No, por mucho que lo aparente, no creo que España sea un desastre. Entre otras cosas porque sería lo mismo que admitir que nuestro país está formado por un puñado de inútiles y mal encarados súbditos, un argumento esgrimido históricamente por la derecha más rancia para justificar su superioridad sobre el resto de la ciudadanía y terminar haciendo de su capa un sayo. Por eso cuando no hace mucho el flamante presidente del PP soltó tamaño oprobio nada menos que al Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, debió ser más explícito tachando como tal a la clase política que él mismo representa, en la que apuesta por ser un significativo exponente y a la que por cierto el propio Juncker tampoco le hace ascuas.
La clase política española se encuentra sumida no ya desde la llegada de Pedro Sánchez al gobierno sí no desde hace varios años en un continuo esperpento en medio de un escenario donde la crisis económica ha echado a perder buena parte de las ilusiones de las clases medias y trabajadoras que ven como la desigualdad se ha ido ampliando exponencialmente sin que sus representantes electos sean capaces de dar la debida respuesta a sus problemas. El imparable aumento de los desequilibrios sociales, el conflicto catalán, una corrupción generalizada que se diría sistémica en todos los rincones del poder y la consecuente falta de confianza en las instituciones, están provocando en los ciudadanos un cada vez mayor desapego hacia la cosa pública.
A pesar de semejante caldo de cultivo, la falta de un líder suficientemente carismático y el que al contrario de los países del este europeo la dictadura que dominó la escena española casi la mitad del siglo pasado fuera de corte fascista ha hecho que, al menos por el momento, ningún partido xenófobo y racista haya irrumpido con tanta fuerza como en estos. Pero a raíz de la crisis migratoria y en especial la marea independentista catalana de los últimos tiempos la vorágine nacionalista –tanto española como catalanista-, parece acercarse cada vez más a su punto de ebullición consecuencia de la estrategia electoral del Partido Popular –fallida en su caso-, de Ciudadanos –todo un éxito por su parte-, JxCat -la antigua Convergencia en una clara huida hacia adelante- y resto de adláteres en cada bando. Lo que convendría tenerlo en cuenta antes que pueda alcanzar tintes peligrosos como está ocurriendo en muchas otras localizaciones allende de los Pirineos. No en vano, las últimas encuestas empiezan a darle cierta relevancia a VOX en el panorama nacional augurándole incluso uno o dos escaños de celebrarse ahora elecciones, un fenómeno del que difícilmente podrá acabar sustrayéndose España si sigue desarrollándose en el ámbito europeo.
La inevitable moción de censura al anterior gobierno, condenado su partido por la justicia y una historia presa por décadas de corrupción, ha dado paso a otro improvisado que en absoluta minoría parece navegar sin rumbo claro y en medio de uno tras otro sobresalto. En una situación tan precaria como la suya y en un país todavía en la etapa adolescente de la democracia, al gobierno de Pedro Sánchez no cabe más que pedirle que al menos sepa insuflar esperanza a través de unas pocas cuestiones básicas cara al siguiente envite electoral, haciendo honor a sus siglas y a su lejano pasado socialdemócrata en un mundo donde el neoliberalismo dominante ha sacado a la luz los más bajos instintos de la naturaleza humana.
El llamado mundo occidental se encuentra sumido en un claro proceso desestabilizador del modelo social labrado tras la 2ª. Guerra Mundial de insospechadas consecuencias y es precisamente el peso de un país como España en la escena europea –el fenómeno portugués a pesar de relevante es poco significativo en ese contexto-, uno de los que puede servir de adalid en la recuperación de los valores perdidos.
Pero por el momento y lejos de eso, España se encuentra sumida en un órdago incalificable donde están aflorando los más oscuros desvaríos de una especie en la que solo priman los beneficios de una élite empresarial y financiera cegada por una avaricia sin límites. Al servicio de la misma buena parte de la clase política se enroca cada vez más en su propio interés igualmente alejada de la realidad de la calle a la que, en el mejor de los casos, utiliza cuando necesita en su propio beneficio.
Un Partido Popular que, en su línea tradicional, actúa como si España fuera de su propiedad cuando está en el gobierno y brama rabioso como si se la hubieran robado cuando no, máxime en estos momentos cuando ha sido desalojado del mismo por una moción de censura. Ciudadanos que ensimismado por las encuestas se escora cada vez más hacia la derecha alardeando un nacionalismo cada vez más fundamentalista sin tener en cuentas las terribles consecuencias que pudiera acarrear y de la que la propia historia da trágica cuenta. Al otro lado del tablero, amén del ya citado PSOE y su desafortunado gobierno, Podemos que pareció insuflar un aire de renovación en tan paupérrimo escenario anda envuelto en continuas cuitas internas entre los que pisan el mundo real, los iluminados por la utopía y los que, como en el resto de partidos, ven en el mismo una agencia de colocación. Por último la bancada independentista presa igualmente de lo que primero fue una estereotipada estrategia electoral hasta convertirse después en un envite donde, como suele ocurrir en su caso, un nacionalismo exacerbado parece anclado en una visión absolutamente alejada de la realidad que le circunda.
Y no es que, ante semejante panorama, puedan faltar razones para salir corriendo. Precisamente, solo hay que darse cuenta la manera de afrontar dicha cuestión catalana convirtiendo un problema político en uno judicial solo por intereses electorales, además de una incomprensible huida hacia delante de cada una de las partes, el recurso a una verborrea alarmante y el incendio constante de unas cada vez más en entredicho redes sociales sin ser conscientes del riesgo que todo ello conlleva. No es menos cierto pues que estamos ante un ejemplo más de la inoperancia de nuestros apoderados públicos, por no decir también de una jefatura del estado representada en una monarquía cada vez más denostada, tan irresponsable e inviolable como la propia Carta Magna manda.
En medio de todo ello y como principal remedio a nuestros males, acusar al adversario político con estrépito y vehemencia de lo que se considera un desliz cuando se trata de uno mismo, se ha convertido en el ejercicio principal de nuestros próceres y que lo único que consigue es deslegitimarles todavía más de su bien ganada impudicia.
España no es un desastre pero de no mediar un discurso y una crítica constructiva entre sus partícipes, la desvergüenza generalizada en buen número de esa misma clase política entregada a sus intereses personales y a la voracidad insaciable de las élites, acabará convirtiendo este país en un irrespirable solar para el común de los ciudadanos.