Durante mucho tiempo creí que la proliferación de partidos de extrema derecha en Europa era solo consecuencia de la desafección política y el nivel de cabreo de buena parte de la población por la crisis financiera de 2008 y la calamitosa gestión posterior de la misma.
Que el aumento de los desequilibrios y la desigualdad entre clases era el elemento más propicio para que grupos ultra nacionalistas tuvieran cierto arraigo al ver que el proyecto europeo en vez de representar un salvavidas en situaciones difíciles, con sus políticas de recortes y austeridad estaba provocando su rechazo.
Hoy, 15 años después de que Lehman Brothers comenzara a tambalearse en los EE.UU. hasta acabar dando pie a la mayor crisis económica en todo el mundo desde la Gran Depresión, el papel de la Unión Europea en medio de otra nueva crisis de dimensiones colosales a cuenta de la pandemia, la voracidad de las multinacionales y la guerra de Ucrania, sino del todo antagónico al de entonces, sí que parece más encaminado en favor de sus habitantes.
Sin embargo y muy a pesar de ello, en los márgenes del tablero político mientras la extrema izquierda ha ido abandonado el suyo subscribiendo los postulados de la democracia -de tal modo que hoy día sería difícilmente disociable de la socialdemocracia clásica-, la derecha más radical parece decidida a desbordar el propio.
Lo que se aprecia indiscutible, por mucho que mi querido Francisco Marhuenda en su columna diaria de La Razón vea bolcheviques por todas partes y como buena parte de voceras de su mismo linaje pretenda blanquear una extrema derecha de lo más reaccionaria, que se creía desaparecida hace mucho tiempo, intentando posicionarla en un centro derecha en el que no cabe.
Porque a pesar de sus intentos no cabe considerar dentro de los márgenes de la democracia grupos políticos que criminalizan a los inmigrantes por el mero hecho de serlo, desprecian la pluralidad, la diversidad y la integración en todos sus ámbitos del mismo modo que manifiestan su animadversión al europeísmo e idolatran sin tapujos a tipos como Putin.
En las últimas semanas el que un partido de origen nazi, los Demócratas de Suecia –a pesar de quedarse a diez puntos del Partido Socialdemócrata Sueco-, haya ganado las elecciones en el país modelo del estado del bienestar o que en Italia sea la primera fuerza política un partido descendiente directo de las huestes de Mussolini, cuya dirigente ha mantenido un discurso incendiario hasta el mismo inicio de la campaña electoral, hace pensar que la cosa va mucho más allá de la mera desafección política.
La cuestión económica
El sensible desapego de estos grupos a lo largo y ancho del continente, nos devuelve a un escenario que algunos analistas e historiadores comparan cada vez más con el de la Europa del primer tercio del pasado siglo XX.
Parece más que evidente que nos encontramos en medio de una tormentosa crisis en la que una parte de la población no casa con los ideales europeos que arraigaron tras la II Guerra Mundial alrededor de conceptos como los de solidaridad y bien común que forjaron el estado del bienestar.
Precisamente los que sirvieron de pretexto para evitar un escenario propicio para un nuevo conflicto de semejante dimensiones.
Las crisis petroleras de los 70 en primera instancia y posteriormente el fin de la Guerra Fría dieron al traste con dicho modelo y de uno u otro modo la Europa de los pueblos acabó cediendo el paso a la de los mercaderes, con todas las connotaciones que ello conlleva.
La consolidación entonces del neoliberalismo, el «fundamentalismo del mercado», por el que se beneficia a las clases altas a través de la reducción masiva de impuestos, haciendo recaer el peso del estado en las clases medias y trabajadoras conduciendo a la reducción del mismo, de los servicios públicos y con ello a la degradación del estado del bienestar, ha traído consigo un infame aumento de los desequilibrios sociales.
Es la «teoría del derrame», otro de los mantras de la ideología neoliberal que considera que la reducción de los impuestos a las sociedades y a las clases altas fomentará la inversión, la creación de empleo y aumentará la riqueza de todos. Nunca ha sido probado.
La economía, muy al contrario de como preconizaban los fisiócratas del SXVIII que desarrollaron el concepto del «laissez faire», no puede funcionar como los ecosistemas de la naturaleza. La avaricia y la codicia son dos de las perversiones propias del ser humano y las derivadas de ello han dado lugar a todas las crisis económicas de los últimos 40 años.
Además de fenómenos como el de la deslocalización primero y el de la precarización de los salarios después en aras de una competitividad siempre insatisfecha. Es lo que ha conducido a «la achinización» de las clases trabajadoras, el menosprecio a las pequeñas empresas y la devaluación del concepto de autónomo.
Perpetrando así un sistema de clases que le sitúa en clara complicidad con el fascismo mientras este se sirve del comodín de la democracia para pescar en sus caladeros.
Para fortalecerse, el sistema ha buscado la implicación de esas mismas clases medias y trabajadoras impulsándolas a un consumo desaforado a través de arrebatadoras estrategias -el fast fashion o los créditos a la carta entre otras muchas.-, a modo de chantaje y a cambio de un pretendido y ansiado ascenso social casi nunca satisfecho.
En definitiva un continuo distanciamiento entre los plutócratas y el pueblo, sin que los responsables públicos pusieran coto a ello dando lugar a un cada vez mayor grado de desafección política. Todo un caldo de cultivo para movimientos populares al margen de lo establecido.
Pero no es solo eso.
Cuestión de valores
La extrema derecha nunca desapareció del todo en Europa, solo fue derrotada en la II Guerra Mundial. De hecho se mantuvo vigente durante las décadas posteriores en España y Portugal y durante ciertos periodos en Grecia hasta bien entrados los años 70 del siglo pasado. E incluso en Alemania e Italia ha mantenido un poso importante desde entonces.
En cualquier caso no en todos los países europeos puede decirse que haya vuelto a aflorar del mismo modo y por idénticas circunstancias.
En los países del este, por un claro efecto de acción/reacción tras la desaparición del yugo soviético. En Alemania, Italia y otros países de su entorno porque ese marchamo enraízo con fuerza en su tiempo.
Por su parte, España y Portugal se embarcaron en una especie de huida hacia adelante y decidieron hacer borrón y cuenta nueva de los crímenes cometidos durante décadas por sus respectivas dictaduras. Lo que favoreció que los nostálgicos del régimen siguieran haciendo apología de las mismas sin pudor alguno.
A pesar de sus variantes todos los partidos ultra derechistas europeos tienen un denominador común: la exaltación de la patria y su rechazo a la inmigración.
Esta última, so pretexto de hacerla culpable del aumento del desempleo y la precarización de los salarios cuando en realidad ambos fenómenos no son más que una derivada de su propio modelo económico.
Hablamos de personas cuyos valores distan mucho de los valores democráticos que se fomentaron en el marco occidental tras la IIGM.
Aquellas que no aceptan la pluralidad en cualquiera de sus ámbitos, menos aún la integración, reniegan de los impuestos y con ello de los servicios públicos y el bien común. Muestran sin pudor su naturaleza nacionalista y anti europeísta y descargan su ira contra todo aquel que no piense como ellas. Especialmente si se trata de la izquierda política en cualquiera de sus formas.
Que entienden que la mujer, salvo contadas excepciones, ha de tener un rol secundario con respecto al hombre y que la mera equiparación al mismo supone una afrenta para este.
No puede tacharse en cualquier caso de ignorancia. Sino de una percepción subjetiva diferente del bien y el mal. ¿O acaso podría calificarse de ignorantes a los miembros del Ku Klux Klan cuando apalean a un hombre o a una mujer por el color de su piel?
En definitiva la carta de los Derechos Humanos sólo es papel mojado en sus manos y así lo han manifestado reiteradamente mostrando su admiración por tipos como Viktor Orban en Hungría, Mateusz Morawiecki en Polonia y ahora Giorgia Meloni en Italia llevándoles a los puestos de más alta responsabilidad en sus respectivos países.
Por encima de estos Vladimir Putin ha sido durante años su figura más idolatrada. Mucho antes de la invasión de Ucrania y a pesar de las atrocidades cometidas por sus tropas en Chechenia y Siria y de la anexión ilegal de Crimea.
De hecho, a pesar de su violación continua de todas las leyes internacionales y los sucesos que se registran a diario en Ucrania, solo algunas veladas críticas se vierten desde su lado contra el nuevo sátrapa ruso.
Al principio, personas forjadas mayoritariamente en el entorno de la aristocracia y de las corrientes religiosas más ortodoxas para acabar recalando más tarde en todas las clases sociales.
La falta de respuestas contundentes por parte de esos mismos responsables públicos en crisis como la actual con una inflación descontrolada, un desorbitado aumento de los costes y la continua depreciación de los salarios, mientras las grandes corporaciones no dejan de aumentar sus beneficios de forma indecente, es el mejor de los combustibles para seguir alimentando su espíritu incendiario.
El asalto final
A pesar de ello, no es menos cierto también que una parte de sus votantes proceden de electores desencantados de la política que apenas si son conscientes del espectro ideológico en el que se ven envueltos; lo que pone aún más de manifiesto la nefasta gestión de los partidos tradicionales desde hace años.
Como decíamos antes, el fin de la Guerra Fría y la consolidación de los modos neoliberales dieron paso a una especie de algarabía social, política y económica que libre de ataduras y cortapisas se expandió vertiginosamente a lo largo y ancho del mundo sin control alguno.
Un insostenible modelo de crecimiento perpetuo en un mundo de recursos finitos.
Así hemos podido comprobar estos últimos años que el resultado de estas políticas han sido desastrosos salvo para aquellos que sin más miramientos y escrúpulos concentran la riqueza generada entre todos cada vez en menos manos.
De aquellos barros estos lodos y si la democracia no es capaz de hacer frente a ello ahora, los retos del futuro acabarán siendo insalvables para toda la humanidad ante el empuje de aquellos que entonces y ahora reniegan de la misma.