la gente con que los va a degollar, luego no los degüella, pero los explota, los engancha a un carro… Ellos pensaran; bueno, al menos no nos ha degollado» (José Luis Sampedro, 1917-2013)
Imagínese usted haber nacido en cualesquiera de unos estados totalitaristas tan dispares como Cuba, España o la propia Unión Soviética en los momentos más duros y opacos de los mismos pero con un rasgo en común a todos ellos: su perpetuación durante varias décadas en el tiempo. Hubiera desarrollado su adolescencia bajo la omnipresencia de una censura férrea con la manipulación sistemática de los medios de comunicación existentes y un modelo educativo con una poderosa carga ideológica. Con unas fuerzas armadas dedicadas tanto o más a vigilar a los ciudadanos de dentro que a toda una larga retahíla de enemigos externos, en realidad inexistentes. ¿Se acuerdan del centinela de occidente? Todo su mundo giraría en torno a las mismas premisas y de no mostrar un especial interés por saber qué ocurre más allá de las fronteras de ese paraíso, amén de arriesgarse con ello, el resultado estará servido y la sombra del régimen se acabará alargando más allá del fin de este.
Larga vida al general
En España durante los casi 40 años de dictadura militar la sensación de progreso, orden y seguridad resultaron moneda de cambio para un régimen que entre otros dudosos atributos tiene en su haber ser el segundo país del mundo con más víctimas desaparecidas en tiempos modernos. A pesar de ello, casi 44 años después de la muerte del general Franco y otros tantos de democracia, su búsqueda y debida sepultura sigue siendo motivo de controversia.
Es cierto que España avanzó en su conjunto durante la estadía del régimen. Del mismo modo que en la antigua URSS -en las antípodas de sus respectivos idearios políticos-, los soviets transformaron un imperio como el de los zares, cercano al absolutismo, en una sociedad nueva donde los ciudadanos creyeron adquirir dignidad y derechos bajo la pesada losa de la normalización del terror.
La autarquía impuesta por el general Franco y sus acólitos, un modelo económico basado en el aislacionismo y el nacionalismo más radical que entiende a un país como autosuficiente, significó un fracaso absoluto y ensanchó aún más la distancia existente ya de por sí desde el SXIX entre España y sus vecinos allende de los Pirineos. Solo la presión del Opus Dei para la incorporación de civiles al gobierno en la década de los 50, los llamados tecnócratas, la agudeza e insistencia de los mismos para con el pretexto de la Guerra Fría promover el establecimiento de relaciones con EE.UU. y posteriormente la puesta en marcha del llamado Plan de Estabilización de 1959 –a pesar de las reticencias del general-, facilitó la apertura al resto del mundo y con ello empezar a recuperarse la maltrecha economía española. Para ello tirarían de dos argumentos fundamentales: el turismo y el envío de remesas monetarias de los emigrados españoles a otros países europeos.
En estos tiempos que corren cuando la inmigración se pretende cada vez más denostada, la migración de españoles al extranjero supuso toda una serie de ventajas para el régimen. Aliviaba el extraordinario éxodo rural hacia las ciudades incapaces de asumir semejante excedente de mano de obra, liberaba las tensiones existentes, suponía un modo de apertura necesaria al exterior y aunque se estima que buena parte de aquellos dos millones de migrantes lo hicieron de forma ilegal –con visado de turista para evitar la engorrosa burocracia-, el aporte de divisas que desde su países de destino enviaban a España supuso uno de los refuerzos más importantes para la economía española en la década de los 60.
Sin embargo y a pesar de la evidencia de los datos, para una parte del imaginario popular el régimen franquista supuso un salto cualitativo en la historia reciente de España personalizándolo casi en exclusividad en la figura de un general cuyas prácticas para el desarrollo del país resultaron nefastas y solo a regañadientes cuando este se derrumbaba de manera irremediable a mitad de los años 50 como consecuencia de sus políticas económicas tuvo que doblegarse a nuevas propuestas. Desde entonces Franco siguió gobernando con mano de hierro la nación española y firmando con la misma indiferencia de siempre penas de muerte pero tuvo que asumir la dirección del país a terceros que, aun con políticas más que discutibles y con la omnipresencia siempre del régimen, pudieron aprovechar en parte los vientos favorables que soplaban desde el occidente europeo.
Eterna Transición
En la madrugada del 25 de Abril de 1974, una mujer que llevaba un manojo de flores en la Plaza del Rossio en Lisboa, le dio un clavel a un soldado apostado en su carro de combate. Éste lo colocó en el cañón de su vehículo y al verlo sus compañeros hicieron lo mismo en fusiles y demás armas como símbolo de que pretendían una revolución pacífica y derribar la dictadura salazarista del Estado Novo en el poder desde 1926 sin derramamiento de sangre. La Revolución de los Claveles marcó un hito en la historia portuguesa y si cabe en todo el mundo al convertirse el propio ejército en el impulsor de la caída de un régimen dictatorial y la instauración de un estado democrático.
Por contra en España, aquel 25 de Abril en los estertores del franquismo, hizo temblar los cimientos del régimen y este desató una nueva ofensiva mediática intentando atemorizar a la ciudadanía con las supuestas veleidades democráticas que intentaban afianzarse en la vecina Portugal. Apenas un año y medio después fallecía el general Franco y uno más tarde, el 15 de Diciembre de 1976, el pueblo español votaba mayoritariamente a favor del retorno de la democracia en el Referéndum sobre el Proyecto de Ley para la Reforma Política.
Pero en esta ocasión buena parte del ejército, que había gozado de numerosas prerrogativas durante toda la dictadura franquista, se mostró abiertamente en contra de dar carpetazo a la misma, incluso decidido –como ocurriera 40 años antes-, a vetar la democracia por la fuerza de las armas. Varias intentonas de golpe de estado acabaron frustradas pero la desconfianza hacia el mismo hizo que muchos de esos privilegios se mantuvieran en el tiempo, algunos de los cuales han llegado hasta nuestros días.
Por lo que respecta a la iglesia católica, el general Franco se había erigido desde el primer momento en el principal baluarte de la misma –de hecho su régimen acuñó el término nacional/catolicismo-, y había mantenido a la iglesia en lugar prominente durante la dictadura. El poder alcanzado por ésta fue extraordinario y en numerosas facetas de la vida social y política española su participación e influencia resultaron determinantes. Tras el fin del franquismo la iglesia procuró seguir manteniendo su status y así logró la firma del Concordato con la Santa Sede en 1979 todavía en vigor y que sigue avalando numerosas dispensas y exenciones de todo tipo respecto a las normas vigentes para el resto de instituciones. Un asunto que genera importantes controversias desde entonces pero que ningún gobierno hasta ahora se ha atrevido a modificar.
El gran capital y en general las clases más altas de la sociedad civil se adaptaron rápidamente a los nuevos tiempos y aunque no desdeñaran de su vinculación al régimen anterior se acabaron convirtiendo en aquellos «demócratas de toda la vida», que habían disfrutado de forma más explícita de los espurios beneficios del régimen para seguir manteniendo su posición en lo más alto de la pirámide social española. No en vano, buena parte de los propietarios de las empresas que en la actualidad forman el Ibex 35 son los descendientes de aquellas mismas familias.
Por último la Ley de amnistía de 1977 vino a colocar un tupido velo a todas las vilezas realizadas por el régimen durante sus cuatro décadas de vigencia. A pesar de todas las denuncias habidas al respecto por organizaciones internacionales, entre ellas el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos que llegó a pedir al gobierno de España en 2012 la derogación de dicha ley para que pudieran ser juzgados los delitos perpetrados durante todo ese tiempo considerados de lesa humanidad y que resultan imprescriptibles según el derecho internacional, tanto los sucesivos gobiernos como el propio Tribunal Supremo se han desentendido de ello.
En definitiva la transición a la democracia que encabezaran el rey Juan Carlos I y Adolfo Suárez en aquella tortuosa época, sin duda, no fue todo lo idílica que ha querido representarse habitualmente pero, del mismo modo, no sería descabellado creer que ante las continuas amenazas del ejército y el poderoso influjo de determinadas organizaciones quizá fuera la única posible que pudo permitir la instauración de un estado democrático capaz de integrarse en el mundo. Aun teniendo que soportar unos costes que todavía bien entrado el SXXI siguen pasando factura.
El general, el Valle de los caídos y las teorías del Supremo.
Los restos de Antonio Salazar, el abogado que durante décadas lideró la dictadura portuguesa descansan en una modesta tumba junto a sus padres en una pequeña parroquia de Santa Comba Dão en el centro de Portugal. Marcelo Caetano, su sucesor hasta la caída del régimen murió en 1980 en su exilio de Río de Janeiro, después de que el gobierno portugués le retirara todos sus derechos y le prohibiera el regreso al país.
El caso de Francisco Franco es completamente distinto ya que de forma extemporánea disfruta de una colosal tumba financiada por un estado democrático en su reducto del valle de Cuelgamuros. Un hecho tan incongruente que solo se asemeja al de alguno de sus sucedáneos como los de Mao Zedong en China, Kim Jong-iI en Corea del Norte o el Ayatollah Jomaini en Irán. Como Franco, todos ellos gozan de suntuosos enterramientos, aunque con la sensible diferencia que se trata de regímenes donde la democracia, la libertad y los derechos humanos brillan todavía por su ausencia.
Quienes respaldan tan excepcional caso lo justifican con el carácter histórico del finado, pero lejos de una percepción objetiva no se puede intentar contextualizar un caso de tan impúdicos registros, en un etapa de la historia como fue la segunda mitad del SXX donde los estados democráticos marcaban tendencia en el mundo, más especialmente en el occidente europeo. No puede ser lo mismo la representación a mayor gloria de los monarcas absolutistas del SXVIII o las de los legendarios emperadores de tiempos de Jesucristo que compartían escenario entre sí con fenómenos excepcionales como el de los citados en China, la república norcoreana, el Irán de los ayatollah o el del propio régimen franquista.
Probablemente el Tribunal Supremo, guste o no, habrá dictado su reciente sentencia conforme a derecho y que por el momento no permite la exhumación de los restos del general, pero lo que debería sorprendernos tanto o más aun es el carácter revisionista que le ha dado a la misma al tachar al general Franco de jefe de estado desde Octubre de 1936. El Supremo se ha cargado de un plumazo la mayor parte de los libros de historia que se estudian en nuestras escuelas, institutos y universidades y a buen seguro del resto del mundo, al legitimar la figura de un fallido golpe de estado y coronar jefe del estado a uno de los cabecillas del mismo, casi tres años antes que se supiera el resultado de la guerra, frente a guste igualmente o no la legitimidad del gobierno constitucional vigente en aquel momento.
Tal hecho lo que viene a demostrar una vez más que la larga sombra del franquismo sigue presente a lo largo y ancho de la geografía española. No solo todos aquellos que asesinaron y torturaron a infinidad de personas a lo largo de la dictadura –incluso hasta un año después de la muerte del general-, quedaron con total impunidad por mucho que tuvieran las manos manchadas de sangre sí no que algunos de ellos siguieron acumulando condecoraciones como si nada hubiera pasado. O que varias fundaciones a mayor gloria del general e insignes representantes de la dictadura no solo campen a sus anchas o hayan recibido en algún momento subvenciones del erario público, sí no que sin el más mínimo pudor defienden y proclaman un ideario en el que la propia democracia que les admite y si cabe sostiene no tiene cabida.
En definitiva a la democracia española aún le queda un largo camino por recorrer mientras se muestre incapaz de mirar con la debida perspectiva su propio retrovisor de la historia.