Hablar de la no literatura o de la “literatura del No” – nombre con la que se la conoce- supone, implícitamente, hablar de literatura, del mismo modo que creer en Dios implica creer en el Diablo. Así, Robert Walser, escritor suizo de finales del XIX y mediados XX, tenía claro que “escribir que no se puede escribir es también escribir”. Y es que la elección de algunos autores por el silencio no anula su obra, es más, en algunos casos, todo lo contrario.
“No vaya a usted a creer, lector, que los libros que no he escrito son pura nada. Por el contrario, (que quede claro de una vez), están como en suspensión en la literatura universal”.
(Marcel Bénabou, Por qué no he escrito ninguno de mis libros).
“Es que se me ha muerto el tío Celerino, que era el que me contaba las historias”, era el argumento con el que Juan Rulfo justificaba el hecho de que tras Pedro Páramo ya no escribiera – pues tardaría más de treinta años en hacerlo- nada más. Como él, un largo elenco de nombres de escritores han protagonizado una negación hacia la literatura que se ha traducido en silencio; ya sea porque publicaron solo una obra a lo largo de su vida, porque empezaron muy jóvenes y pronto abandonaron el mester como Rimbaud, porque decidieron tomarse una tregua, porque prefirieron vivir «a la sombra de», tal y como haría Pepín Bello con la Generación del 27, o porque, simplemente dejaron de ser; en ocasiones de una forma romántica (suicidios: Jaques Vaché, Carlos Díaz Dufoo o Chamfort), en otras, de una forma más misteriosa (desapariciones: Arthur Cravan y Hart Crane).
Las excusas o razones del “por qué no” son de lo más variopintas y originales: el tío Celerino de J. Rulfo, querer ser y finalmente ser buitrólogo como Ferrer Lerín, artista que, de no haber desarrollado esa particular afición por los buitres, probablemente hoy formaría parte de la antología de los Nueve Novísimos de Castellet, darse al opio y a otras drogas como Thomas De Quincey o simplemente emigrar y aprender un nuevo idioma, tal y como le sucedió a Felipe Arnau, pueden ser las causas por las que uno decida no volver a coger la pluma. Esto es lo que explicaba el poeta catalán cuando se le preguntaba por su dimisión como escritor:
“En cuanto aprendes inglés empiezan las complicaciones. Por mucho que lo intentes, siempre llegas a esta conclusión. Esto se puede aplicar a todo el mundo, a los que hablan por nacimiento, pero sobre todo a los latinos, españoles incluidos. Se manifiesta haciéndonos sensibles a implicaciones y complejidades en las que jamás habríamos reparado, nos hace soportar el acoso de la filosofía, que, sin un quehacer específico, se entromete en todo y, en el caso de los latinos, les hace perder una de sus características radicales: el tomarse las cosas como vienen, dejándolas en paz, sin indagar las causas, motivos o fines, sin entrometerse indiscretamente en cuestiones que no son de su incumbencia, y les vuelve no sólo inseguros sino también conscientes de asuntos que no les habían importado hasta entonces”.
Evidentemente, no todos fueron tan originales, Wittgenstein directamente confesaba la dificultad que suponía para él expresar sus ideas. Algunos encontraban una justificación en la falta de imaginación, de tiempo, de interés, en su inconformidad con el sistema… Otros pasaron toda su vida buscando esa palabra idónea, esa obra perfecta. Los más dichosos, incluso la tuvieron en mente, pero nunca llegaron a materializarla.
¿Desertores de la literatura?, ¿Olvidados? ¿Postergados de la literatura? Yo pienso que no, solo que, como bien sabe Sócrates “en ocasiones el silencio es más importante que el logos”. (A. Chrisostomidis, 2000).
En definitiva, Bartleby y su compañía (2000), de Enrique Vila- Matas o la reciente novela de Luis Landero El balcón de invierno (2014), son algunos ejemplos del camino más atractivo que se le presenta a la literatura de ahora, la literatura de la posmodernidad. Una literatura que reflexiona sobre el destino de la propia literatura, que la disecciona analizando su anatomía, sus productores, sus males contemporáneos, su sentido… En esencia, una literatura que vive de la literatura, pero que a su vez hace vivir a la literatura.