09’30h
Estos días están siendo una especie de montaña rusa.
Se supone que estoy de vacaciones, ya no tengo el agobio de las clases online, el material y las tareas a explicar por quincuagésima vez, ya no tengo las reuniones como tutora, ni como jefa de departamento, ni como secretaria de la CCP.
Me río al pensar que en algún momento me dirán que también tenemos que reanudar las reuniones de coordinación del Plan bilingüe.
Me río.
EDUCACIÓN
10’30h
Enciendo el ordenador mientras preparo el café, hago una lista mental de las cosas que me gustaría hacer hoy. Sé que no es un buen día, no he dormido bien. Anoche algún imbécil me perseguía en sueños.
Empiezo abriendo el gmail, como ayer, como antes de ayer, como cada día. Siempre hay emails con tareas por corregir. En el asunto no hay nombre ni curso, por su puesto. La mayoría de ellos llevan adjuntas las fotos de la tarea, no un pdf, ni siquiera un word, una foto. Y no una foto bien hecho no, una foto en la que los márgenes del folio están cortados, o han enfocado desde abajo, o ni siquiera han enfocado.
Me agobio. Lo dejo. Es absurdo.
11’15h
Vuelvo a la cama y pienso, ¿cómo estarán llevándolo otros compañeros que están siendo más papistas que el Papa? Yo, al fin y al cabo, mando un comentario o una reflexión sobre alguna parte del tema en relación con la situación actual, una actividad. Los que siguen mandando lo mismo que antes, ¿cómo lo harán?
Es absurdo. Me acuerdo de la última reunión virtual de la CCP en la que estaba el inspector de educación presente, y me río.
Al parecer es más común de lo que imaginaba pensar que el alumnado que no siga este nuevo ritmo de ciberclases, tiene que suspender. Si no se sabe autoenseñar, si no tiene a nadie que le ayude, si se le ha muerto un abuelo, si su madre ha perdido el trabajo, si tiene ansiedad por no poder salir, si tiene miedo por su propia salud o su futuro, si está triste porque echa de menos a sus amigues, si en su casa hay malos tratos, o no les llega para comprar comida o pagar facturas, ¿qué más da? Aquí lo importante es aguantar, aunque no tenga sentido. Que quede constancia de que si se quiere, se puede. Porque nosotros, los adultos, estamos en esas, así que ellos también.
Me cabreo. ¿Cuándo vamos a reflexionar? ¿Cuándo nos vamos a dar cuenta de que quizá sea el momento de parar? ¿Cuándo vamos a entender que las condiciones materiales y psicológicas en estos momentos no permiten una formación de calidad? ¿Cuándo vamos a entender que lo importante no es seguir con los contenidos a marchas forzadas? ¿Cuándo nos vamos a dar cuenta de que los currículum son absurdamente inabarcables y repetitivos? ¿Cuándo vamos a entender la vulnerabilidad de nuestros adolescentes? ¿Cuándo la vamos a poner en valor para construir desde ella un sistema educativo coherente con la vida, con sus necesidades, con sus curiosidades, con su futuro?
FAMILIA
12’30 h
Me voy a preparar la comida, hoy me toca a mí. Bajo con una sonrisa en los labios, pienso en lo increíble que es que mi padre, mi hermano y yo no hayamos tenido ni una sola mala palabra en casi un mes. Y sin salir de casa. Bueno, confinados la mayor parte del tiempo, cada uno hace sus escapadas clandestinas.
Mientras cocino pienso en cómo la vulnerabilidad de cada uno de nosotros nos ha acercado, cómo estamos aprendiendo a compartir las tareas, a co-responsabilizarnos, a hablarnos con cariño, a disfrutar los unos de los otros. Ahora incluso limpiamos la casa juntos al son de una lista de música muy variopinta, hacemos yoga, pensamos y hablamos de la situación actual. Hemos tenido que sentir un dolor terrible para que esto tan bonito nos suceda. Y el confinamiento está condensando en el tiempo y en el espacio lo que ya se estaba gestando en la distancia.
Me siento afortunada y agradecida. ¿Cuánto nos cuesta salir del ego? ¿Cuánto nos cuesta reconocer el dolor y la tristeza? ¿Cuánto nos cuesta mostrarnos vulnerables ante los demás? ¿Cuánto miedo? ¡Y cuánta felicidad cuando lo conseguimos! Construir una familia entre todes, desde el amor y los cuidados compartidos, desde el respeto y la alegría.
Más generosidad y menos egoísmo.
Lo de Évole, Pepe Mujica
Es tiempo de meditar con uno mismo, mirar por una ventana, al cielo, y el que no tiene el cielo, imaginarlo.
Los que creen en Dios que traten de hablar con su Dios, los que no creemos, y creemos en la biología, con el mandato más preciado de la naturaleza que es querer la vida y querer las cosas.
La peor soledad es la que llevamos adentro.
ESTADO
16’10h.
Estoy en el patio de casa tomando el sol en la tumbona.
Suena el teléfono, es mi amiga xxxxx. Algo no va bien, lo noto en su voz. Después de hablar mucho sobre el trabajo, la familia, el confinamiento, me lo dice. Ha tenido una fuerte discusión con su pareja. No es la primera amiga que tiene una situación así durante estos días, discusiones con parejas a las que se les va la cabeza y menosprecian, gritan, insultan.
Se ha ido con otra amiga. Siento alivio al saber que no está en esa casa con él.
Seguimos hablando, acabamos en el mismo punto, siempre el mismo, el amor. Y mientras escucho cuánto lo quiere pienso, ¿qué es esta clase de “amor”? ¿Qué puede llevar a mis amigas a querer a personas manipuladoras, chantajistas, dañinas? ¿Qué hace falta para que ellas se quieran mejor y por encima de esa violencia camuflada de amor, de un amor que te condena a la falta de autoestima, a la culpabilidad, al aislamiento, a la dependencia?
La escucho. La interpelo, quizá demasiado.
En la conversación salen muchas cuestiones a la luz, muchas faltas y carencias, muchos miedos. La respuesta a mi pregunta es un lugar común en los manuales de psicología; falta de amor propio, de una red de amistades, de autocuidado, el miedo a la soledad… Yo no puedo concebir que sufrir situaciones así, aunque sea una vez cada tres meses, sea mejor que estar sola. Le pregunto qué pasará cuando se le vaya la cabeza la próxima vez, ¿qué pasará si en vez de insultarla le pega? Ella dice que no, como todas mis amigas que viven esta situación, que eso no va a pasar.
Siento rabia.
Es siempre la misma estructura, el mismo sistema. Ellas piensan que quizá sean las culpables, que es posible que sean ellas las que los hayan provocado sin darse cuenta. Por supuesto ellos les dicen eso, que los llevan al límite y que pierden el control por su culpa. Aquí es donde se invierte la responsabilidad y donde está la trampa. Son ellas las que tienen que cambiar y desechar cualquier necesidad propia, son ellas las que deben trabajar para mejorar y ser dignas de ellos, quienes les hacen un favor queriéndolas, porque sin ellos estarían solas y la soledad, al parecer, es la muerte.
Siento impotencia.
La muerte es vivir así, con miedo, esperando a la próxima explosión que se detonará por cualquier cosa.
Me pregunta qué debe hacer para resolver el malentendido. Me pregunta cuánto debe esperar antes de volver. Por mi cabeza pasan muchas cosas; acabar con toda comunicación con él, ir a terapia, cultivar sus amistades, realizar actividades de ocio que le gusten, cuidarse y arreglarse para sí misma, pero sobre todo entender que alguien que te quiere no te humilla ni asusta y que quien lo hace es porque no le importa nadie más que sí mismo. Este comportamiento sistemático de pasivo-agresividad es violencia, y si no se considera así, entonces, el concepto de (auto)amor que se tiene es ya inicialmente insano.
Sin embargo le contesto con una pregunta “¿qué me aconsejarías a mí si yo te contara que mi pareja se comporta así conmigo?”
Silencio.
-Violencia de género-
¿No sé cuándo acabará esta lacra?, ¿no sé qué es lo que piensa hacer este maldito gobierno para ayudar a las cientos de mujeres que ahora mismo están encerradas con sus maltratadores?, ¿no sé qué piensa la sociedad cuando las feminazis luchamos por acabar con el patriarcado?, ¿no sé qué piensan los hombres cis cuando dicen ofendidos que ni machismo ni feminismo?
18’00h
Estoy nerviosa, me siento confusa. Necesito salir, andar siempre me calma.
Me cambio de ropa, me pongo las zapatillas, salgo por la puerta de atrás. Me paro en seco, ¿hago mal saliendo? En seguida pienso que no.
Mi pueblo manchego es pequeño, su número de habitantes menor todavía, unos 700. Siempre hago el mismo recorrido, unos 7 km ida y vuelta desde mi casa hasta llegar al campo donde mi padre nació. Es la cuarta o quinta vez que hago esta excursión clandestina. Las otras veces fue al inicio de todo esto, luego vino el mal tiempo y el exceso de culpabilidad.
Nunca me encuentro a nadie, ni antes de la cuarentena ni ahora. Quizá una persona paseando con su perro por algún camino cercano, agricultores trabajando la tierra. Ahora ni eso. La media de edad estará en más de 60 años. Aquí todos se lo han tomado en serio, tenemos mucho que perder.
A los 20 minutos de salir paso por una de las curvas del camino que más me gusta. Me lo conozco bien. Pero esta vez me sorprenden gratamente dos cosas; una, las orillas del camino están preñadas de color, de hierba salvaje, alta, de flores, de un olor que nunca antes había olido, una mezcla de fragancias con toques de monte bajo. ¡Dios qué bien huele, qué alegría me recorre el cuerpo! La otra son las madrigueras de los conejos, hay muchos, muy cercanos y visibles, una pareja pequeña sale corriendo.
-Cambio climático-
El camino de ida me está sentando bien. Respiro mejor, mis pensamientos se van hacia la idea de que la Tierra se está purgando de nosotros. Que es una advertencia, que es una oportunidad para ver cómo en tan pocos días las aguas están más limpias, el aire más puro, la naturaleza más viva. Pienso en lo irónico que es que una pandemia a nivel mundial, la pérdida de tantas vidas, sea un respiro para el entorno que habitamos, para nuestra propia supervivencia como especie. Nuestra muerte quizá permita la vida.
Toca volver.
Me recreo en el último pensamiento, la muerte que permite la vida. Me siento mal solo por haberlo pensado. Hay demasiado sufrimiento. Y yo, en mi burbuja, haciendo uso de la libertad que da vivir aquí, en una casa con dos plantas, un patio donde tomar el sol, un campo por el que pasear sin que nadie me vigile.
Me avergüenzo. Las lágrimas me caen por las mejillas. Siento tristeza.
-Los sujetos en las fronteras de la ilegalidad-
Vuelvo angustiada, peor de lo que salí. Empiezo a pensar en la libertad, en cómo construimos esta idea, este derecho del que apartamos a tanta gente. En lo fácil que resulta acomodarse y creerse el discurso de que con esfuerzo se consigue todo, en caer en las trampas del capitalismo y de los Estados nación decrépitos que nos bombardean con un lenguaje cargado de belicismo, de sentimiento patrio, centrando el discurso en una sola preocupación, nuestra supervivencia a toda costa. La nuestra, la de occidente, la de los pulsos con EEUU, la del intento de UE, la del cierre de fronteras, la de los CIEs, la de los sintecho de los que apenas si se menciona algo en las noticias…
¿Qué pasa con los refugiados, con los presos de las cárceles, con las putas, con los drogodependientes, con tantas otras personas de las que no me acuerdo porque en lo único que estoy pensando es en recuperar mi libertad, la de salir a los bares, la del turismo, la del consumismo, la del trabajo inconsciente? Los medios tampoco se acuerdan de ellos…
¡Qué asco!
23.25h.
Estoy en la cama, agotada. El día ha sido excesivo.
Llevo un rato leyendo artículos de prensa de filósofos actuales donde plantean la deriva de nuestra sociedad después del Covid-19. Hay para todos los gustos, unos más optimistas dicen que el sistema capitalista está colapsando y que sabremos superarlo, otros más pesimistas dicen que comenzará una sociedad del control ilimitado por parte del Estado, otros dicen que sabremos aprender de esta experiencia, de los movimientos de resistencia y cuidados vecinales, de esta empatía generalizada…
Yo no sé qué pensar. Creo que es demasiado pronto para tener algún imaginario claro, solo espero que cada uno de nosotros reflexione, haga autocrítica y comience a construir con conciencia desde la vulnerabilidad, desde los dolores del mundo, de todo el mundo, pues creo que es la única manera de ser una especie mejor de lo que hasta ahora hemos sido.
Estos días tenemos muchas cosas en la cabeza. Tan pronto vemos una parte positiva y estamos animados como llenos de ansiedad y tristeza. Al menos la autora tiene un bonito paseo por el campo para calmarse; a mí me llega de lejos el sonido de las olas del mar…
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